sábado, 20 abril, 2024

UNA CIUDAD CUYO ARQUITECTO SEA DIOS

Una de las obras de San Agustín se titula “La ciudad de Dios”. En ella, el santo contrapone “dos ciudades”, fundamentadas en “dos amores”. Sobre el “amor propio” se edifica la “ciudad terrena”; y sobre “el amor de Dios” se construye la “ciudad celestial”. Dicho de otro modo: el ser se especifica por el amor. Cada uno es lo que ama, dice también san Agustín. Todas las obras históricas son producto del amor, del amor santo, social; o del amor perverso, privado, egoísta. Nuestros amores y nuestra manera de amar nos determinan y nos identifican. Según donde estén puestos nuestros amores, así obramos, así somos. Si el amor de uno es el dinero, no le importa que sufran los pobres. Si el amor de uno son los pobres, todos sus bienes están al servicio de los pobres.

San Agustín hace una contraposición radical entre la ciudad de Dios y la ciudad terrena. No se trata de dos mundos, el terreno y el celestial. Se trata de dos talantes, dos modos de vivir en este mundo. De modo que la “ciudad de Dios” no es sólo ni principalmente una realidad escatológica, algo que no es de este mundo, sino algo que es posible construir ya en este mundo. Lo malo es que, en este mundo nuestro, a lo sumo, logramos alcanzar aproximaciones a la “ciudad de Dios”. Porque el egoísmo siempre pesa, nunca acabamos de deshacernos de él. En este sentido, la radicalización que hace san Agustín es un recordatorio, una llamada permanente a los cristianos para que despertemos de nuestras inercias egoístas, que nos impiden ver las necesidades ajenas.

Desde otra perspectiva, esta contraposición de dos ciudades que hace san Agustín, se encuentra también en un escrito del Nuevo Testamento, conocido como carta a los hebreos. Haciendo el elogio de las mujeres y los varones de fe, el autor de la carta dice que todos se confesaban “extraños y forasteros sobre la tierra”. O sea, no se sentían del todo a gusto en las ciudades de este mundo. Por eso, añade la carta, iban en busca de otra ciudad, asentada sobre cimientos mejores, cuyo arquitecto y constructor era Dios (Heb 11,10.13-15). Esta búsqueda de una ciudad mejor, en la que lo determinante fuera la concordia y el entendimiento entre sus habitantes, les hacía ser críticos con las ciudades terrenas, marcadas por la competencia y la lucha por el poder. Pero esta búsqueda de una ciudad mejor no les hacía desentenderse de las necesidades de las ciudades de este mundo; por el contrario, era una razón más, un acicate para trabajar y conseguir que en ellas hubiera cada vez mayores cotas de justicia y de amor, en definitiva, mayores niveles de humanidad (continuará).

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