UN SÍNODO EN EL CORAZÓN

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En ocasiones tengo grandes dudas de que el «Sínodo de la sinodalidad» se quede en papel mojado, en ilusiones frustradas, cientos de reuniones, y un interesante y seguramente fecundo documento final. Lo siento, tal vez sea pesimista… los viejos suelen serlo. Me resulta estridente y hasta molesto que algunos pretendan que la «sinodalidad» no aparece en los documentos del Concilio Vaticano II, que es un «nuevo invento» o una «nueva ocurrencia» del ya anciano papa argentino… para entretener a la gente, o quemar las últimas salvas que le quedan. Es probable que el Vaticano II no hable literalmente de «sinodalidad», pero todo él está empapado de la solidaridad como actitud, como espíritu evangélico o eclesial. En el Vaticano II hay múltiples referencias a los «Sínodos»  como encuentros trascendentales en la vida eclesial desde los mismos orígenes de la Iglesia. «Desea este santo Concilio ecuménico que la venerable institución de los sínodos y concilios cobre nuevo vigor…» (Decreto ‘Christus Dominus’, 36b). Parece obvio que si ha habido tantos «sínodos» a través de la historia eclesiástica se presuponga un «espíritu sinodal», antes, durante y una vez concluido el mismo. Porque el tema que me preocupa no es tanto el Sínodo de la sinodalidad convocado por el Papa Francisco, sino el «el espíritu sinodal, el talante sinodal, las actitudes sinodales» que supone o que pretende. Entiendo que la sinodalidad es, sobremanera, eso: un modo de estar, vivir y entender el Evangelio y la vida concreta de la Iglesia. Lamentablemente me encuentro muchas veces hechos y actitudes en sacerdotes, y por supuesto en obispos, que no son nada o muy poco «sinodales», (hoy diríamos, con lenguaje más socio-político) «democráticos», un viejo concepto aristotélico que aún asusta a no pocos clérigos: la Iglesia «no es una democracia», y es verdad que no lo es, pero su savia, sus entrañas, su estilo, debe ser «democrático», o si  nos da tanto miedo, podemos decir: «colegial, coparticipativa, conciliar, ecuménica…. ¡sinodal!». Otra vez, querido Sancho, nos hemos topado con la Iglesia, no con la de Jesucristo, sino con la Iglesia clericalizada que ha usurpado el valor y el ministerio laical durante siglos, considerando a los seglares como monaguillos, acólitos obedientes, súbditos fieles y sumisos. Una Iglesia que sí puede confundirse con molinos de viento que giran sobre sus propias aspas centrípetas pero que apenas tienen ya ningún, o muy poco, eficiencia en nuestra sociedad… cortinas de viento!

Jesús de Nazaret vivió su ministerio «sinodalmente», seguramente no «democráticamente»… ¡no eran épocas de democracia!, pero lo primero que hizo al iniciar su ministerio fue llamar por su nombre a un grupo de personas para que le acompañaran y fueran testigos de su obra evangelizadora. Se reunió de discípulos (hombres y mujeres),  de apóstoles, y sentó las bases de una Iglesia participativa, dialogante, en «concilio constante», como el primer «concilio» de Jerusalén con Pedro y Pablo, apenas unos años después de la Pascua/Pentecostés. Aquel en encuentro, o concilio, en Jerusalén, fue un auténtico ejercicio de sinodalidad…

Es lo de siempre: la inevitable y constante reforma de la Iglesia, «semper reformanda, casta et meretrix» pasa inexorablemente por nuestro corazón, por nuestra conversión interior, por tener conciencia de que nadie es propietario de la Iglesia, ni siquiera el Papa, que ningún cura es dueño de su parroquia ni ningún obispo lo es de su diócesis, ningún superior/a  lo es de su comunidad o congregación. Como decía Pèguy, «aquí nos salvamos (o nos condenamos) en racimo»… sinodalmente…