Lo has oído en la palabra sapiencial: cetros y tronos no se equiparan a la sabiduría, salud y belleza no son tan deseables como ella, la riqueza es nada frente a ella, el oro es un poco de arena, la plata vale lo que el barro.
Ahora, donde el autor sagrado escribió “sabiduría”, tú has aprendido a leer “Cristo crucificado”, “escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados –judíos o griegos-, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios”.
Y vuelves a leer la palabra sapiencial: “no le equiparé la piedra más preciosa”… me propuse tener por luz al que es la Luz; con ella “me vinieron todos los bienes juntos”, pues en Cristo Jesús fui bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales.
A quienes el Señor concede esa sabiduría, los sacia de misericordia. Tú, Iglesia cuerpo de Cristo, conoces de cerca la luz de ese misterio, pues habiendo conocido por la fe a tu Señor, has reconocido en él la misericordia de Dios que te ha visitado y redimido, y que ha llenado de alegría tu vida entera.
Hoy, en medio de ti, resuenan las palabras de la misericordia hecha carne: “Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme”.
Confieso que al transcribir esa llamada de Jesús, algo dentro de mí decía: “no lo hagas”, pues sólo conseguirás escandalizar a quien escuche esas palabras; “no lo hagas”, pues los llamados fruncirán el ceño y se alejarán pesarosos, como el joven del relato evangélico, que así se marchó “porque era muy rico”; “no lo hagas”, pues sonará a lenguaje duro y alejará de Jesús a los pocos seguidores que aún le quedan.
Pero las del evangelio son palabras ineludibles, y nos emplazan a manifestar qué es lo que realmente cuenta para nosotros. El sabio había dicho: “al lado de la sabiduría, todo el oro es un poco de arena”. El rico del evangelio entiende, sin embargo, que, si ha de optar, es preferible el oro a la sabiduría.
Lo sepamos o no, cada día escogemos entre riquezas y Cristo. Escogen la tristeza atroz de sus bienes las mafias que engordan con el sufrimiento de los pobres, las empresas que multiplican beneficios con la sangre de los trabajadores, los gobiernos que sanean cuentas pisoteando la dignidad de las personas, los privilegiados –el 10% de la población mundial- que nos hemos erigido en dueños de los recursos del planeta, y condenamos a vivir en la miseria a gran parte de la humanidad.
Esa opción que tan natural nos parece entre riquezas y Cristo, entre bienes y pobres, es el seno en el que se gestan la corrupción, la explotación, la violencia, la mentira…
Y a todo eso –mentira, violencia, explotación, corrupción- se supone que renuncio hoy, si oída la llamada del Señor, doy un paso en la comunidad y me pongo en la fila de la comunión; Dios habrá hecho posible lo imposible para el hombre: ¡que entremos con Jesús en el Reino de Dios!