Después de días de borracheras electorales, recortes, eres, incendios, guerras, catástrofes y la palabra crisis ciñéndose sobre nosotros con toda su contundencia… nos encontramos de lleno en la semana más santa del año. Tras todo lo vivido y conocido encontramos a la mayoría del personal mirando al cielo “con la boca abierta”… no pidiendo a Dios ayuda para atajar los grandes problemas de nuestro tiempo, no, sino para ver si llueve. No deja de sorprenderme el ser humano.
Jesús de Nazaret ha entrado en Jerusalén para asumir su destino, para cumplir “lo que estaba escrito”, para amarnos hasta el extremo, hasta dar la vida… no deja de asombrarme ese Jesús con miedo pero con fuerza, con tristeza pero sostenido, con ganas de orar pero sintiéndose solo, no deja de atraparme esa capacidad para entender y ponerse en el otro, para hacer de su vida una parábola generosa y fecunda…. no deja de entusiasmarme ese Jesús de Getsemaní, rodeado de somnolientos discípulos que no podían velar con Él, probablemente porque tampoco entendían las cosas como Él. Y aún así, misterio de los misterios, Jesús da un paso al frente y decide afrontar una muerte de cruz y de silencio.
La vida religiosa nace y crece impulsada por el Espíritu y por el deseo de seguir a Jesús más de cerca, de configurarse e identificarse lo más posible con Él. Este deseo, otras veces confundido con perfeccionismo, ha llevado a religiosos y religiosas a mostrar el rostro de Jesús más humano y más divino, a expandir su nombre y su misericordia por casi todos los lugares de la tierra… De todas estas páginas históricas y gloriosas, parece que queda poco que rescatar y mucho que agradecer. Sin embargo, esta gratitud no puede venir a confirmar una cierta inoperancia del momento presente. La vida consagrada puede también mirar al cielo sin saber qué pedir ni qué conviene, de caer en la narcótica realidad sin más preguntas… Pero Jesús, siempre Jesús el “que nunca duerme”, nos está alentando e invitando a dar un paso al frente.