Ese mundo se podría representar como un paraíso terrenal en el que todo es para el hombre y todo es don de Dios. Lo podríamos evocar también con la imagen de un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera, un mundo de muerte aniquilada, de lágrimas enjugadas de todos los rostros.
Lo mismo el paraíso que el festín remitirían a una realidad caracterizada por la abundancia y la gratuidad.
Pero la liturgia de este domingo pone el reino de Dios, el mundo nuevo, bajo el signo del pan escaso y compartido.
Lo recuerdo por si lo hubiésemos olvidamos: el domingo, por ser el día primero de la semana y el día octavo, es, con su eucaristía, memoria festiva y agradecida de Cristo resucitado, memoria del hombre primero de una humanidad nueva, memoria gozosa de una nueva creación, de un mundo nuevo iluminado con la luz sin ocaso de la resurrección del Señor.
Celebramos el domingo porque, resucitados con Cristo por la fuerza del Espíritu Santo, por la fe y los sacramentos de la fe, hemos entrado con Cristo en la nueva creación.
Ese mundo nuevo al que pertenecemos en Cristo, jamás dejarás de verlo como el reino de la abundancia y de la gracia: En Cristo hemos sido agraciados –bendecidos- con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Jamás dejaremos de verlo como el paraíso en el que nos ha colocado el amor de Dios.
Pero ese reino no debes dejar de verlo tampoco como el de la casa de Dios, el de la familia de Dios, el de los hijos de Dios, un reino, una casa, una familia, donde un pan compartido significa pan para todos, escasez que el amor transforma en abundancia simplemente con el gesto de dar y bendecir.
Porque compartimos nuestro pan, “Dios prepara casa a los desvalidos”; porque compartimos nuestro pan, “Dios da fuerza y poder a su pueblo”.
Ese pan compartido es un sacramento de misericordia, y quienes lo practican, alcanzarán misericordia.
Ese pan compartido es sacramento de nuestra vida entregada: Nadie guarde para sí mismo lo que para todos nos ha sido dado.
Sobre el pan de la misericordia, sobre el pan de vuestra vida, pronunciad, en comunión con Cristo Jesús, la acción de gracias, y después repartidlo. Cuando todos hayan comido y queden saciados, comprobaréis que todavía queda por repartir mucho más de lo que habéis dado.
El que dijo de sí mismo: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo”, reconocerá como suyos a los que, en la nueva creación, se han hecho pan para los hijos de Dios.