Nuestro mundo, nuestra gente, nuestra sociedad, nosotros mismos, somos calificados de muchas maneras. Los adjetivos descriptivos casi se agotan en un afán por clasificar, lo más exactamente, a esta sociedad de la segunda década del siglo XXI.
Estos días, tras varios encuentros con distintas personas, se me ha ocurrido intentar describir nuestro mundo como un mundo cansado. Todos hemos experimentado el cansancio, esa situación, sentimiento, estado de ánimo, a veces tan difícil de explicar o de encontrarle las causas que lo motivan. «Estoy muy cansado», escucho a menudo, y lo expreso yo mismo. El cansancio al que me refiero es el de hoy y el de antes de ayer: una especie de «cansancio nuevo, diferente, muy extendido», ¿patológico? Me decía un farmacéutico que se han incrementado las búsquedas de medicamento para atajar o paliar un cansancio que se vuelve crónico, instalado en el cuerpo y, sobre todo, en el espíritu. Mi médica de cabecera, buena amiga y mejor profesional, me comentaba el incremento de pacientes que se quejaban de un cansancio inexplicable y hasta «extraño». Y me decía que nunca, en sus muchos años de profesión, había tenido tantos «enfermos de cansancio». Porque quizás se trate de una enfermedad, o, simplemente, sea una enfermedad «nueva». Incluso jóvenes de 25 años -me decía textualmente- con la vida «medianamente resuelta», y sin aparentes motivos exógenos que expliquen ese «estado anímico», son pacientes frecuentes en su consulta.
¿A qué se debe este «cansancio nuevo», que ha irrumpido sutilmente en nuestra gente, en nosotros mismos? Seguramente habrá muchas causas, lógicamente algunas personales, consecuencia de una situación o un trauma puntual bien definido. Pero la gran mayoría no presentan esos «síntomas» que habitualmente pueden explicar tanto cansancio físico y psíquico. Porque se trata, quizás, más de un «cansancio mental» que de un cansancio fisiológico. Probablemente son las secuelas inesperadas de unos años especialmente complejos, inesperados, traumáticos para la gran mayoría de la gente. Qué duda cabe que la covid-19 ha dejado una rémora sutil pero real de desgaste psicológico, social, incluso cultural, hasta artístico y religioso. Una fatiga post-covid que desconocíamos cuando surgió la pandemia. Pero hay más causas, evidentes o más subcutáneas. Desastres naturales, inusitados y atípicos como inundaciones, sequías, tormentas insólitas, y hasta la prolongada actividad del volcán de la isla de la Palma. Todos con mascarilla como un símbolo de la prevención -y el miedo- a los contagios por aerosoles, a la contaminación atmosférica, a extrañas calimas que llegan hasta el mar Cantábrico… tsunamis, incendios, y un desfile de calamidades atmosféricas… Y finalmente, como guinda para este pastel que vino a romper la aparente calma sosegada, no sólo en Occidente, sino en todo el mundo: la invasión cruel de Putin en Ucrania, que nos sitúa a milímetros de terror ante una guerra mundial, probablemente nuclear, como nunca habíamos vivido, ni siquiera imaginado, desde la crisis de los misiles de Cuba o desde la dantesca Segunda Guerra Mundial.
Pero hay, tengo la impresión, razones menos razonadas, menos racionales, más profundas que las imprevisibles placas tectónicas que sirven de sostén a mares y continentes: es algo así, como una corriente cultural, cada vez más visible y apreciable, que lleva a un cansancio existencial, a un taedium vitae, a aquella «angustia» unamuniana, que también padecieron los filósofos y novelistas del lejano existencialismo ateo, con Sartre, Camus, y algunos más entre unas huestes más bien intelectuales y minoritarias. Da la impresión de que, -hablando muy en general- la gente ha perdido no sólo un sentido de vida que nunca habían ni buscado ni por tanto encontrado, sino algo más hondo: una especie de vida automática, telemática… ¡qué se yo!… algo así como un «sinvivir», un inmanentismo absurdo, medio estoico y medio epicúreo, en el que el único horizonte es consumir, «pasarlo bien», disfrutar… «quitarse la mascarilla» y, de esa extraña forma, recuperar la «santa libertad», como único bien o sentido plausible, pero sin saber ni entender en qué consiste realmente esa apreciada e inalcanzable libertad del «todo vale» que los sanitarios, los políticos, los científicos, incluso los «religiosos», pretenden acotarnos, mutilarnos, cercenarnos de cuajo con sus leyes, normas y consejos. Mientras tanto, en este mundo, por suerte y por desgracia, tan ampliamente globalizado, nos tejemos nuestra cúpula de cristal y nos blindamos en una falsa realidad analgésica y egocéntrica. Ya sé que esto no es un diagnóstico universal, ni siquiera tal vez mayoritario; la solidaridad y fraternidad con el pueblo ucraniano ponen en valor ese «corazón humano» que afortunadamente muchos conservan sano y comprometido con los más sufrientes y que equilibra lo dicho anteriormente. No quiero ser apocalíptico, o pensar que -como ocurrió al Imperio Romano y a todos los grandes imperios antiguos- estamos en una fase de autodestrucción, de implosión incontrolada de nuestra cultura, pero algo diferente está pasando, está gestándose, asoma sus narices, en nuestro Planeta, también cansado por nuestra tropelías y travesuras.
Habría que terminar pensando que la extradición, casi universal, de la hipótesis-Dios, no está ajena a este nuevo universo simbólico en barbecho, del sinsentido y el aburrimiento, del sinsentido como sentido que tal vez provoca, como un cáncer silencioso pero letal, el cansancio y hastío que mi médica me comentaba, cansada también ella, de tanto cansancio… ¿sin sentido?