La película me evocó una frase que Etty Hillesum escribe en su Diario: “No hay fronteras entre los que sufren”. El protagonista sirio, Khaled, y un refugiado irakí se hacen compañeros en la adversidad. Un finlandés un poco perdido encuentra sentido ayudando a Khaled, permitiendo que pueda mostrar sus dones cómo ser humano trabajando en su restaurante. Impotencia y ternura, burocracia y humanidad, frialdad y manos tendidas. El final de la película queda abierto y una mujer africana sentada en la misma fila me pregunta: “¿Cómo cree usted que acaba?”. La miro con sorpresa, pienso que también ha tenido sus sufrimientos secretos en el viaje hasta llegar aquí: “Va a acabar bien, seguro. Saldrá adelante”. Y me parece que se lo estoy diciendo a ella.
Inmersa en la escritura no me he dado cuenta de que el niño, que va a mi lado, sonríe. Ha estado leyendo lo que escribo y que lo he nombrado. Hablo con él sobre los niños en situaciones de guerra, pensando que no le falta de nada y que sus padres deben estar en otros asientos. Para mi sorpresa me narra que se separaron cuando tenía dos años. Desde los siete viaja solo en avión de Málaga a Madrid para estar con uno y con el otro, ahora ya tiene once y todas las semanas coge el tren. Al principio quería que estuvieran juntos pero ha comprendido que son muy diferentes y que es mejor así. Si él no me avisa se me pasa la parada. Qué pena que no podamos seguir conversando. “Me llamo Santi”, me dice. Le doy un beso. “Eres un chico precioso”, le digo yo. ¡Qué torpe! ¿Cómo no presentí antes que, detrás de sus pantallas, Santi también buscaba un poco de compañía y calor?