La Iglesia hoy necesita personas maduras que hayan crecido en la reflexión y la responsabilidad personal desde el encuentro con Dios. Y si el corazón de Dios es un misterio de compasión hacia las criaturas, lo decisivo -para hacer entrañable la historia humana- es acoger e introducir esta compasión en el mundo, que impulse la existencia hacia una vida más digna para todos, especialmente para los últimos de nuestro mundo.
Desde esta perspectiva, el creyente es el hombre de la compasión según el corazón de Dios, lo que algunos han llamado el homo responsabilis, aquel que siente la vida como don ante el cual es responsable, don ante el que responder, y nada es más responsabilizador como el amor y la compasión. Recibir amor incondicional conduce a dar generosamente compasión. Por ello, con toda certeza, “responsable” es la persona que el Padre, por amor, ha hecho capaz de estar delante de Él, y responder a su proyecto dejándose llamar y formar continuamente por Dios, como la arcilla en manos del alfarero, sin oponer resistencia a su plan amoroso. Y desde este proyecto de Dios, entregar lo recibido, introduciendo en la humanidad herida por tantos sufrimientos una cadena de misericordia y vida1.
Pero ¿cómo ser canal de la compasión de Dios en medio del ajetreo cotidiano, donde el “no tengo tiempo”, repetido tantas veces ante la multiplicidad de tareas que atender, se hace nuestra cantinela más asidua?
Introducir compasión en el mundo lleva tiempo, atención y paciencia. Quizás el quid de la cuestión no es siempre el exceso de actividades, sino sobre todo las actividades mal vividas, sin las motivaciones adecuadas, sin una espiritualidad que impregne la acción y la haga deseable. De ahí que las tareas cansen más de lo razonable, y a veces enfermen, robando nuestra atención a las personas. No se trata de un “cansancio feliz”, dice el Papa Francisco, sino que se convierte en un cansancio tenso, pesado, insatisfecho y no aceptado2.
Si miramos nuestro entorno, ciertamente entre los consagrados hay una preocupación exacerbada por los “espacios personales de autonomía y distensión” que conducen a vivir las tareas como un “apéndice de la vida”, como si las tareas no fueran parte de la propia identidad, expresión de nuestro ser. Y como si la compasión de Dios tuviera que llegar por otros cauces diferentes de la realidad cotidiana. Pero las tareas que desarrollamos cada día son la vía que muestran nuestra identidad, y canal de la compasión de Dios que se hace cercano al hombre, cercanía con la que nosotros cooperamos con nuestro quehacer diario, si es un servicio desinteresado, humilde y sin ambiciones mundanizadas.
En muchas ocasiones se confunde la vida espiritual con “momentos religiosos” que producen cierto alivio, pero que no alimentan el encuentro con los demás y el compromiso con el mundo. Así la persona consagrada termina por no ser feliz con lo que es y con lo que hace, y en consecuencia se debilita su entrega, tanto a Dios como a los hombres, porque ambas van intrínsecamente unidas.
Esta es la consecuencia de vivir en una cultura determinada, que nos envuelve a todos, y ante la cual no podemos cerrar los ojos para no ver, porque andar ciegos nos puede llevar a vivir lejos del seguimiento real de Jesús que impregne de “olor a Evangelio” toda nuestra vida.
Miremos con ojos bien abiertos nuestra realidad, y remarquemos -para no echar en olvido- los retos de hoy con que se nos desafía a crecer en una conversión continua hacia el Evangelio y a responder a su llamada.
Diagnóstico de la situación
Somos hijos de ésta época y nos vemos afectados -en mayor o menor medida- por la cultura en la que estamos inmersos, y que el Santo Padre llama sabiamente: “la globalización de la indiferencia” (EG 54). Casi sin darnos cuenta nos hemos vuelto incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, es más, no nos interesa cuidar del prójimo. Esta cultura nos anestesia y nos enferma de endurecimiento. El primer lugar lo ocupa lo exterior, lo inmediato y lo provisorio. Mientras hay un excesivo cuidado de la apariencia, la desesperanza silenciosa, el miedo y -en ocasiones- la desesperación se apoderan de muchos y la alegría de vivir se apaga.
Aparece así una humanidad adormecida, postrada en una tumba, sin aliento de vida y sin una meta noble a la que aspirar, caminando como en una espiral de inercia que conduce a ninguna parte. Este adormecimiento, no sólo se da en la sociedad que nos rodea, sino que se introduce en la Iglesia. Se desarrolla entonces lo que el Papa Francisco llama “la psicología de la tumba”, que poco a poco convierte a los cristianos en “momias de museo”, personas desilusionadas con la realidad, con la Iglesia y consigo mismos (EG 83).
El despertar de la alegría
Cierto que el análisis de la realidad por el Santo Padre hace reflexionar y tomar el pulso a nuestra vida de creyentes. Pero lejos del pesimismo estéril, la Exhortación Evangelii Gaudium alza la voz y nos grita: “La alegría del Evangelio es esa que nadie nos puede quitar (cf. Jn 6, 22). Los males de nuestro mundo –y los de la Iglesia– no deberían ser excusas para reducir nuestra entrega y nuestro fervor. Mirémoslo como desafíos para crecer” (EG 84).
¡Atención a nuestra mirada!, lo que nos rodea no son males sino desafíos. La mirada de fe es capaz de reconocer la luz de Dios en medio de la oscuridad. Se nos hace una apremiante llamada a descubrir nuevamente la alegría de creer y su importancia vital para todos. ¿La estamos acogiendo de verdad? Lo que urge hoy es levantarse de la parálisis y caminar hacia el bien, hacia el encuentro con el otro para acogerle entrañablemente.
No caminamos en la Iglesia con las botas de la prepotencia, sino con las sandalias de la ternura. El triunfo del cristiano es una cruz, pero se lleva con “ternura combativa” ante los embates del mal que nos aíslan en posturas defensivas3. Y el mayor embate es la desconfianza ansiosa y egocéntrica que quiere separar el trigo de la cizaña antes de tiempo (EG 85). Ver ya los éxitos y logros del trabajo realizado y ser nosotros los que determinemos qué es trigo y qué es cizaña. Lo que el Papa Francisco llama el “inmediatismo ansioso” que no tolera contradicciones, fracasos, críticas, espera y dificultades, en definitiva, rechaza la cruz.
Y sin embargo, la voluntad de Dios no va por ahí. Sino que nuestra fe está siendo desafiada en este momento que vivimos a “vislumbrar el vino en que puede convertirse el agua, y a descubrir el trigo que crece en medio de la cizaña” (EG 84).
¡Esta es nuestra alegría! No procede de grandes hazañas sino de pequeños pasos, en la confianza de que la Palabra acogida manifestará su potencia renovadora en el momento oportuno. Si queremos ser “comunidad evangelizadora”, y llevar en la piel el “olor a Evangelio”, necesitamos cuidar el trigo y no perder la paz por la cizaña. Cuando veamos despuntar la cizaña, no tener reacciones “quejosas y alarmistas”, nos dice el Santo Padre, sino saber celebrar y festejar cada paso adelante en el camino (EG 24). Sí, celebrar y festejar cada pasito, tanto los propios como los ajenos, es vivir según el corazón de Dios. Correr el riesgo del encuentro con el rostro del otro, con su dolor, con sus reclamos, con sus alegrías, y aprender, no sólo a llorar con el que llora, sino alegrarnos con el que está gozoso.
Jesús, vivo en su Palabra, tiene poder para renovar nuestra vida y nuestras comunidades, aunque atraviesen épocas difíciles de envejecimiento y limitación, nos exhorta el Papa, porque Él hace a sus fieles siempre nuevos, aunque sean ancianos (EG 11), ya que Dios ha prometido que: “les renovará el vigor, subirán con alas como de águila, correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse” (Is 40, 31).
Es urgente acoger con responsabilidad, dando respuesta y haciendo realidad, este deseo del Papa: “Invito a cada cristiano a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo, al menos a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso” (EG 3). Esto es, con un “cansancio feliz” lleno de la compasión de Dios.
Toda la Escritura está atravesada por una llamada constante a la alegría ¿Por qué no entrar también nosotros en este río de alegría? Sí, la alegría no se vive del mismo modo en todas las etapas y circunstancias de la vida, que a veces se vuelven muy duras. Pero hay que permitir que poco a poco “la alegría de la fe comience a despertar” (EG 6). Una alegría que brota de la certeza de ser infinitamente amados, más allá de todo.
Dejémonos golpear por los muchos interrogantes que suscita la bellísima Exhortación Apostólica de S.S. Francisco ¿Nos creemos que sólo gracias al encuentro -o reencuentro- con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestro aislamiento e individualismo, y hechos de nuevo capaces de Dios y de los hombres, abiertos a recibir y entregar alegría verdadera?
Nuestra sociedad egocéntrica debilita los vínculos interpersonales. Los cristianos que se abren al amor de Dios reconocen al otro, sanan heridas, construyen puentes, estrechan lazos y se ayudan mutuamente a llevar las cargas (Gal 6, 2). ¿Por qué no ser nosotros uno de esos cristianos con la marca del Evangelio grabada en el corazón?
Es posible que leyendo las preciosas invitaciones del Papa en su exhortación nos surja una cuestión: ¿cómo abrirse al amor de Dios que nos comprometa con una vuelta hacia el prójimo? Porque en el ser humano hay muchas resistencias a esta apertura, ya que conlleva olvido de sí mismo y donación sin recompensa. Estoy convencida de que la lectio divina es un valioso instrumento que Dios usa para realizar esta obra en nosotros, algo que por nuestro propio esfuerzo e inteligencia no conseguiríamos jamás.
Para los Padres, la Biblia es el lugar privilegiado de encuentro con Dios. Dios nos habla en la Escritura. Por eso la lectura orante es un camino por el que nos llega el corazón de Dios, un camino que va desde el conocimiento de uno mismo al conocimiento de Dios. Y también es una puerta por la que se nos permite entrar en la inteligencia de las cosas, con el sentido de leer desde dentro (inter-légere) los acontecimientos y la historia. Y desde este vivir desde dentro amar a la humanidad entera sin exclusiones, construyendo la “civilización del encuentro”.
Ya Gregorio Magno, en su comentario al profeta Ezequiel, expresó esta realidad: “Dios, por medio de las Sagradas Escrituras, habla sólo para esto: para atraernos a su amor y al amor al prójimo” (Ez 1, 10.14). Amor a Dios y al prójimo, el doble lazo que configura al ser humano y que nos introduce en la alegría del Padre de encontrar lo perdido.
Desde su experiencia de acercamiento a la Escritura, la lectio divina para los Padres no era un ejercicio aislado o meramente espiritual, sino que era el todo de la vida; tampoco era un ejercicio puramente intelectual sino que comprometía al hombre a convertirse, esto es, dejar de mirarse a sí mismo como centro para empezar a mirar a Dios y a los hombres; abrir así el horizonte en torno a nosotros cerrado por nuestro ego.
Los Padres subrayan enérgicamente la unidad entre lectura y existencia. Para ellos la Escritura contiene una respuesta universal e ilimitada para cada hombre en su situación concreta. Es un pedagogo excepcional, guía con seguridad a rudos y sabios, señalaba Gregorio Magno. Es como un río en el que puede andar el cordero y nadar el elefante. Las necesidades, los propósitos, los peligros, las ilusiones, las dudas, todo el mundo interior que lleva consigo el lector, al abrir el texto sagrado obtiene respuesta, una luz que le posibilita avanzar por la senda del bien, el discernimiento necesario en la vida para distinguir el bien del mal. Para ellos la lectio divina, más que mera espiritualidad, era escuela de vida.
Lectio divina, escuela de vida
Si leemos a los Padres, decía Martini, veremos que para ellos el proceso dinámico de la lectio divina no se para en la contemplación, ni ese es su fin último. De ella nace la consolación, y de ésta el discernimiento para vivir según el “agrado de Dios”4. Así lo había expresado antes san Pablo a la comunidad de Roma cuando les dijo: “Para que con la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza. Y el Dios de la paciencia y el consuelo os conceda tener los unos para con los otros los mismos sentimientos, siguiendo a Cristo Jesús. Por tanto acogeos mutuamente como os acogió Cristo para gloria de Dios” (Rom 15, 4-7)
Todo nuestro escrutar la Palabra gira entorno a estos dos vocablos: paciencia y consuelo. Paciencia que en el lenguaje bíblico entraña un permanecer bajo una relación personal5, la cual genera este consuelo de Dios6 o aliento que procede de estar cerca o junto a7una llamada8 a la bondad9 y a la belleza10, una llamada que es constante en la Escritura. Resuena tras este consuelo el aliento que recibió el profeta Jeremías cuando perseguido se queja a Dios y éste le responde: “Si sacas lo bello de lo vil serás como mi boca” (Jr 15, 19). Nos acercamos a la Palabra en la lectio divina para ser “boca de Dios”, para tener luz y poder sacar lo bueno y lo bello de la adversidad, y, dejando la queja, pasar a la bendición y a la alegría del Evangelio.
Así, viendo esta belleza de Dios en lo cotidiano, podamos, como dice San Pablo: “Acogernos unos a otros”11, acogida que literalmente significa: “ofrecer cobijo y comunión” al modo de Dios, tal como lo expresa el orante cuando dice en el salmo: “Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá” (Sal 27 (26), 10). Es el cobijo que San Pablo expresó en su himno a la caridad, un cobijo o una casa con cuatro paredes: todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta (1Cor 13, 7).
El discernimiento es para ir hacia el otro y dar cobijo, especialmente a los más excluidos de nuestro mundo. Por eso podemos decir que la lectio divina no es sólo una escuela de oración, sino mucho más, es escuela de vida. San Ambrosio sintetizó esta realidad diciendo que la lectio divina nos conduce a la práctica de las buenas obras, y la meditación de la Palabra de Dios nos hace caminar hacia la acción.
Leemos la Escritura porque de ella nace el discernimiento para que nuestras opiniones y acciones sean evangélicas, y seamos portadores de la alegría del Evangelio. Meditar para los Padres, no era sólo reflexionar, sino que la meditación trabajaba el deseo de poner por obra lo leído y rumiado, y posibilitaba así la acción de Dios12.
Y es que, el Dios que se revela en la Biblia no es ajeno a lo humano, ni da una respuesta teórica a la pregunta sobre el por qué del dolor del mundo. Simplemente se ofrece al hombre como “custodia”, es Aquel que guarda al hombre en el sufrimiento para que no desfallezca, y así mismo se ofrece como “seno” de este dolor para hacerlo germinar en frutos de vida, porque hace suyas las lágrimas de todos los rostros.
La Iglesia y cada comunidad nacen y se renuevan por el “hacer” y el “hablar” de Dios. Nosotros somos simples “cooperadores” de su hacer13. Y una forma de cooperar con Dios es como dice el orante: “Susurrar su ley día y noche” (Sal 1), es decir, permanecer en la vid para recibir el ser de Dios, su savia, y actuar en lo cotidiano siendo “custodia” para los demás, enjugando las lágrimas de todos los rostros.
Guardar, velar, proteger es en el alma bíblica la acción propia de Dios. Algo que el libro de Job expresa con gran belleza cuando dice: “Los días en que Dios me protegía, cuando su lámpara brillaba sobre mi cabeza… cuando Dios protegía mi tienda y Shaddai me acompañaba” (Jb 29, 1 – 6).
Como si un criado sostuviera en alto un candil para alumbrar en la oscuridad el camino de su amo, así Dios alumbra al hombre con su Palabra; es más, Él mismo es la lámpara para su pueblo (2 Sam 22, 29), y por eso podemos decir con alegría: “Y tu luz nos hace ver la luz” (Sal 36, 10).
Que en este año recién estrenado, crezca en nosotros, no tanto el temor a equivocarnos, como el temor a encerrarnos en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres y rutinas que nos hacen sentir tranquilos, mientras a nuestro alrededor hay una multitud hambrienta, no sólo de pan, sino de luz y de verdadera alegría, la que nos trae el Evangelio. Escuchemos de verdad a Jesús que nos repite sin cansarse: ¡Dadle vosotros de comer! (Mc 6, 37).
1. Cencini, A. “La gracia de la formación permanente. Homo responsabilis” en: Vida Religiosa nº 8/vol. 115. Octubre 2013.
2 Francisco, Exhortación Evangelii Gaudium. La alegría del Evangelio, n. 82, 24-11- 2013, Roma.
3. Newman, H., The Letters and Diaries of John Henry Newman, III, Oxford 1979, 204; cf. benedicto xvi, Homilia durante la Santa Misa de apertura del Año de la Fe (11 octubre 2012): aas 104 (2012) 881.
4. Martini, M., Al alba te buscaré. Escuela de oración, Estella (Navarra) 1991, 68-75.
5 Paciencia = hypomeno.
6 Consuelo = parakaleo.
7 Cerca o junto a = para.
8 Llamada =kaleo.
9 Bondad =kalós.
10 Belleza= kalía.
11 Acogernos = proslambano.
12 Leclercq, J., El amor a las letras y el deseo de Dios, Salamanca 2009.
13 Benedicto xvi, Meditación en la Hora Tercia de la primera congregación del Sínodo de los Obispos en la inauguración del Sínodo de la Nueva Evangelización, Roma 2012.