Escucha los latidos del corazón de Dios: “Oíd, sedientos todos, acudid por agua… Venid, comed sin pagar; vino y leche de balde… Escuchadme atentos… Inclinad el oído, venid a mí: escuchadme, y viviréis”.
Son imperativos de amor, mandatos de misericordia, una invitación apremiante a que entremos en el banquete de la alianza nueva y eterna que el Señor sellará con su pueblo.
Y tú, Iglesia de sedientos, acudes creyente a Cristo Jesús, y en él bebes un agua que salta hasta la vida eterna; acudes humilde a Cristo Jesús, y, en él, Dios se te vuelve gracia, plenitud de gracia, pura gracia.
Gracia es para ti el vino del Reino de Dios.
Gracia es para ti la tierra prometida, una tierra que mana leche y miel y en la que has entrado al ser bautizada en Cristo Jesús.
Gracia es para ti la eucaristía que celebras, el Cuerpo de Cristo que recibes, el Esposo al que estás unida para siempre en admirable comunión.
En verdad, Iglesia esposa de Cristo, Iglesia en comunión con Cristo, tus hijos hemos sacado aguas con gozo de las fuentes de la salvación.
A una sola voz, en una sola Iglesia, en el único cuerpo de Cristo, podemos decir con el Salmista: “El Señor es mi Dios y salvador… mi fuerza y mi poder es el Señor, el fue mi salvación”.
Eso es lo que tú dices del Señor. Escucha ahora lo que el Señor dice de ti.
En la voz de Juan, ya se habla de Jesús y de ti: “Detrás de mí viene el que puede más que yo… Él os bautizará con Espíritu Santo”.
Y te asombras de lo que vislumbras: Tú eres el cuerpo de Cristo. Tú eres el cuerpo de aquel que puede más que Juan el Bautista. Tú eres el cuerpo de aquel que bautiza con Espíritu Santo.
Pero aún es más sorprendente, asombroso, inefable y dulce el misterio que hoy se te revela, no ya en la voz de Juan, sino en “una voz del cielo”: “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto”.
Escúchala como la escuchó Jesús.
Guárdala como la guardó Jesús.
Déjate guiar por ella como se dejó Jesús.
Adonde vayas, irá un hijo de Dios, un predilecto de Dios.
Lo decimos de la Iglesia, cuerpo de Cristo; lo decimos de cada uno de los hijos de la Iglesia, miembros del cuerpo de Cristo: “Tú eres mi hijo, mi predilecto”.
Y cuando lo decimos, lo decimos unidos al Hijo único, al “Hijo amado, al predilecto de Dios”, a Cristo Jesús.
Ya nada decimos sin él. Ya nada sabemos de nosotros que no hayamos aprendido de él y en él.
Gritad jubilosos, hijos de la Iglesia: “Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel”.
Y que nunca deje de resonar en tu corazón la voz del cielo: “Tú eres mi hijo, mi predilecto”.
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