No hay convivencia posible sin la primera, lo sabemos bien. Necesitamos darnos una nueva oportunidad, cada vez, desmedidamente, sin que nos salgan las cuentas. Sin practicar el perdón no hay posibilidad de ir tejiendo vínculos sanos. Un perdón que abraza el presente de la persona y en ese presente le regala volver a confiar.
La segunda es el pan. Jesús se pasa comiendo la mayor parte de los pasajes: nutriendo otras vidas, compartiendo la mesa, invitando a comer… valorando el pan que se amasa en cada uno y haciéndolo bueno. Así se ofreció en el momento más difícil, dando gracias y con un trozo de pan entre sus manos abiertas.
La tercera toca el cuerpo de Jesús: el perfume. Podríamos pensar que esta sería prescindible, pero nos equivocaríamos. Si el pan evidencia nuestra hambre esencial y nuestra necesidad más primaria de amor y sustento, el perfume recoge ese anhelo de belleza y de gratuidad que es la mayor huella de Dios en nosotros. En el intercambio del perdón y del pan hay palabras, pero en las escenas del perfume –cuando las mujeres acarician el cuerpo de Jesús– solo hay silencio; silencio y gestos de ternura que algunos juzgan y que Jesús recibe y agradece.
Los tres son imprescindibles para el camino, por eso están incluidos en la oración del Padre Nuestro. Necesitamos pedirlos cada día: darlos y recibirlos ¿Y dónde está el perfume? os preguntaréis… Escondido en su Nombre (cf. Ct 1, 3).
El tiempo del verano quizás sea buen momento para preguntarnos: ¿cómo ando de estas tres “pes” en mi vida? Pido crecer en ellas y pido, sobre todo, poder agradecerlas más. Son un sencillo test para saber cuánto de Evangelio va calando en nosotros.