De este contrasentido puede venir una inseguridad que lleva a querer mantener lo propio a toda costa o a aferrarse a reliquias de cualquier tipo. Por eso, en nuestra sociedad resulta doblemente precioso cada gesto que abre paso, que suelta lastre, que regala esperanza y ¡hay tantos! Intuiciones e iniciativas compartidas, acciones pequeñas en cadena… tenemos ahí una llamada.
Cuando Isaías y Miqueas hablaban de forjar de las espadas arados y de las lanzas hoces –que es algo tan extraño como decir que la Congregación para la Doctrina de la Fe se convierta en el Dicasterio de las Bienaventuranzas o que un banco se convierta en inmobiliaria social–, pensaban que no sería un golpe violento ni la fuerza lo que cambiaría las cosas, sino la fascinación que el pueblo de Dios era capaz de ejercer.
Ambos entendían que todas las naciones acudirían a beber de las fuentes de la sabiduría de Dios, al ver cómo ese pueblo vivía en la paz verdadera, aportando una alternativa real para vivir.
Schillebeeckx decía que «la única reliquia auténtica de Jesús es la comunidad viva… que vive en su seguimiento, es decir, en memoria de su vida y su muerte, respondiendo como Él, a las nuevas situaciones a partir de una interna vivencia de Dios».
Una reliquia así: una comunidad con entrañas, que sabe de perdón y acogida, de desprendimiento. Accesible, sin bisutería añadida. Tocada por Dios, a quien mira para saber cómo y a dónde mirar, para saber qué hacer.
Si Jesús decía que nos reconocerían como discípulos suyos por el amor que nos tenemos unos a otros, ese parece ser el camino para seguir fascinando y atrayendo a las fuentes de la vida. Acaso falte, por duro que suene, recordar al provocativo Camus cuando decía que hay algo peor que el odio: el amor abstracto.
No es tiempo de guardarse, ni de andar por las ramas. Tremendo regalo, hermosa responsabilidad: cada pequeña comunidad tenemos un tesoro en el barro. Es tiempo de reliquias auténticas.