TESOROS EN UN DESIERTO…

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Ojalá sepamos descubrir los tesoros escondidos en el sufrimiento de tantas personas y tantas familias y, como consagrados, propiciemos que se multipliquen en la sociedad

(Fernando Millán Romeral, O. Carm.) Iba a titular esta colaboración con Vida Religiosa como “Algunas reflexiones tras el coronavirus” o “¿Qué podemos aprender del coronavirus?” o alguna pedantería semejante. Pero, cuando me paro a reflexionar un poco, pienso que es muy poco lo que sabemos y, menos aún, lo que podemos enseñar. Hasta la Real Academia nos ha dejado que usemos el masculino (ya extendido) para hablar del Covid-19, cuando lo correcto parece ser el femenino. No están los tiempos para una actitud “docente”, sino para una actitud de docta ignorantia a lo Sócrates o a lo Nicolás de Cusa… Sabemos poco.

Escribo esto en plena reclusión y cuando todavía no sabemos cuándo terminará este confinamiento, cuáles serán las cifras oficiales y qué huellas (económicas, sociales, psicológicas…) dejará esta pandemia en nuestra sociedad. Pero –pese a que todavía nos movemos en el ámbito de las suposiciones (no muy optimistas, por cierto)– creo que ya podemos meditar de algún modo sobre lo que estamos viviendo y de sus repercusiones para nuestra vida consagrada. Lo hago “con temor y temblor” porque creo que todos estamos ya un poco saturados de discursos, de frases, de análisis, de previsiones, etc… Por ello, cuando Gonzalo me sugirió participar en este proyecto de Vida Religiosa, pensé con toda sinceridad, que lo único que podía aportar era mi propia reflexión personal –muy personal– y sin pretensiones de ningún tipo. Y eso es lo que voy a hacer o, mejor dicho, es lo único que me atrevo a hacer.

Me contaron una vez en África que un hombre iba por el desierto y tropezó con algo duro, medio enterrado en la arena, que parecía una piedra. Lo sacó y se quedó sorprendido al ver un pequeño cofre con joyas, monedas de oro y plata y piedras preciosas. Reflexionó nervioso sobre qué hacer. Tras muchas cavilaciones decidió enterrarlo de nuevo. Tenía miedo de que le asaltaran por el camino y se lo robaran, de que las autoridades se lo requisarán, de que apareciera el propietario o incluso de que sus familiares más pobres, al enterarse de su hallazgo, le molestaran pidiéndole dinero. Al llegar a su ciudad, lo arregló todo y volvió con unos hombres de confianza a recoger el tesoro, pero la arena de las dunas del desierto se habían desplazado y le fue imposible encontrarlo de nuevo. Por ello, no debemos nosotros ni cerrar los ojos ni olvidar los pequeños tesoros que, en medio esta situación tan dolorosa y tan dramática, también estamos encontrando. Que las arenas del tiempo y de la banalidad, no nos los escondan de nuevo…

El tesoro del silencio

Además del terrible virus del Covid-19, en estas semanas de confinamiento hemos tomado contacto con otro virus que lleva años entre nosotros y que, sin ser tan letal, sí que afecta a nuestra vida, a nuestro ánimo y a nuestro corazón: el virus del ruido. El grupo cómico argentino Les Luthiers cuenta en uno de sus sketches más famosos que una vez le preguntaron a Warren Sánchez (el fundador de una secta) por el sentido de la vida. Y él respondió con tres palabras. Entonces toda la asamblea que espera a su líder queda en un silencio expectante, mientras que el narrador nos cuenta que las tres palabras eran: “¡Yo qué sé!”. Pues la verdad es que, a lo largo de esta crisis, he echado de menos gente sabia que responda como el caradura de Warren Sánchez: “¡Yo qué sé!”. Han sobrado expertos, expertillos, memes, críticas, tertulianos, profetas, intérpretes del apocalipsis, etc., etc. En Italia salió una especie de juego por Internet que consistía en que cada uno construyese su propia teoría de la conspiración. En la primera columna estaban los rusos, los chinos, los americanos, el gobierno, la oposición y hasta la propia suegra. En la segunda estaba una lista de posibles estrategias y en la tercera una serie de objetivos y finalidades perversas. Uno puede combinar un nombre de la primera columna con un ítem de la segunda y otro de la tercera y, de este modo, cada cual puede (entre muchas combinaciones posibles) elaborar su propia explicación de lo que ha sucedido. Si no fuera por la situación tan dramática que hemos vivido… tendría hasta gracia.

Es verdad que nuestra sociedad (que padece una especie de horror vacui) no está muy acostumbrada al silencio y a la quietud tan prolongada. Es lógico y hasta humano. De alguna manera teníamos que llenar el tiempo y los vacíos de estos días y, además, nos ayudaba a sentirnos conectados con los seres queridos y con amigos… pero quizás un poco más de prudencia (sobre todo, cuando metemos a Dios por medio) habría sido deseable.

He confesado muchas veces que me echo a temblar cuando oigo decir a alguien lo que Dios nos quiere dar a entender en ésta o esa situación. Siempre he rechazado la ligereza a la hora de ser portavoces de Dios, quizás porque corremos el riesgo de acabar convirtiéndolo en un muñeco de guiñol que dice lo que nosotros queremos y que trasmite nuestros miedos, nuestros prejuicios, nuestras opiniones personales y hasta nuestros odios. Una vez asistí a la ordenación de una amiga luterana en Islandia. En una de las primeras celebraciones de “la cena”, vi con curiosidad cómo, tras leer ella el Evangelio, un laico subía al presbiterio y con mucho cuidado le quitaba la casulla y la colocaba cuidadosamente en una especie de percha preparada para ello. Tras la homilía, el mismo laico subió de nuevo y de forma muy ceremoniosa se la volvió a poner a mi amiga. Cuando terminó la celebración le pregunté por el significado de aquello y ella me dijo que se hacía para que no se confundiera la opinión del pastor con la Palabra de Dios. En la homilía siempre se deslizan opiniones demasiado personales o prejuicios y valoraciones que no son “Palabra de Dios” y, por ello, el pastor en ese momento no viste la casulla de modo que –incluso de forma muy plástica– los asistentes distingan bien una cosa de otra. Pues, a veces, creo que también a nosotros (religiosos, clérigos, profesionales) deberían quitarnos la casulla, ceremoniosamente como en aquella celebración luterana, o incluso “a gorrazos” en otros casos más sangrantes.

La cosa no tendría mayor importancia si se limitase a una cierta superficialidad, imprudencia, banalidad o exceso de imaginación, pero es que en el caso de Dios (y no creo exagerar) a veces se roza la profanación o la blasfemia. Es verdad también que, por lo general, se ha predicado y se ha anunciado al Dios del amor y de la vida. Pero debemos estar atentos a las imágenes tan negativas (¡y tan falsas!) que se nos cuelan a veces como Evangelio (¡valga el oxímoron!) y a que no se le cuelgue a un monstruo o a un frío espectador sideral o a un vejete chalado… la etiqueta de Dios. Muy bien lo dijo Rainiero Cantalamessa en su homilía del Viernes Santo en la espectral basílica vacía de San Pedro: “¡Dios es aliado nuestro, no del coronavirus!”.

¿No podemos entonces hablar de Dios en esta crisis? Claro que sí. Podemos y debemos. ¿No podemos pensar, además, que Dios habla en estas situaciones? Pues también. Dios habla en todo. Esto nos lleva a una cuestión de teología fundamental muy profunda y que no puede ser tratada aquí con un mínimo de seriedad. Piénsese solamente en los famosos lugares teológicos de los que habló Melchor Cano, o en la célebre y sangrante controversia tras la Shoah acerca de si Dios permaneció mudo y si merece la pena creer en un Dios así.

Pero Dios habla a través de las mediaciones y actúa a través de las causas segundas. Y, en cualquier caso, el problema práctico no está en si Dios habla o no… sino, más bien, en si nosotros (entre nuestra algarabía, nuestros aspavientos, nuestras opiniones y nuestros gritos…) escuchamos a Dios. Y, para ello, hace falta silencio.

En mi tradición carmelita siempre hemos dado una gran importancia al profeta Elías, al que incluso hemos considerado como nuestro fundador o nuestro padre espiritual (pater et dux). Y, quizás por ello, nos viene inmediatamente a la mente el texto del primer libro de los Reyes, en el que el profeta descubre que Dios no estaba ni en el viento huracanado, ni en el terremoto, ni en el rayo… sino solo en la brisa suave (1Re 19,11-12). El silencio (fecundo, preñado de sentido, confesión humilde de nuestra pequeñez y de nuestro asombro), se convierte así en oración. Lo cantaba maravillosamente Juan Peña “el lebrijano” con unos versos de Caballero Bonald:

Unos le rezan a Dios, otros le rezan a Alá y otros se quedan “callaos” que es su forma de rezar.

Justo ahora que estamos en el tiempo pascual, no se nos debería olvidar (a mí el primero) que el Resucitado es el Crucificado, que el máximum de la revelación divina se dio en una cruz. Por tanto, si hay un lugar privilegiado en el que podemos escuchar lo que Dios dice, es en las víctimas. Elie Wiesel (un clásico de la literatura concentracionaria) cuenta en La noche que, mientras un adolescente se debatía entre la vida y la muerte en la horca del patio del campo de concentración, los prisioneros eran obligados a desfilar delante de él como escarmiento. Uno de los prisioneros tuvo como un ataque de histeria y murmuraba entre lágrimas y mocos: “¿Dónde está Dios? ¿dónde está ahora el buen Dios?”. Wiesel sintió una voz en su interior que decía “Ahí está, colgado, ahí está”.

Aunque la frase tiene muchas lecturas (Dios murió en Auschwitz), prefiero creer que Dios no podría estar en otra parte: ni en los verdugos, ni como un frío espectador que contempla lejano el drama, mientras decide si interviene o no, ni como un perverso pedagogo que nos enseña lo que es bueno, con siniestras lecciones de este tipo… Ese no es el Dios cristiano, que “pasando por uno de tantos… se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz”, como dice el célebre himno de la carta a los Filipenses. Pero no nos quedamos ahí. En ese mismo himno se nos dice también que a ese Jesús abajado, Dios lo levantó sobre todo y lo constituyó en Señor de la Vida, es decir, que la muerte no tiene la última palabra y que el Crucificado es el Resucitado. Quedémonos con esa esperanza en lo más hondo del corazón.

De hecho, se cuenta del mismo Wiesel que, muchos años después del holocausto, preguntó a un rabino famoso por su sabiduría cómo era posible creer en Dios después de Auschwitz, a lo que el rabino le respondió: “Después de Auschwitz… ¿Cómo es posible no creer en Dios?”.

De este modo, el tesoro del silencio (en el que resuena o, quizás mejor, se susurra la palabra de Dios) nos lleva también a la solidaridad, a la sensibilidad para escuchar los latidos de corazones que llevan ritmos diversos, a la compasión, al respeto, a la atención esmerada a los más débiles, a los que más están sufriendo esta crisis por diversos motivos. Y nos lleva a hablar, claro que sí. Nos lleva a “decir” y no simplemente a repetir palabras huecas y eslóganes politiqueros o pseudoreligiosos. Y evita la tentación de convertir este silencio en un cómodo refugio, en una huida de la realidad lacerante o en un pretexto para no implicarnos en la lucha contra el mal en cualquiera de sus formas…

El tesoro de la fe

Hace unos días le oí decir a un experto en sociología religiosa en una entrevista que “nuestra sociedad está probablemente más secularizada en la vida pública y en los medios de comunicación que en la realidad”. Algo de eso hemos vivido en estos días. Me han sorprendido algunos amigos no creyentes, medio creyentes, que no saben si lo son o no lo son, agnósticos o incluso indiferentes… que se han puesto en contacto con nosotros (“que tenéis más mano con el de arriba”) para pedirnos que recemos “o algo así”… por una persona enferma o incluso que recordásemos a algún difunto en la eucaristía. Cuando lo he contado posteriormente, siempre ha habido alguien que me ha dicho con cierta malicia: “a la fuerza ahorcan” o “¡es que cuando se le ven las orejas al lobo!” o alguna frase similar. Aunque así fuera, sería algo muy humano y –valga la expresión– “muy creyente”. Una persona se vuelve hacia Dios cuando no encuentra esperanzas humanas, cuando está, por tanto, desesperada, cuando no hay asideros, ni certezas, ni salidas… En el fondo (y aunque se pueda tratar en algunos casos de una fe incompleta, inmadura, interesada…), esta actitud encierra casi una proclamación de Dios como el omnipotente, como el que está por encima de todo lo humano, como el Señor (Kürios) de la historia, de la vida y de la muerte y del destino.

Puede haber en ello eso que algunos designan con cierto desprecio como “religiosidad natural” o (usando la expresión repetida por Unamuno en su Agonía del Cristianismo) “la fe del carbonero”. Puede haber falta de conversión auténtica y genuina al Dios del Evangelio. Puede tratarse (usando una expresión muy típica de cuando yo era más joven) de “una fe no comprometida”. Puede darse todo esto, pero no es difícil –por poca sensibilidad que se tenga, y por muy exigentes que seamos para hablar de verdadera fe–descubrir ahí una semilla, una fe incipiente o el rescoldo de una fe que pasó. Pero, al fin y al cabo, fe. Fe en un Dios bueno, fe en un Dios que no quiere esto, fe en el Dios del bien…

Y me han venido a la mente las semina Verbi de los Padres y los sacramentos de la ley natural de los medievales y de la hermosísima Plegaria IV en la que le pedimos al Señor que se acuerde de “aquellos que te buscan con sincero corazón”… y, más adelante, “de los difuntos cuya fe tú solo conociste”.

Nuestro Señor Jesucristo alabó la fe de la mujer cananea (“Mujer, ¡qué grande es tu fe!”) y la fe de la hemorroisa que –en un acto que más de uno calificaría de superchería milagrera– tocó su manto y quedó curada, y la del centurión, varias veces impuro, que tenía su criado enfermo y cuyas palabras repetimos (¡nada menos!) en la eucaristía: “Señor no soy digno de que entres en mi casa”… No perdamos nosotros este kairós para descubrir, admirar y aprender también de la fe de muchos que, en circunstancias normales, quizás no se manifestaría.

Es cierto que esa fe hay que purificarla, encauzarla, confrontarla con el Dios de Jesucristo, alimentarla e incluso evangelizarla (y uso todos estos verbos con mucho respeto y con mucha cautela). Pero también es verdad, y más si cabe en un contexto social y eclesial como el nuestro, que esa fe hay que cuidarla, mimarla, acompañarla, respetarla y aprender de ella, porque también el Espíritu habla a través de los alejados y de los que aparentemente no tienen nada que enseñarnos. ¿Cómo? Creo que muchos párrocos y agentes pastorales podrían responder mejor que yo: con diálogo, con afecto, con paciencia, no volando los puentes, sugiriendo, anunciando, agradeciendo, curando, compartiendo, desterrando tonos clericales o arrogantes… No es literatura. Cada uno de estos verbos tiene su sentido y supone un reto para nuestra pastoral. En fin, lo de Isaías que Mateo aplica a Jesús en el Evangelio: “No disputará ni gritará; nadie oirá su voz en las plazas. La caña cascada no la quebrará, y no apagará la mecha humeante hasta hacer triunfar el derecho… y en su nombre pondrán las naciones su esperanza”.

No quisiera terminar sin señalar otra fe que, en algunos casos, quizás sea todavía más implícita y más agazapada, pero que para mí ha sido un verdadero aldabonazo y una llamada a la humildad. Me refiero a la fe que late en el sentido del deber, en la profesionalidad, en la entrega tan generosa y heroica de tantos asistentes sanitarios, enfermeros, policías, soldados y trabajadores de muy diversos ámbitos que nos permiten seguir viviendo… También sacerdotes que de diversas maneras han estado ahí ayudando como mejor han podido. Que el ejemplo de los que han dado su vida así, en el servicio generoso, no sea estéril…

Quisiera haber comentado algunos tesoros más, pero estos son los que más me han impactado personalmente. Hay muchos otros tesoros escondidos de esta crisis, como en todo lo humano. Un drama de estas dimensiones saca a relucir lo peor y también lo mejor del género humano. Ojalá que nosotros, religiosos y religiosas del siglo XXI, como contemplativos, sepamos descubrir los tesoros escondidos y envueltos en el sufrimiento de tantas personas y de tantas familias, y, como consagrados, hagamos lo posible para que lleguen a multiplicarse en nuestra sociedad de un mañana incierto.