“Tengo que alojarme en tu casa”:

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Lo llamas “Dios mío”, “mi Rey”; lo confiesas “lento a la cólera y rico en piedad”; lo aclamas “bueno con todos, cariñoso con todas sus criaturas”. Ésa es la oración de tu fe; ésa es la fe de la que nace tu oración.
Aprendiste tu credo en las rodillas de la bondad de Dios, en los brazos de su ternura, en las páginas de la historia de la salvación. Aprendiste a Dios en la escuela de su Palabra encarnada, admirando pobrezas, escuchando parábolas, siguiendo los pasos del Reino de los cielos que venía a los hombres.
Hoy, antes de hacer tuyas las palabras del Salmista, dáselas al publicano Zaqueo, y escucha la música que tienen en sus labios: “Te ensalzaré, Dios mío, mi Rey… El Señor es clemente misericordioso… es bueno con todos”. Escucha también la música que el Salmo tiene si quien lo canta es Cristo resucitado: “Que todas tus criatura te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles, que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus hazañas”. Escucha la música del Salmo en tu asamblea eucarística, y pregunta a tus hermanos por el motivo de su canto; verás que es el mismo para ellos y para ti, pues todos hemos oído la misma invitación: “baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa”.
Cesará tu canto, pero no cesará esa música del corazón que es la alegría por la venida de Jesús a tu casa, por la entrada de la salvación en tu vida, porque te ha encontrado el que te ama.
Feliz domingo.

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