SYMPATHY FOR THE DEVIL (SIMPATÍA POR EL DIABLO)

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“¿Aquel al que la Biblia llama el gran acusador quién es? Es el diablo. Y los que se pasan la vida acusando, acusando, acusando, no diré que son hijos, porque el diablo no tiene ninguno, pero sí amigos, primos, familiares del diablo». (Papa Francisco Audiencia general en el Aula Pablo VI, Archidiócesis de Benevento).

Please, allow me to introduce myself… Rolling Stones  (Sympathy for the Devil, 1968).

(Juan M. González-Anleo). Admitámoslo: nos gusta bien poco que nos critiquen. La opinión que tenemos acerca del acto de crítica es quizás una de las más volubles de todas las que poseemos. Si filosofamos sobre ella en abstracto durante una amigable charla, lo más probable es que, antes de o después, terminemos llegando a la conclusión de que es uno de los ingredientes imprescindibles de los que disponemos para el aprendizaje y la (auto) superación. Si nos pilla en primera persona, aunque en frío, la cosa cambia, y lo más seguro es que achaquemos la crítica a la falta de conocimiento sobre nuestras circunstancias, nuestras motivaciones o nuestras intenciones… y ahí se queda todo. Pero si nos pilla en caliente… ¡ay si nos pilla en caliente! En ese caso se dejan a un lado las bonitas especulaciones y sencillamente le recordamos a nuestro crítico que es un hijo de… bueno, pues o del mismísimo diablo o de algún familiar cercano suyo. Todo lo anterior, hasta cierto punto, podría verse como algo “normal”. Ahora bien, si se descolocan los factores y, por ejemplo, mentamos a los familiares y amigos del diablo en frío… en tal caso quizás es hora de plantearnos, como se dice hoy tanto, “hacérnoslo mirar”.

Quienes me conozcan, o en persona o por mis escritos, de sobra conocen mi enorme admiración por el papa Francisco. Pero quizás haya sido esa admiración precisamente la que hizo que me sorprendiese (y chirriase) tanto el comentario sobre los que critican a la Iglesia y el diablo. Ni era el lugar, ni era el momento… ni tenía razón. ¿Hay críticos de la Iglesia que no tienen buena fe? ¿Quién podría poner eso en duda? Por descontado, los hay, y muchos. Pero cuidado: exactamente igual que lo anterior, tampoco puede ponerse en duda que la labor de criticar a una institución que, como hemos tenido oportunidad de ver ya en los artículos anteriores a este, ha perdido (y no consigue recuperar) el contacto con una gran proporción de la población, especialmente los jóvenes, y que muchas veces hace que los que antes fueron sus fieles se alejen en vez de acercarse a la figura de Jesucristo; esa labor de crítica, repito, es sin duda uno de los mejores servicios que puede hacerse a la Iglesia hoy en día. Surge entonces una pregunta muy sencilla: ¿Se permite, efectivamente, o incluso más allá, se ve con buenos ojos, hacer autocrítica desde dentro de la propia Iglesia?

Una de las asignaturas que he impartido con más entusiasmo en mi carrera como docente ha sido la de mi especialidad, psicología social… ¡qué preciosidad de asignatura! En ella se ven temas fascinantes como la construcción social de la realidad, la sumisión a la autoridad… o la autoconsciencia. ¿Nunca os habéis preguntado por qué somos conscientes de nosotros mismos, por qué podemos pensar en nosotros mismos desde fuera, como terceras personas? Muy pocas especies poseen este don, apenas seis o siete, pero todas ellas compartimos algo en común: nuestra fortísima naturaleza social. Y es que, efectivamente, para eso sirve la autoconsciencia, para convivir en sociedad, para juzgarnos a nosotros mismos antes de que lo haga el grupo y o tengamos problemas o, incluso, seamos expulsados de él, lo que a lo largo de millones de años suponía la muerte segura. Te miras al espejo una mañana y piensas: “estoy demasiado gordo” o “soy demasiado intransigente con los que me rodean”. Básicamente no estás haciendo otra cosa que juzgarte según unos baremos sociales antes de que puedas tener problemas en sociedad. Quienes, por un motivo u otro, han perdido esa capacidad de autocrítica, se exponen a ser criticados desde fuera y, por supuesto, al dolor que produce esa crítica (la neurología ha descubierto que es comparable a que te arranquen un miembro, ni más ni menos)…  Ahora, seamos francos: ¿quién suele decirnos las verdades como puños? ¿los amigos? Por desgracia, habitualmente no. La amistad, como ya subrayaba Aristóteles, es algo especialmente valioso en la vida del ser humano, pero desde luego no para hacernos despertar a nuestros errores y poder corregirlos. En este sentido, es interesante recordar aquella frase que le dice Vito Corleone a su hijo Michael en la fabulosa trilogía de El Padrino: “ten cerca a tus amigos, pero más cerca a tus enemigos”. No voy a ponerme a contaros anécdotas personales sobre este tema ahora pero hace muchísimo que llegué a esa misma conclusión. Creo, en efecto, que la crítica (y no creo en la cursi distinción entre “constructiva” y “destructiva”) es sencillamente imprescindible para poder corregir errores y, más allá, para poder aprender de ellos, superarlos y superar(nos) a nosotros mismos como profesionales y como seres humanos… y la llave para eso la tienen en sus manos nuestros enemigos más que nuestros amigos. ¡No les demonicemos! ¡no les cerremos nuestros ojos ni nuestros oídos! ¡Escuchémosles con atención, con mucha atención! Y sí… sintamos por ellos la justa simpatía que merecen por ser “portadores de la luz” y habernos hecho alzarnos sobre nosotros mismos y crecer (aunque no lo hayan hecho ni conscientemente ni, por supuesto, de buena fe).