“SUBIÓ AL CIELO”… EL PARAÍSO QUE NOS ESPERA

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1994

Tras su muerte y resurrección, Jesús entra en una nueva situación, en un nuevo estado o forma de vida, en un nuevo espacio, en una nueva e incomprensible temporalidad o eternidad. ¡A todo esto lo llamamos cielo!

El cielo… indefinible y misterioso

El cielo es indefinible, inimaginable, misterioso. Es una creencia, no una evidencia. Lo que aquí en la tierra percibimos, después de la muerte de un ser humano, es la descomposición progresiva de su cuerpo y la pérdida social de su memoria e influjo, incluso entre aquellos que le fueron más cercanos. Lo que imaginamos, movidos por nuestra fe, en el más allá de cada persona, es una situación misteriosa, postmortal, dirigida por el Dios misterioso.

Jesús empleó muchas veces la palabra “cielo”. Él nos decía que:

en el cielo se cumple perfecta y totalmente la buena voluntad de Dios.

El cielo es el trono de Dios o la sede de su dominio y su reinado (Mt 5,34; 23,22).

Él mismo había bajado del cielo y, por eso, se autodenominaba “Pan del cielo”.

Del cielo baja el Espíritu Santo, que se derrama sobre Jesús en forma de paloma, o sobre los discípulos y discípulas el día de Pentecostés forma de fuego y viento impetuoso.

Del cielo bajan los ángeles que anuncian y que consuelan, las voces de Dios que manifiestan el sentido de lo que acontece.

El cielo es el punto de referencia cuando Jesús o sus discípulos oran: “Padre nuestro, que estás en el cielo”, “levantó los ojos hacia el cielo”.

Unir cielo y tierra

El gran sueño de Jesús era unir cielo y tierra, interrelacionarlos, de modo que todo el cielo se hiciera presente en la tierra, la nueva Jerusalén en esta ciudad terrena. Jesús soñaba que todo fuera “así en la tierra como en el cielo”.

Podríamos dejar correr la fantasía para imaginarnos el cielo. Pablo nos advierte que

“ni el oído oyó, ni el ojo vio, ni el corazón humano puede imaginar, lo que Dios tiene reservado a los que ama” (1 Cor 2,9)

Cualquier ejercicio de imaginación podría convertirse incluso en una tortura, por nuestra incapacidad de imaginar lo que excede nuestras categorías de tiempo y espacio. Por eso, ¡no imaginemos lo inimaginable!, pero dejémonos caer rendidos y confiados en manos de nuestro Dios. En Él está nuestro misterioso futuro. Él nos asegura que algo hay en nosotros que nunca morirá y que tiene vida eterna: ¡es el amor, que nunca pasa y al que nunca renunciaremos!

Ascendió al cielo

Jesús ascendió al cielo. Allí está a la derecha de Dios Padre. Allí ha ido para seguir siendo nuestro salvador:

“Cristo ha entrado no en un santuario construido por hombres, sino en el mismo cielo para ponerse ante Dios, intercediendo por nosotros”, proclama hoy la segunda lectura. Jesús se ha entregado totalmente y “ha destruido el pecado con el sacrificio de sí mismo”.

Jesús ha inaugurado el camino que nos lleva al cielo. Por eso tenemos entrada libre al santuario celestial. Nos podemos acercar a la casa de Dios.

Jesús le dijo desde la cruz al buen Ladrón: ¡Hoy estarás conmigo en el paraíso! El cielo es un paraíso, el paraíso. Allí están localizados todos los sueños paradisíacos de la humanidad.

Jesús no nos abandona ni nos deja huérfanos. Desde allí nuestro buen Pastor cuida de nosotros, intercede por nosotros, nos prepara la morada. Desde allá viene y se hace presente entre nosotros como Señor que todo lo puede, que no se arredra ante nada. Desde allá, desde el cielo, viene en cada Eucaristía, en la Palabra, en la Iglesia-su-Cuerpo, en los hermanos que se aman, en los más necesitados que requieren nuestra ayuda.

¡Qué cerca tenemos el cielo! El cielo está de nuestra parte. En él tenemos nuestra morada, nuestro estado definitivo, nuestro destino irrevocable.

El cielo no es inaccesible. Estamos conectados al cielo. Sólo nos hace falta sensibilidad, capacidad de conexión. La oración, la contemplación, nos lo permite. La desconexión, sin embargo, nos lleva a olvidar ese futuro que nos espera y que ahora da sentido a nuestros “dramáticos presentes”. Aunque estemos enfermos, no estamos desahuciados. Aunque suframos, no es el sufrimiento nuestro último destino. Aunque experimentemos el infierno, este infierno es sólo antesala del cielo.

¿No es hoy un día para recuperar la sonrisa, y la esperanza y renovar nuestra loca confianza en el Dios que nos pide –como unos padres a su niñito que comienza a dar sus primeros pasos– que no temamos y que le sigamos?