Cuando tenemos el valor de soñar: “Vemos la realidad, discernimos y descubrimos ahí una señal de Dios. No pretendemos tener las respuestas, pero aplicando los criterios del Evangelio y sintiendo el impulso del Espíritu, el discernimiento nos deja escuchar la invitación del Señor y seguirla. Nuestra vida se vuelve, así, más rica y profética, y nos deja responder con una profundidad que sólo el Espíritu Santo nos puede dar”[1]
Reavivemos esta invitación a “soñar juntos” del Papa Francisco tras la pandemia, porque es lo que nos conduce a ver la realidad y actuar. Ciertamente, nuestra vida se vuelve más rica al soñar, no utópicamente como quien sube a las nubes, sino proyectualmente, como ha dicho el Papa Francisco en estos días a los cistercienses.
Esta riqueza nos viene dada por la voz de Dios, su invitación a salir hacia cosas grandes que resuena en los anhelos de los sueños, y acoger los deseos de los hermanos como perlas preciosas para edificar una fraternidad verdadera. De todos los sueños que he escuchado, creo que el más frecuente es el de “una fraternidad más auténtica”. Y sin duda, Dios está inspirando estos sueños que movilizan y nos ponen alas para avanzar.
Su voz resonó en los sueños de José, el hijo de Jacob, hace muchos siglos. Sus hermanos dijeron de él: “Por ahí viene el soñador. Vamos a matarlo” (Gn 7, 3s). Y aunque la vida de José dio un inmenso e inesperado cambio, -fue introducido en un pozo, y después vendido a un pueblo extraño-, los sueños no le abandonaron, ni la voz de Dios en ellos. Su sueño de fraternidad llegó a fraguarse más tarde en una realidad acrisolada en la historia, pero llena de belleza. El soñador fue el que hizo avanzar la historia cuando una gran hambruna parecía que iba a destruir a los pueblos.
El sueño de Dios siguió vivo en las generaciones venideras, y se manifestó también a los profetas, un sueño de armonía y paz entre todas las criaturas, donde el lobo vivirá con el cordero, la pantera se echará con el cabrito, y el león y el novillo pacerán juntos (Cf. Is 11). Este bello sueño, siguió vivo en la historia hasta llegar a la mesa de la Última Cena, en la que se oye la voz de Jesús que dijo: “Ardientemente he deseado comer esta comida pascual con vosotros” (Lc 22, 15), aunque sabía que uno le iba a vender, otro le negaría, y todos le dejarían solo en el momento de la hora. También resuena el sueño de Dios en esta mesa de Jesús cuando dice: “Que todos sean uno” (Jn 17, 20).
Dios sueña, Jesús sueña, soñemos juntos y veamos lo que anhelamos, y por tanto de lo que carecemos, para de verdad caminar juntos hacia la meta, hacia eso que soñamos, lejos de toda mediocridad, frialdad o desconfianza.
Toda la creación, y toda la historia, es una preparación de aquella Cena, en la que nadie se ganó el puesto, sino que todos fueron invitados, o mejor dicho, atraídos por el deseo ardiente que Jesús tiene de comer esta Pascua con ellos (DD 3-4). Y creo que este dejarnos atraer es lo primordial en los días que vivimos, tal como, desde su experiencia, un anciano monje -hablando de vivificar el carisma- dijo a los cistercienses:
“Siempre he estado convencido de que vivir un carisma significa buscar el sentido de todo lo que implica una vocación, buscar el sentido que late en todas las observancias y costumbres que, sin vivir el carisma, se convierten en los huesos secos de la visión de Ezequiel… El carisma no es un don para ser empujado, como si se empujara un carro lleno de oro delante de nosotros. El carisma es un don por el que uno debe dejarse atraer. No lo empujamos; nos atrae, nos absorbe. Y aquí me doy cuenta de que gran parte de mi cansancio en el ministerio, y el cansancio de tantos superiores, hombres y mujeres, en nuestras comunidades, proviene de esta posición errónea en relación con el carisma. La naturaleza del carisma es ser un don que atrae, y si nos empuja, lo hace desde dentro, comunicándonos interiormente la atracción de Cristo que nos empuja interiormente a seguirle…El carisma, siendo el don que es, la gracia de atracción que es, vive y revive sólo en la libertad”
Esto es obra de Dios, pero le abrimos la puerta para que entre si soñamos juntos. Dios está donde se le deja entrar. Y ¿qué es lo que le cierra la puesta a Dios? Estoy convencida, la indiferencia bloquea al Espíritu, no deja que veamos las posibilidades que Dios está esperando para ofrecernos, las posibilidades que desbordan nuestros esquemas y categorías mentales. La indiferencia no te deja sentir las mociones del Espíritu que esta crisis mundial debe provocar en tu corazón. Bloquea la posibilidad del discernimiento. La persona indiferente está cerrada a las cosas nuevas que Dios nos ofrece.
Entonces, ¿qué podemos hacer?. Podemos empezar a discernir, a ver posibilidades nuevas, al menos en las pequeñas cosas que nos rodean, o en lo que hacemos cotidianamente. Y entonces, dice Francisco, a medida que nos vamos comprometiendo con esas pequeñas cosas, empezamos a imaginar otra manera de vivir juntos, de servir a los otros. Podemos empezar a soñar un cambio real, un cambio posible.
Sentémonos a la mesa de Jesús atraídos por este deseo de comunión que Él tiene, que Dios tuvo desde el principio y que seguimos teniendo todos. Y soñemos juntos.
[1] Cf. Papa Francisco, Soñemos juntos. El camino a un futuro mejor, Madrid 2020.