Soñé que me quedaba en ti, mi Señor resucitado, como el sarmiento en la vid, como el amado en quien lo ama. Soñé que moraba en ti, que era bautizado en tu muerte, que me ungía tu Espíritu, y que contigo entraba resucitado en la vida de Dios. Soñé que en ti me perdía, hijo en el Hijo, y que allí me alcanzaba y me poseía el amor con que tú eres amado. Soñé que para mí no quería otro sueño, otra dicha, otra recompensa, otro cielo que no fueses tú.
Y tú, viniendo a mí, has hecho realidad lo que habías hecho deseo dentro de mí, pues yo permanezco en ti cuando guardo en mí tu palabra, cuando recibo el admirable sacramento de tu cuerpo y de tu sangre, cuando me visitas en los pobres que tu misericordia me ha permitido asistir.
Abre tus ojos, Iglesia de Cristo, y reconoce la presencia de tu Señor. El lector la recordará proclamando: ¡Palabra de Dios! El que preside lo declarará diciendo: ¡Cuerpo de Cristo! Y el Espíritu de Jesús te alertará cuando te cruces con el hermano necesitado.
No te sorprendas si a tu Señor lo encuentras pobre, magullado y roto, abandonado en el camino, echado al borde de una esperanza; no te sorprendas si lo ves emigrante, en las cunetas de la vida, que mendiga unas migajas de justicia y de pan, un puñado de arroz y de futuro; no te sorprendas si lo ves niño dormido en tus brazos: tú serás para él un lugar de ternura compasiva, y él será para ti el lugar de la salvación.
Tu palabra, Señor, y tu cuerpo, la eucaristía y los pobres, hacen realidad en tu Iglesia el cielo que le has concedido soñar.