Acabo de llegar de un viaje por Latinoamérica. Ciclos de conferencias perfectamente programadas. Público receptivo, buen ambiente. Mucha gente, muchísima. Auténtico clima de búsqueda. Personas de todas las edades y un profundo sentido de misión. Siempre me ocurre lo mismo y espero que siga sucediendo, aprendo mucho más de lo que pretendo enseñar. Me enseña la vida, la realidad de las personas que viven la verdad y quieren responder a la llamada de comprometerse más y más, dando vida.
Cuando alguien interviene en una sesión pública sobre crecimiento personal suele desvelar mucho más de lo que enuncia la pregunta. Suele apuntar a una parcela que frecuentemente no encuentra espacio para ponerle luz. Es muy notable y he visto cómo las personas se han sentido afectadas. Muchas decididas a asumir retos que tenían parados desde hace tiempo; otras han conseguido verbalizar algunas heridas que llevaban años sangrando en silencio. En conjunto, creo que se ha removido la esperanza porque pertenecemos a un Dios que no da nada por zanjado, nada por perdido o definitivamente agotado.
Sin embargo hay una cuestión que siempre me desconcierta. Es una sensación extraña, que como los envíos de Amazon, viene con un embalaje siempre idéntico: miedo y soledad. Envoltorios en los que frecuentemente se inscriben los procesos de crecimiento «abortados» en las personas. Sí, he percibido en algunos consagrados esas dos experiencias que paralizan. Una moneda, la misma, con dos caras. Ciertamente la soledad es la esterilización de la esperanza y cuando esta desaparece, la fuerza paralizante que nace es el miedo. Tengo muy claro que uno no está en la vida consagrada por miedo a la soledad ni, por supuesto, por miedo a la vida. Pero voy comprobando, también con claridad, que hay formas y fórmulas para disfrazar esa soledad. La ocupación, el sentido gregario de pertenencia, la esclavización de ritmos sin vida, el sentirte ocupado… que duda cabe que puede ser un placebo para llegar a pensar que no estás solo. Sin embargo, la vida es vida. Fluye, discurre, crece y se transforma… y tarde o temprano te enfrenta con la realidad de tu humanidad, con tu yo, tan necesario, para preguntarte por la verdad de tu corazón: qué das y cómo lo das. Cómo eres en verdad –como afirmaba el poeta– «un corazón lleno de nombres» o un corazón solo lleno de ti, de tu soledad.
Estoy revisando unos apuntes sobre liderazgo que se articularán pronto en un libro. Tengo la pretensión de cooperar con un liderazgo que atienda y entienda el corazón de las personas. Que no dirija, sino que escuche. Que inspire y que ore por la realidad, sin ficción ni artificio, ante la maravilla «encarnatoria» que es la realidad de cada vida. Estamos en un momento muy delicado. Mucho. No bastan máximas voluntaristas que recuerden lo que siempre fue, porque ya no es. No podemos gastar la mejor energía en sostener lo que no existe, tenemos que encontrarnos con la verdad que muchas veces, insisto, está envuelta en miedo, silencio y soledad, como acertadamente reza el título de un libro que todos conocemos (Salvatore Cernuzio, 2022) Cae el velo del silencio. Y no podemos seguir formulando y callando como si no hubiese caído. Y para esta tarea es imprescindible, por supuesto, la reflexión y el encuentro con Cristo que ama sanando y sana amando. El encuentro humano que fortalece y da sentido a la fraternidad y, la sinergia real, aquella que permite a cada persona entender que en las dificultades del camino no está solo. Que la tormenta es pasajera aunque dure en el tiempo, y un día volverá a salir el sol, porque estás dispuesto (o dispuesta) a permanecer a su lado.
La vida consagrada y la fraternidad no crecen desde presupuestos teóricos. Se hace real desde la experiencia inconfundible y evangélica del amor. Y conviene saber que el amor también duele, no es un sentimiento adolescente, ni se sacia con discursos o máximas, guiones, terapias o dinámicas… es una necesidad fundamental que ha de recorrer toda tu historia, tu vida y, para encontrarte con Cristo, la tienes que experimentar, verbalizar y compartir.
No parece que pinte mejor para las generaciones más jóvenes, leía en el diario El Mundo (08.02.2014) que los jóvenes se sienten solos. Dice el titular: Muchos seguidores, pero pocos amigos: uno de cada cuatro jóvenes se siente solo…Quizá fue lo que me impulsó a escribir estas líneas… Lo cierto es que me reafirma en la necesidad de convertir los espacios fraternos en espacios reales, en creer en la comunidad como vocación de amor y en la necesidad de que cada consagrado pierda el miedo y salga de la soledad. El seguimiento de Jesús ha de ser respirado, necesita espacio, vida y emoción compartidas. Lo virtual nos ayuda, pero no sustituye. Y hay «comunidades» de vida con menos vínculos que las redes sociales.