Que somos pocos, claro. Que estamos entre mayores, lo sabemos. Que es nuestro tiempo, efectivamente. Pero algo hay que hacer, porque a nosotros se nos ha llamado para vivir en esperanza.
Acabo de hablar con Sor Alicia, anda cuidando a su madre junto con sus hermanos. Está cumpliendo sobradamente con la obra de misericordia que está impresa en su regla de vida. Está ayudada y sostenida por su comunidad. ¡Bien! Luego, me llama Sor Isabel, que ha leído un artículo de nuestra revista y que quería saludar para “conectar”. Ella anda, en un asilo cuidando a los templos más necesitados de amor, los mayores, con su comunidad. ¡Bien!
Ni una ni otra son niñas, yo tampoco. Sin embargo, por la realidad religiosa de nuestra época nos toca ser jóvenes a los “cuarentaititis” y tener fuerzas para trabajar todo el día, humor para la pastoral, valentía para rezar con prisas y sorderas y paciencia para cenar sin sal con nuestros hermanos mayores. ¡Eso es fe! Sostenidos por Cristo hasta en lo más esencial aunque nos haya tocado saber cocinar, gestionar las cuentas de banco, cuadrar presupuestos, organizar horarios de empleados, atender un grupo de oración, hablar con el capataz de la obra del convento y sacar tiempo para preparar un retiro comunitario. Somos religiosos “sobradamente preparados” para lo que se nos brinde.
Hay un “pero”. Estamos en medio de las generaciones de nuestros hermanos de comunidad. Por delante muchos y mayores (que son los que más nos quieren y apoyan), en medio, varios (que son los que todo lo cuestionan y poco aportan) y, detrás, cuatro (repartidos por el universo mundo). Y ahí nos quedamos, en medio, con más fe que Abrahám la noche que miró las estrellas y no vio visos de descendencia.
Hermanos, nos necesitamos. Vamos, ¡yo os necesito! Es una constatación que hago después de veinte años de vida religiosa. Tenemos que relacionarnos, contarnos, escucharnos, apoyarnos… Es nuestra época. Y como el Señor nos ha llamado para vivir “en esperanza” es el momento de aglutinar esfuerzos. Los religiosos “jóvenes” tenemos que sabernos unidos, apoyados y acompañados. ¡Y más los varones! Sí, porque la tentación de secularizarnos y trabajar de cura parroquial es muy fuerte. ¡Cuántos buenos religiosos han perdido el horizonte de la esperanza porque se han sentido solos!
Hace unos días se lo decía a Gonzalo, nuestro director de la revista: No podemos permitirnos perder más hermanos, más hermanas. No es cuestión de encuentros, ni de jornadas, sino de ámbitos de escucha, de acompañamiento y de celebración. Sentirnos parte de algo más grande y apoyados por otros que, viviendo lo mismo, trabajan en otros lugares.
Que somos pocos, claro. Que estamos todo el día de hospital en hospital, manteniendo la obra donde estamos, sin tiempo para descansar ni ver a la familia y en tareas de gobierno. Pues sí. Pero en esto está la grandeza de ser signo y signo de esperanza