SIN SANTUARIO Y CON PAZ

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El evangelio del 6º domingo de Pascua ofrece una palabra de Jesús que es un gran estímulo para nuestra esperanza. Y la lectura del libro del Apocalipsis, ofrece una imagen que hace pensar que la presencia de Dios es omniabarcante.

La palabra de Jesús: “Si me amaráis, os alegraríais de que vaya al Padre”. Los amigos deben alegrarse del bien de su Amigo. Porque en este caso el bien de nuestro Amigo, es nuestro bien. El Padre, al que Jesús ha subido, es el destino que queremos alcanzar. En un mundo donde hay tristeza y vaciedad, los cristianos somos personas de esperanza. No de una esperanza cualquiera, sino de la gran esperanza que resiste a pesar de todas las desilusiones, la gran esperanza de que, a pesar de todas las frustraciones, mi vida personal está custodiada por el poder indestructible del Amor, la gran esperanza fundada en las promesas de Dios.

Jesús, que se despide con palabras de esperanza, nos deja en herencia la paz. La paz es fruto del Espíritu Santo, una consecuencia directa de la acogida del amor de Cristo. San Pablo dice a una de sus comunidades: “que la paz de Cristo reine en vuestros corazones” (Col 3,15). Necesitamos paz sencillamente para ser humanos, para acercarnos al otro, para evitar enfrentamientos y vivir en el amor. ¿Por qué es tan difícil la paz? ¿Por qué, incluso entre cristianos, hay enfrentamientos y agresiones? Solo si hay paz en nuestro corazón podremos sembrar paz a nuestro alrededor.

Por su parte, el libro del Apocalipsis, a base de símbolos, describe también nuestra gran esperanza, la esperanza de entrar un día en esa ciudad llena de la gloria de Dios. Pues bien, en esa ciudad no hay santuarios, porque Dios es su santuario. Nosotros solemos pensar que lo sagrado está dentro del templo y lo profano está fuera del templo. Curiosamente, la última página de la Biblia afirma que en la Jerusalén celeste, en el cielo, no hay ningún templo. En el cielo Dios no ocupará ningún lugar especial, porque allí ocupa todo el lugar.

También en este mundo Dios está en todas partes, pero no nos enteramos. No hay nada que no esté determinado por Dios. El silencio del monasterio es tan eco de Dios como el ruido de la calle. Son nuestros ojos cegados los que no alcanzan a ver a Dios en todas partes. Eso de que en el cielo no hay templo invita a los creyentes a discernir la presencia de Dios en lo concreto de la vida, en el trabajo de los hombres, en las protestas de los oprimidos, en las búsquedas y balbuceos de muchas personas, en el ansia de amor que algunos expresan de formas poco convencionales.

En el cielo no hay templo, porque Dios ocupa todo el espacio. Jesús dijo que a Dios ya no se le iba a adorar en ningún templo, sino en espíritu y verdad. Allí donde hay espíritu, donde hay verdad, allí está Dios. Este mundo no necesita templos, sino espíritu y verdad. Que las lecturas de este domingo nos estimulen a vivir en espíritu y en verdad, a vivir en paz, y alimenten nuestra esperanza.