Los dos en el Templo esperando lo prometido ya hacia tanto tiempo, lo que debía de llegar porque venía de Dios y Él siempre cumple sus promesas. Dos seres humanos ya con años a sus hijos espaldas pero con el alma todavía anhelante de novedad, de sorpresa, de dejarse hacer aunque ya parezca que todo está ya hecho.
Ana y Simeón, soñando por separado el mismo sueño sin saber que en el mismo día en el lugar donde creían que habitaba Dios (con Jesús veremos que solo estaba allí pretendidamente encerrado para un solo pueblo para una sola clase que se podía acercar) se iban a encontrar con la salvación.
Salvación de un niño que había nacido hace muy poco en un pesebre y que hoy es traído por sus padres para cumplir una tradición de intercambio con Dios (algo que su Hijo rechazará)
Y cual es su sorpresa cuando dos profetas aparecen y les cuentan que ese bebé es especial (ellos ya lo sabían). Pero no solo eso. También iba a cumplir los sueños de la humanidad que esperaba la esperanza cierta de las promesas de un Dios que siempre las cumple (y ellos solo lo intuían).
Y también que ese niño iba a ser bandera discutida, que iba a descubrir a muchos lobos vestidos de corderos que solo se querían aprovechar de un pobre rebaño siempre diezmado. Que incluso a ella, a su madre, un puñal le iba a atravesar el corazón cuando viese a ese bebé (para una madre siempre lo seguirá siendo) perseguido por ser puro amor.
Y ese amor, el de ahora, el de madre recién estrenada, sintió la primera punzada, intensa, de una amor amado derramado ya desde ahora. Tan hermoso y tan doloroso al mismo tiempo. Tan de sonrisa con lagrimas en los ojos… Como la de Simeón cuando dijo con los labios del alma al Dios de los sueños que ya se podía irse en paz porque sus ojos habían visto todo lo que anhelaban.