Siervos de Dios, siervos de todos

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En los escritos del Nuevo Testamento, la palabra “bautismo” aparece asociada a la muerte del Señor.

El día del bautismo de Jesús todas las miradas se vuelven a él, todas las palabras hablan de él.

Si nos fijamos en él, esto es lo que vemos: Vemos a un hombre, aún joven, que ha venido “de Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara”; vemos a un bautizado, uno más entre los muchos pecadores que, en aquel tiempo, se preparaban con la penitencia para la llegada del Mesías.

Se diría que has visto a un hombre cualquiera, a un pecador cualquiera, a un penitente cualquiera.

Y eso que ahora vemos en el Jordán es apenas sombra de lo que veremos el día en que a ese mismo hombre lo bauticen en la muerte. Entonces lo verás bajar hasta lo hondo, hasta lo último, hasta el abismo de la condición humana, hasta la muerte, y una muerte de cruz.

Eso es lo que vemos, porque eso es lo que él vivió: La verdad del hombre.

Aquel hombre, que se llamaba Jesús, lloró como tú, tuvo hambre como tú, se fatigó como tú, amó como tú, sufrió como tú.

Y de esa verdad dio testimonio el Gobernador romano Poncio Pilato cuando, en un día de pasión, señalando a Jesús coronado de espinas y cubierto con un manto color púrpura que se le pegaba a las brechas de la flagelación, dijo: “Aquí tenéis al hombre”.

Aquel hombre también murió como tú.

Ahora considera lo que el día de su bautismo se le reveló a Jesús y se te reveló a ti. Será algo así como ver las mismas cosas, pero desde los ojos de Dios: “Éste es mi Hijo, el amado, el predilecto”.

Esas palabras las oímos pronunciadas cuando Jesús, bautizado, salió del agua; pero puedes oírlas también mientras el Gobernador señala a Jesús, y dice: “Aquí tenéis al hombre”; y no te equivocarás si las escuchas pronunciadas al pie de la cruz donde Jesús moría, o dentro del sepulcro donde apresuradamente lo habían enterrado: “Éste es mi Hijo, el amado, el predilecto”.

De ese Hijo habla el profeta cuando dice: “Mirad a mi siervo… mi elegido… Yo, el Señor, te he llamado con justicia, te he cogido de la mano, y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones”.

Asombrosamente, misteriosamente, mientras se ilumina la vida de Jesús, se llena de luz también la nuestra: Porque Jesús viene para todos, ha sido elegido para todos, “para que traiga el derecho a las naciones… para que promueva fielmente el derecho… para que implante el derecho en la tierra”.

El siervo de Dios es al mismo tiempo el siervo de todos.

Pero aún has de considerar otro misterio, y es el de tu comunión por la fe con ese Hijo, con ese siervo. Recuerda las palabras del Apóstol: “Pero Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo… nos ha resucitado con Cristo Jesús, nos ha sentado en el cielo con él, para revelar en los tiempos venideros la inmensa riqueza de su gracia”.

En Cristo eres hijo. En Cristo eres amado. En Cristo eres predilecto. En Cristo eres luz. En Cristo has sido llamado con justicia a promover el derecho.

En Cristo somos siervos de Dios, siervos de todos.

Feliz bautismo con Cristo Jesús.