Siervos de Dios para el mundo

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Son muchos los que lo piensan: Dios se ha olvidado del mundo.

En su día, el teólogo, que no el incrédulo, se preguntaba por la fe en Dios después de Auschwitz.

Hoy es difícil no ver un horroroso, cruel y programado campo de exterminio en los territorios del hambre, en los caminos de la emigración clandestina, en el abismo sin fondo de la explotación del hombre por el hombre.

Conozco a muchos hombres y mujeres que dicen haberse apartado de Dios porque fue injusto con ellos: porque les ha quitado sin razón lo que más amaban, porque les ha puesto en la vida vallas insalvables, porque es cruel, despiadado, castigador.

En ese mundo de dolores evitables, es inevitable preguntar si Dios entiende de economía, si a Dios le interesan esos millones de niños que mueren cada año por desnutrición, si sabe de pateras y de mafias, si ha dejado el gobierno del mundo a los Gobiernos del mundo.

Y el teólogo vuelve a preguntar con el incrédulo si aún es posible la fe en Dios.

Sobre ese mundo de preguntas acerca de Dios caen las palabras de revelación que escuchamos en la eucaristía de este domingo: “El Señor me dijo: «Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso… Te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra”.

Es así de sencillo: El “siervo” que el Señor formó desde el vientre para que fuese suyo, él es la evidencia de que Dios continúa ocupándose de todos amorosamente.

No importa el nombre que a ese siervo le des. Son muchos los que le convienen. Puede ser “el profeta”; puede ser “el resto de mi pueblo”. Juan lo señaló así: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Tú lo puedes llamar “Jesús”, “porque él salvará a su pueblo de los pecados”.

Sea cual fuere el nombre que le des, ese nombre indica siempre que Dios anda atareado en los caminos del mundo, y que lo hace siempre por medio del hombre, lo hace siempre con recursos humanos. En las cosas de Dios, no hay magia: sólo es poderosa la fe, es decir, la disponibilidad del “siervo”  para la misión que Dios le confía.

Esa disponibilidad necesaria la encontramos expresada en el salmo, cuando decimos: “Aquí estoy. Como está escrito en ni mi libro: «Para hacer tu voluntad»”. Recuerdas con qué palabras manifestó su disponibilidad María de Nazaret: “Hágase en mí según tu palabra”.  Recuerdas cómo lo dijo en la noche el niño Samuel: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”. Recuerdas cómo lo dijo el Mesías Jesús entrando en el mundo: “Aquí estoy yo para realizar tu designio”.

No ofendas a Dios reclamándole magia.

Ofrécete a ser en el mundo el corazón con que él ama, las manos con que él trabaja, sostiene, acaricia, los ojos por los que él mira y se compadece, el siervo en quien él se hace evangelio para los pobres.

Ofrécete a ser en el mundo una presencia viva de Cristo Jesús.

No podrás ser él, pero podrás ser en él, podrás ser como él, podrás ser suyo.

No podrás ser él, pero podrás comulgar con él, de modo que a donde tú vayas, él irá, y a donde él vaya, tú irás.

No podrás ser él, pero podrás hacer tuya su palabra, tuyos sus sentimientos, tuya su misión, tuyo su destino.

No podrás ser él, pero todo en ti estará hablando de él.

No podrás ser él, ¿o tal vez sí? Sólo el Espíritu de Dios sabe a dónde nos está llevando.