¿SERÁ QUE NI LOS SOÑADORES Y SOÑADORAS SUEÑAN?

0
1479

La preparación para la Navidad, el Adviento, nos sostiene en la tensa espera de que el Salvador venga. Que llegue a nuestras tierras y a nuestras vidas. Que, en este tiempo de pandemia, llegue y sane los cuerpos y los corazones heridos en sus recuerdos y ausencias. Que sane nuestra fe, porque son muchas las palabras por decir y despedidas por celebrar.

Nos preparamos para una venida que necesitamos. El coronavirus nos ha desvelado en una debilidad todavía mayor que la que auguraban los «profetas de calamidades». Nos ha situado en estado de clamor y contingencia. En pocos meses, aunque no lo digamos, hemos descubierto fehacientemente que ya nada será igual. Y lo que es peor, no tenemos ni idea de qué será y cómo será.

En teoría, no hay mejor preparación para que la Navidad se convierta en el Todo. Nos hemos vaciado y seguimos vaciándonos. Todos conocemos próximos que nos han ido dejando, silenciosamente, sin oportunidad para el duelo que sitúe el dolor. Se suceden las informaciones y datos que minan, desde la raíz, la esperanza y la misión.

Son tiempos de paradoja, de ideas encontradas, de confusión y duda. Son tiempos de caos y en él se hace difícil que los itinerarios otrora fuertes aseguren los pasos y las decisiones. Continuamos posponiendo encuentros y decisiones; sosteniendo lo que hay con la esperanza incierta de que algún día deje de ser como hoy se presenta. Conjugamos el principio de «cuidarnos para poder cuidar» pero, de momento, estamos más en el cuidarnos. Vemos, sin embargo, que el mundo no para, como no se detiene el calendario. Avanzamos hacia un nacimiento de Jesús en tiempo de virus. Viene a la pandemia para quedarse y vivirla con nosotros, entre nosotros. Su nacimiento sigue siendo «cercanía de Dios» en tiempos de distancia social. Es celebración de venida con peros y distancias, pero es venida. En el «belén de la humanidad», como ha ocurrido en tantos diciembres pasados donde no se pararon las hambrunas, los bombardeos, robos y ultrajes, añadimos este año el miedo al contagio, las muertes del contagio, la soledad del contagio y el «contagio del contagio».

El contexto del miedo ha adormecido las expectativas. A veces parece que ya ni los soñadores sueñan. Se ha instalado la cautela. Es un tiempo de espera que ha cambiado la tensión por la resignación. En muchas comunidades, hinchadas de información, cifras y contagios, solo se espera el anuncio de una venida… la vacuna. En definitiva, el anuncio de que todo ha sido un mal sueño para poder seguir en lo que estábamos. Sin embargo, aquello en lo que estábamos se va reordenando. Lo que parecía un primer plano, pasa a ser decorado. Lo que parecía sustancial es accesorio, lo que motivaba el ardor y la vida, ha viajado en estos meses hacia el recuerdo de lo que solo es ayer. Este tiempo, «entre esperas», ha transformado nuestro concepto del tiempo y el espacio y ya no situamos tan fácilmente el compromiso y la misión en lo habitual… porque todo ha pasado a ser puntual, circunstancial, cambiante y profundamente frágil.

La raíz de la vida consagrada es su compromiso con la vida. Con un estilo concreto y unos rasgos bien definidos. Lo nuestro es la exageración y la desmedida porque inauguramos relaciones sin filtro ni rebajas; propósitos sin precio y sin méritos; celebraciones sin límite ni exclusiones. Nuestra vocación, que necesita contacto y relación, se ve ahora limitada a los deseos. Nuestra pasión siempre activa y despierta, se encuentra detenida o frenada a la espera de que se pueda. Nuestra justicia, al estilo de Dios, ha entrado en una parálisis burocrática porque, responsablemente, solo podemos sumar nuestra voz a los pocos gritos de compromiso que quedan en una sociedad con miedo . El mundo ha silenciado su protesta porque no se puede concentrar; la vida consagrada ha silenciado su profecía porque debe mantener la distancia social.

Así llegamos a la Navidad siempre desconcertante. Así nos asomamos al Misterio de cómo Dios irrumpe en la pobreza de la humanidad. Así, podemos llegar a entender que quizá el clima real de la Natividad no pueda ser otro que este de miedo y prevención. Incluso más, quizá podamos llegar a descubrir que el sentido y la verdad para engendrar y engendrarnos de nuevo, pase por saborear, desde el miedo, la palabra de verdad que Dios hizo nacer con nuestra vocación. Incluso más, quizá comencemos a entender que la felicidad de la Navidad es tan real como cuestionada se nos presente en este hoy. Porque la única seguridad es que lo que estamos viviendo, Él nace para vivirlo con nosotros.