Ser uno con Dios, con todos, con todo

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Son muchos los fieles que, a la hora de comulgar, se muestran incapaces de ser uno, y en un banquete al que todos han sido invitados para que, comiendo y bebiendo, hagan memoria de Cristo Jesús, memoria de su amor hasta el extremo, nos perdemos en opciones individuales innegociables: que si en la boca o en la mano, que si de pie o de rodillas, que si haciendo genuflexión o inclinación de cabeza, que si con los ojos abiertos o los ojos cerrados…

Con lo cual, con previsible escándalo de los pequeñuelos en la fe, de cuantos la tienen débil y de todos los llamados a tenerla, les hacemos entrar por los ojos nuestra falta de comunión, nuestro individualismo arrogante, nuestro narcisismo, nuestro elitismo.

A todos nos tientan formas de religiosidad que nos hacen sentir únicos, aunque nos alejen del ideal de unidad –del ideal de comunión- que es, desde el principio, el plan de Dios para la humanidad.

El salmo con que hoy respondemos a la palabra de Dios, es una bienaventuranza que canta la felicidad de la vida familiar. Aunque el salmista no pudiera intuirlo, nosotros podemos ver en sus palabras una anticipación de la felicidad de Cristo con su Iglesia, del esposo con la esposa: “Dichoso el que teme al Señor…Tu mujer como parra fecunda en medio de tu casa; tus hijos, como renuevos de olivo, alrededor de tu mesa”.

A su vez, el apóstol Juan hablaba de la vida de los fieles, cuando dijo: “Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud”; y nosotros, precisamente porque ésas son palabras que hablan de nuestra vida, las entendemos dichas también de nuestra eucaristía.

No hay eucaristía sin casa familiar, sin mesa familiar, sin el esposo con la esposa y los hijos en torno a la mesa. No hay eucaristía sin comunión en el amor, con Cristo y con todos.

Dios es amor”, y sólo el amor es digno de Dios: sólo la comunión en el amor da testimonio creíble del amor que es Dios.

No cabe otra forma de ser cristiano, que no sea la de amar como Cristo nos amó. El apóstol Pablo lo dijo así: “Si queréis darme el consuelo de Cristo y aliviarme con vuestro amor, si nos une el mismo Espíritu y tenéis entrañas compasivas, dadme esta gran alegría: manteneos unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir. No obréis por rivalidad ni por ostentación. Cada cual considere humildemente que los otros son superiores. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás. Tened entre vosotros los sentimientos de Cristo Jesús”.

En el juicio sobre nuestras vidas, no se nos preguntará por una correcta formulación de los dogmas, sino por el amor –de nada nos servirá la ortodoxia, si no tenemos amor-. En aquel juicio, no se nos preguntará por la liturgia, sino por el amor –de nada nos servirán las genuflexiones, las inclinaciones de cabeza o de cuerpo, las esclavitudes y las ofrendas, si no tenemos amor-: “Tuve hambre, y me disteis de comer… Tuve hambre, y no me disteis de comer…”.

La fe en un Dios que es amor, hace que, con nuestro Dios, entren en nuestra vida nuestros hermanos de fe, la humanidad entera, la creación entera.

La fe en un Dios que es amor, hace que seamos uno con Dios, uno con nuestro Señor Jesucristo, uno con el cuerpo de Cristo que es la Iglesia, uno con los pobres en los que Cristo sale a nuestro encuentro, uno con todos, uno con todo…

Ser cristiano es siempre cuestión de amor y de comunión.

Feliz domingo.