Este verbo tiene la friolera de 15 acepciones en el diccionario de la RAE. Y Jesús carga de significado a este verbo polimórfico cuando tres personas salen a su encuentro (dos respuestas y una propuesta).
El primero es alguien que emocionado le dice (como también Pedro dirá que no lo negará nunca) que lo seguirá a dónde quiera que vaya. Y Jesús da una respuesta dura: los zorros y los pájaros tienen más hogar que él mismo. Ese hogar que es tranquilidad y seguridad, abrigo y calor, defensa y cobijo. Jesús carece de todo ello, no tiene siquiera un lugar donde reclinar su cabeza. Es cierto que Jesús no era un asceta, pero también es cierto que carecía de esas zonas «seguras» y descanso donde poder refugiarse de las inclemencias de los seres humanos, de los cansancios y de las decepciones. No es el lugar físico (habitaba en casas como lo hacemos nosotros) sino el estar siempre abierto a las «molestias» (quizá mejor «anhelos») de los demás. Jesús es esencialmente excéntrico: fuera del centro de sí mismo o con otro centro distinto a sí mismo.
El segundo personaje recibe la propuesta de seguimiento de parte del mismo Jesús. Pero este le contesta con una urgencia, con un deber sagrado: «Deja primero ir a enterrar a mi padre». Y Jesús excéntrico, en este caso extravagante, le responde que los muertos entierren a sus muertos y que lo primero es anunciar el Reino de Dios. Una oposición entre muerte y Reino, una urgencia desmedida e ilógica porque se impone la prisa de un tiempo que ya está vencido y acabado. Es el Jesús más apocalíptico (entendiéndolo como creencia de que los tiempos son terminados y de que Dios ya está en la historia agotándola y cumpliéndola). Es el Jesús del tiempo del Padre que es capaz de pronunciar las Bienaventuranzas y de hacer todo lo que hizo porque ya no hay más que tiempo de Dios. Es esa confianza plena en que el que va a completar todo sin dilación es Dios, aquí y ahora. Por eso la muerte ya no tiene cabida porque el Reino de la vida está presente.
Y el tercer personaje que le dice que quiere seguirle le pone la condición de ir a despedirse de su familia. Otro deber lógico, algo que nadie se plantea como imposible. Pero Jesús le responde que no se puede mirar atrás y arar al mismo tiempo. No es la renuncia por la renuncia, ni el desamor o el desapego frío y cómodo. Si en algo cree Jesús es en el amor. Es, otra vez, la urgencia de lo que no se puede posponer porque no depende de los cálculos de nuestras vidas sino de un Dios que ya está actuando en un Reino desconcertante.
Estos tres dichos de seguimiento muchas veces fueron empleados (y lo son) como refugio descontextualizado de desapegos fríos y cómodos bajo capa de piedad, si se toman sin la razón que los provoca: ese Reino que ya está aquí y que es de Dios, de su urgencia en el anuncio, de esa excentricidad en el olvido de uno mismo en favor de los demás. Y lo que es fundamental, un Reino que es entrega incondicional y amorosa a los otros, no recovecos de autosuficiencia o autocomplacencia, de regodearse en lo que se dejó como trofeo a exhibir. No es dejar, es el ciento por uno de una entrega que es regalo que no mide ni exige reciprocidad. Es, una vez más, desbordamiento de Dios en los demás.
La vida religiosa en España necesita encontrarse con espacios de radical evangelio y tiempos de radical oración y celebración para vivir el Amor de Dios fraterno.