viernes, 29 marzo, 2024

¡SANTIAGO Y CIERRA ESPAÑA!

J.-GarmillaSe acerca ya la festividad del apóstol Santiago, patrono de los pueblos de España. Y el conocido lema que da título a este post, me viene rondando por la cabeza desde hace unas semanas. Sobre todo por lo de “cierra”. Por lo visto es un grito de guerra muy antiguo, que ya se empleó en la batalla de las Navas de Tolosa. E incluso el Hidalgo Don Quijote, tan de prestancia en este año conmemorativo, lo expresó en algún momento, para escándalo o perplejidad de su buen escudero Sancho.

Lo de cerrar y abrir son algo más que dos verbos que todos sabemos qué significan. Por eso, el famoso grito bélico es casi un pretexto para “abrirnos” a lo que puede esconderse, solapadamente, en la voz de marras. Intuyo como un trasfondo filosófico, o psicológico, o casi existencial detrás de él; detrás de lo de abrir y cerrar. Dos acciones, por lo demás, inocentes y frecuentes en nuestro día a día. Pero tal vez no sean acciones tan ingenuas o superfluas como acabo de expresar. Nos preocupa que muchas cosas “estén cerradas” en el día a día. No nos marchamos de casa sin cerrar la puerta o cualquier acceso a la misma; nos preguntamos o nos preguntan: “¿cerraste el coche en el aparcamiento?”; “¿has cerrado bien las ventanas para que no entre aire?”; “cierra esa puerta que hay corriente?”. Hasta aquí todo normal, lógico, diario, anodino incluso.

Pero descubro gentes un tanto obsesionadas con lo de cerrarlo todo. Incluso, “dejarlo atado (cerrado) y bien atado (bien cerrado)”. Gente que ha hecho de la llave, una especie de talismán imprescindible, un objeto simbólico casi elevado a la categoría de sacro, la llave es “la clave” de muchas cosas en su vida diaria. Gente en exceso preocupada para que todo esté siempre cerrado y bien cerrado, incluso los objetos o cosas más insignificantes. Los llaveros son decisivos: son el objeto sacro donde llevamos las “claves” de nuestra vida diaria. ¡Pobres de nosotros si se nos pierde o extravía! Nos quedamos indefensos, desconcertados: entonces, todo “se nos queda cerrado”, y “nos quedamos fuera”. ¿Fuera de qué? Quizás fuera de nosotros mismos, “fuera de sí”…. decimos.

Vivimos en una sociedad de llaves y llavines, de trancas y retrancas, de cierres de seguridad y alarmas por si alguien abre lo que sólo nosotros estamos legitimados a abrir. Nos molesta tener “las cosas abiertas”, las puertas abiertas, los armarios abiertos, las fincas abiertas, las carteras abiertas. Pero también nos incomoda tener las iglesias abiertas, los planes y programas abiertos, los proyectos abiertos, las ideas abiertas, las manos abiertas, la mente abierta, el corazón abierto. Ciertamente, el verbo “abrir” es sospechoso, produce inseguridad, miedo, posibilidad de intromisión ajena, riesgo de contrastes, de intercambios, de novedades que se nos cuelen en el entramado cerrado que nos hemos fabricado con  tanto esfuerzo.

Mientras tanto, Francisco nos pide una “Iglesia de puertas abiertas”. Porque una “Iglesia en salida” (expresión afortunada que muchos usamos sin profundizar excesivamente en los “riesgos”, suspicacias y “peligros” que comporta), supone, como es obvio, una Iglesia “abierta”… ¡abierta para poder salir, digo yo! Y comienzan las contradicciones, las inquietudes, los miedos, los fantasmas. ¡Si ni siquiera somos capaces de mantener físicamente abiertos los edificios que tenemos, sobremanera los templos, ¿cómo  pretender otras aperturas de mente, de ideas, de corazón, de planteamientos, de estructuras! ¡Las “cosas” (materiales o no) están más seguras cuando están “cerradas y bien cerradas”; blindadas y en cajas fuertes, a ser posible. Algo bien sencillo: me decía un cura amigo hace unos días, que después de mucho darle vueltas a cómo dejar el templo físicamente abierto todos los días sin que peligraran los tesoros artísticos, patrimoniales, o el Santísimo Sacramento, expuestos al latrocinio o la profanación, consiguió que al menos una capilla tuviera acceso directo al exterior para que la gente pudiera entrar a rezar un rato. El “invento” le costó muchas desavenencias con algunos: ¡apareció una colilla en el suelo, un perrito se orinó junto a una silla y hasta aparecieron unos cromos infantiles tirados por el suelo! Solución: plantearse de nuevo que el templo estuviera siempre cerrado. Los riesgos de estar abiertos son siempre más que los riesgos de estar cerrados. Al menos a simple vista, al menos de tejas abajo, al menos de momento, al menos para que no nos manchen, nos profanen, nos desordenen lo que está tan bien ordenado desde hace tanto tiempo!

“¡Santiago y cierra España!”. “¡San quien sea y cierra Iglesia!” ¡Si nos resulta casi imposible que nuestros templos estén abiertos, cuánto más arduo nos es que seamos nosotros quienes permanezcamos abiertos! Abiertos a la vida, a los demás, a los distintos, a los marginales, a los sospechosos, al cambio, a quienes  ”nos invaden”, a quienes  nos perturban o nos hacen dudar, a quienes pueden traer  ”otras cosas” que nos conturben, nos infecten o nos contagien. ¡Hay que permanecer aislado, en cuarentena constante!  También a quienes, cansados de la vida, puedan sentarse a echar un cigarro en una capilla solitaria y conversar un poco con el Jesús confidente y sanador. Incluso a un perrito callejero a quien nadie enseñó nunca que en un templo no pueden entrar, y mucho menos hacer pipí.

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