SANACIÓN DE LA MEMORIA IV (PROPUESTA DE RETIRO)

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(Carlos Gutiérrez Cuartango). Algo decisivo y radical que está profundamente grabado en nuestra memoria enferma, es el lugar desde el que nos movemos, el principio vital que nos moviliza. Es decir, desde dónde y por qué surgen nuestras motivaciones, actitudes, comportamientos, deseos, búsquedas, pretensiones, ideales, proyectos, comparaciones, expectativas, prejuicios, suposiciones, identificaciones, etc.

Para una vida como la nuestra este planteamiento es ineludible. Somos peregrinos a la búsqueda del rostro del Dios vivo. Tenemos por guía el Evangelio. Este contexto nos expone a una situación permanente en la que nuestros móviles más profundos van a ir sufriendo duros golpes. De esta manera el proceso de purificación de nuestras motivaciones será continuo y desestabilizante. Pero todos estos golpes tenemos que verlos con la confianza de que es Dios quien está llamando a la puerta de nuestro corazón, para que caigamos en la cuenta de que vivimos en el país de la desemejanza, salgamos de la tierra de la esclavitud a la conquista de la tierra de promisión en la que viviremos a imagen y semejanza del Creador, como hijos de Dios. Es necesaria una lectura de fe, para poder interpretarlo como el camino que debemos recorrer en esta historia de salvación que, guiada por el Espíritu del Señor, vamos escribiendo y editando día tras día.

Muchos de los temas y de los problemas que hemos ido viendo a lo largo de los sucesivos retiros mensuales, hunden sus raíces precisamente en las tendencias básicas a las que a continuación voy a referirme.

El hombre encorvado

Los autores cistercienses de la primera época, acuñaron una terminología muy sugerente para hablar del hombre superficial, centrado en sí mismo, cuya memoria está enferma, y del hombre interior, descentrado de sí mismo y centrado en Dios. Al primero le denominaron el hombre encorvado y al segundo, el hombre erguido. Utilizando la terminología freudiana, podríamos decir que el hombre encorvado es el que se rige por el principio del placer, y el hombre erguido el que se conduce por el principio de realidad. Los sociólogos apuntan que el principio del placer está más arraigado en las generaciones más jóvenes, al menos en lo que se refiere al mundo occidental.

¿Qué significa que actuamos movidos por el principio del placer? Quiere decir que consciente o inconscientemente, buscamos sentirnos bien, tener buenas sensaciones, experimentar buenos sentimientos, tener buenos pensamientos. Es como si lo único importante es ir viviendo sin que nada nos perturbe, nada nos incomode y nada nos moleste. Es bueno todo aquello que me produce placer, que me resulta satisfactorio y que es gratificante. Esto es lo que busco. Todo lo que perturbe e incomode, es indeseable. Por lo tanto, se niega el conflicto, los problemas, las oscuridades, lo negativo, las zonas oscuras, etc. Los criterios y clasificaciones que aplico a lo largo del acontecer de mi vida, están marcados por este principio.

Fijémonos que viviendo de esta manera pasamos por la vida huyendo de muchísimas cosas: personas, acontecimientos y decisiones. Vivimos buscando refugio. Necesitamos estar protegiéndonos de todo aquello que pueda hacernos daño o que pueda producirnos dolor. Tenemos un miedo increíble, y hasta irracional, al sufrimiento.

Y esto afecta a todas las dimensiones de la existencia. La vida espiritual progresa también en el mismo sentido. Veo al Señor parcialmente: Jesús es el Cristo glorioso, vencedor del dolor y de la muerte. Es el taumaturgo que es capaz de curarlo todo por arte de magia. Solo siento su presencia cuando experimento consolaciones. No puedo entender las desolaciones. Su silencio es insoportable y mucho más su ausencia… y cuanto más su cruz. ¡Cuántas veces acudo al Señor para que me solucione los problemas, para esquivar las adversidades, para evitar el sufrimiento, para pasar a través de los conflictos sin tener que enfrentarme a ellos, para que Él tape u oculte todo lo que me disgusta!

De esta forma he convertido al Señor en un “dios tapagujeros”, que me sirve porque me proporciona bienestar y comodidad, suaviza todo lo áspero, allana todo lo escabroso, y que, en definitiva, siempre que le pido me concede aquello que necesito y deseo: lo que a mí me gusta.

Desgraciadamente, o mejor dicho, “gracias a Dios”, uno no puede vivir así durante mucho tiempo porque, quiérase o no, la realidad se impone: si me gustan, las cosas son como son; y si no me gustan, las cosas son como son. El Señor no va a poder mantenerme protegido, indefinidamente, en una urna de cristal, al amparo de los acontecimientos, de las personas, de la vida.

Precisamente es todo lo contrario: Dios está siempre conmigo, de mi parte, a mi lado, amándome incondicionalmente, como un Padre a su hijo, apostando por mí en todo momento… pero, y esto es muy importante, no puede vivir mi vida, no puede sustituirme en la peregrinación que solamente yo puedo realizar. La vida solamente la puedo vivir yo; el camino solo yo puedo andarlo. Él solo puede estar a mi lado sosteniéndome, animándome, motivándome en el duro y trabajoso arte de vivir, de responsabilizarme, de hacerme cargo de mi propia vida. El Señor es el Dios vivo y verdadero, Dios de vivos, no de muertos.

Un padre y una madre son realmente padres para mí, no cuando paternalista y protectoramente procuran que yo sea siempre un niño. Realmente es cierto que hay muchos padres que hacen esto. Pero tenemos que reconocer que la misión de un padre que se precie de ser lo que tiene que ser, es la de enseñarme y procurarme lo necesario para que sea una persona adulta, libre, autónoma, capaz de ser responsable, de hacerme cargo de la vida, de afrontar la realidad con coraje y entrega, lo bueno y lo malo, lo positivo y lo negativo de la vida. Y esto, por supuesto, sin dejar de estar a mi lado sosteniéndome y queriéndome, proporcionándome el anclaje vital que necesito.

Esto de lo que venimos hablando ocurre en la vida normal, en el ciclo vital (nacer, crecer, desarrollarse, deteriorarse y morir), en la evolución psicológica humana: es necesario dejar de ser niños para convertirnos en seres adultos. En este paso es en el que podremos evaluar la correcta o incorrecta tarea de los padres.

Pero todo esto ocurre también en nuestra vida de fe y en el itinerario de la vida consagrada: tenemos que ir dejando de ser niños para irnos transformando en religiosos adultos, en cristianos cabales y en seres humanos de verdad. Así como en el proceso evolutivo de los ciclos vitales el niño va transformándose en adulto en la medida en que va abandonando el principio del placer y movilizándose por el principio de realidad, de la misma manera ocurre en el proceso espiritual y en la vida consagrada: es preciso e imprescindible aprender a vivir según el principio de realidad, y desaprender a movernos solamente por el principio del placer.

El hombre erguido

Preguntó el Maestro a sus discípulos si sabrían decir cuándo acababa la noche y empezaba el día.

Uno de ellos dijo: “Cuando ves a un animal a distancia y puedes distinguir si es una vaca o un caballo”. “No”, dijo el Maestro. “Cuando miras un árbol a distancia y puedes distinguir si es un mango o un anacardo”. “Tampoco”, dijo el Maestro. “Está bien”, dijeron los discípulos, “dinos cuándo es”. “Cuando miras a un hombre al rostro y reconoces en él a tu hermano; cuando miras a la cara a una mujer y reconoces en ella a tu hermana. Si no eres capaz de esto, entonces, sea la hora que sea, aún es de noche”.

El hombre erguido es aquel que vive según la óptica evangélica, lo cual le permite y capacita para ser honrado con la realidad. ¿Qué significa y qué implicaciones tiene vivir según el principio de realidad? Cuando nos alineemos con el principio de realidad seremos cristianos y religiosos adultos porque comenzaremos a manejaros en la vida con soltura, a afrontar el gozo y el sufrimiento, la vida y la muerte, los consuelos y las desolaciones; seremos adultos, o iremos en esa dirección, cuando aprendamos que la vida tiene sus límites, sus defectos, sus lagunas; cuando sepamos que en cada uno de nosotros y en todos existen luces y sombras con las que hay que saber convivir, aceptar y amar. Seremos adultos cuando asumamos con realismo y cariño que la vida comunitaria no es una vida angélica, sino humana y hasta demasiado humana en muchas ocasiones.

Es difícil ir comprendiendo y asumiendo que las cosas no son ni totalmente blancas, ni totalmente negras; son grises. Es duro ir penetrando en el misterio de nuestra fe (ya les pasaba a los primeros creyentes) y creer con adhesión en el Señor Resucitado que es también el Crucificado, aquél cuyas llagas y cuya pasión sigue, y seguirá siempre presente entre nosotros, hasta el final de los tiempos.

Por lo general dividimos a las personas en dos categorías: la de los santos y la de los pecadores. Pero se trata de una división absolutamente imaginaria. Por una parte, nadie sabe realmente quiénes son los santos y quiénes los pecadores; las apariencias engañan. Por otra, todos nosotros, santos y pecadores, somos pecadores.

En cierta ocasión, un predicador preguntó a un grupo de niños: “Si todas las buenas personas fueran blancas y todas las malas personas fueran negras, ¿de qué color seríais vosotros?”.

La pequeña Lucía respondió “Yo, reverendo, tendría la piel a rayas”. Y así tendría también la piel el Reverendo, y los Mahatmas, y los Papas, y los santos canonizados.

Un hombre buscaba una buena iglesia a la que asistir y sucedió que un día entró en una iglesia en la que toda la gente y el propio sacerdote estaban leyendo el libro de oraciones y decían: “Hemos dejado de hacer cosas que deberíamos haber hecho, y hemos hecho cosas que deberíamos haber dejado de hacer”.

El hombre se sentó con verdadero alivio en un banco y, tras suspirar profundamente, se dijo a sí mismo: “¡Gracias a Dios, al fin he encontrado a los míos!”. Los intentos de nuestras santas gentes por ocultar su piel rayada muchas veces no tienen éxito y siempre son fraudulentos.

Es costoso y arduo descubrir que el amor que va teniendo calado, es siempre un amor crucificado, es decir, un amor que en muchísimas ocasiones requiere: renuncias, abnegación, sacrificios, incomprensiones, paciencia, gratuidad, etc. Recordemos el bellísimo himno al amor de 1Cor13,4-7: el amor es paciente, es afable; el amor no tiene envidia, no se jacta ni se engríe, no es grosero ni busca lo suyo, no se exaspera ni lleva cuentas del mal, no simpatiza con la injusticia, simpatiza con la verdad. Disculpa siempre, se fía siempre, espera siempre, aguanta siempre.

Sería fatal entender el amor crucificado como una obligación, como algo impuesto. Si es así la garantía de éxito sería nula. Las personas adultas en la fe creen en ello por convicción, porque es un valor, porque han aprendido que el amor es un amor crucificado, o si no, no es amor. Y no podemos olvidar que los cristianos siempre contemplamos la cruz desde la experiencia de la resurrección, de la gloria: desde la experiencia profunda, desde la certidumbre, desde la convicción inviolable de que mi vida es vida para la comunión, es vida para los demás, es vida eucarística, es decir, que sólo tiene sentido cuando se entrega partiéndose y repartiéndose en bien de los otros. Ésta es nuestra verdad más auténtica, lo que verdaderamente somos, lo que estamos llamados a ser, lo único que puede hacernos felices, aquello a lo que Dios nos destinó desde el principio de la creación: a ser hijos de Dios, conformados a imagen de Cristo Jesús.

No podemos olvidar que el Señor Resucitado ha derramado sobre toda la creación su Energía de Vida Nueva que todo lo llena. La dinámica pascual no elimina la oscuridad ni destruye lo negativo, lo asume y lo unifica todo recapitulándolo en una visión unificada de la realidad, en la que el Resucitado se enseñorea inmortal y glorioso. El Resucitado tendrá por siempre las señales del Crucificado, y el Crucificado será ya por los siglos el Resucitado. Comprender esto vitalmente, por pura Gracia, es la sabiduría pascual. Necesitamos saborear que cada instante, sea cual sea su contenido, está lleno de la presencia de Dios y supone la posibilidad de la comunión con Dios. El místico sufí Rumi expresa muy bellamente esta sabiduría que conduce a vivir con fluidez: “El ser humano es una casa de huéspedes. Cada mañana un nuevo recién llegado. Una alegría, una tristeza, una maldad, que viene como un visitante inesperado. ¡Dales la bienvenida y recibe a todos! Aun si son un coro de penurias que vacían tu casa violentamente. Trata a cada huésped honorablemente, él puede estar creándote el espacio para una nueva delicia. El pensamiento oscuro, la vergüenza, la malicia, recíbelos en la puerta sonriendo e invítalos a entrar. Agradece a quien quiera que venga, porque cada uno ha sido enviado como un guía del más allá”.

El hombre dolorista

Es otra versión, quizás más sutil, del hombre encorvado. Habíamos comentado que el hombre encorvado se movía regido por el principio del placer. Ahora tendríamos al mismo hombre encorvado pero guiado por el principio del dolor. Los sociólogos señalan que normalmente está más arraigado en las generaciones mayores, al menos en la sociedad occidente. Pero no es exclusivo de estas generaciones, pues podemos encontrar uno u otro, indistintamente, en ambas generaciones.

Los que se movilizan por este principio suelen tener una moral estricta, rigorista. En este caso lo que vale, lo que tiene mérito es todo aquello que supone sacrificio, renuncia y abnegación. Queda marginado y hasta excluido de la vida y de la persona todo lo luminoso y placentero, todo lo lúdico. Padecer o morir, pudiera ser la frase que resumiese la actitud vital de estas personas ante la vida. Su espiritualidad es una espiritualidad dolorista y hasta masoquista. Fácilmente pueden caer en la perversión de buscar el dolor por el dolor, el sacrificio por el sacrificio. La vida es para estas personas un valle de lágrimas en el que de continuo se arrastra una pesada cruz.

Está en el extremo contrario del grupo que se conduce por el principio del placer. Pecan por exceso de responsabilidad: son personas hiperresponsables, es decir, que no pueden permitirse ningún fallo. Son perfeccionistas, y en ello ponen todo su empeño. Se consideran responsables de muchas más cosas de las que en realidad tendrían que hacerse cargo. Son estrechas de miras; intolerantes e intransigentes consigo mismas y con las demás.

Tienen casi siempre mala conciencia como manifestación externa de un arraigado sentimiento de culpa. Llaman conciencia de pecado a lo que llanamente habría que llamar sentimiento de culpabilidad. En el fondo, la vida es para ellos una reparación interminable: tienen que estar haciendo méritos para no sentirse culpables. Son personas reprimidas, constreñidas, sin capacidad de gestos de ternura, comprensión y misericordia. La mitad de su vida está marginada e ignorada, y con el paso del tiempo, por no ser asumida, irá convirtiéndose en un monstruo terrible que supondrá una amenaza permanente.

Dios es para ellos el celoso guardián de una moral estricta, que premia a los buenos y castiga a los malos (¡y a los buenos si se despistan!). Este dios nunca se satisface de méritos y acciones. Señala siempre con el dedo lo que hacemos mal. No nos permite reír, jugar, divertirnos, es decir, todo aquello que pertenece a la dimensión lúdica de la vida del ser humano. Como un policía, está al acecho de la mínima falta; es juez que condena, censor que prohíbe e inquisidor que suprime la vida. Por eso vivir así no solo resulta muy duro, sino, incluso, insoportable. Se encuentra en el régimen de la Ley, expuestos a confundir la espiritualidad con la ideología o las creencias. Persisten en la idea de que se puede llegar a Dios por el propio esfuerzo. Pero no se puede llegar a Dios por el propio esfuerzo. Lo paradójico consiste en que todo esfuerzo nos lleva a constatar que solo con él, nadie puede ni hacerse mejor ni llegar a Dios. No podemos lograr solos el ideal que amamos. En un momento dado llegamos a tocar techo en nuestras posibilidades y a comprobar allí que fracasaremos irremediablemente y que únicamente la gracia de Dios puede cambiarnos.

En la vida de las personas que se conducen según este principio, tarde o temprano tiene que producirse una crisis profunda, porque la dimensión lúdica, que no se puede ignorar ni eliminar, va exigiendo cada vez más derechos y va ganando más terreno, de tal suerte que la oscuridad va adueñándose irremediablemente de sus vidas. Y hasta es posible que su noche oscura pueda incluso ser una época de ateísmo; pero no hay que preocuparse, porque es un ateísmo liberador de ese dios intransigente y juez.

Hay una sentencia teológica clásica que dice que lo que no es asumido, no puede ser redimido. Y la dimensión lúdica exige su derecho a ser tenida en cuenta, a ser asumida, a ser integrada en la opción fundamental que se ha tomado, la opción hecha por la vida consagrada.

Dichas personas necesitan destensarse, relajarse, reconciliarse con sus zonas oscuras, con su sombra, con su parte lúdica. Necesitan no tomarse tan en serio, dejar de creerse el ombligo del mundo, dejar de ser dios para sí mismas porque es su moral y no la de Dios quien marca las pautas de lo bueno y de lo malo. Necesitan, en definitiva, dejarse amar por el Dios Bueno, Clemente y Misericordioso, el que hace llover sobre justos y pecadores. Necesitan conocer al Padre del hijo pródigo, aquél que perdona hasta setenta veces siete, a ese Dios de los evangelios que nunca entendieron y que más bien les resultó siempre escandaloso.

Entró un hombre en la consulta del médico y le dijo: “Doctor, tengo un terrible dolor de cabeza del que no consigo librarme. ¿Podría usted darme algo para curarlo?”. “Lo haré”, respondió el médico. “Pero antes deseo comprobar una serie de cosas. Dígame, ¿bebe usted mucho alcohol?”. “¿Alcohol?”, replicó indignado el otro. “¡Jamás pruebo semejante porquería!”. “¿Y qué me dice del tabaco?”. “Pienso que el fumar es repugnante. Jamás en mi vida he tocado el tabaco”. “Me resulta un tanto violento preguntarle esto, pero…, en fin, ya sabe usted cómo son algunos hombres… ¿Sale usted por las noches a echar una cana al aire?”. “¡Naturalmente que no! ¿Por quién me toma? ¡Todas las noches estoy en la cama a las diez en punto, como muy tarde!”. “Y dígame”, preguntó el doctor, “ese dolor de cabeza del que usted me habla, ¿es un dolor agudo y punzante?”. “¡Sí!”, respondió el hombre. “¡Eso es exactamente: un dolor agudo y punzante!”. “Es muy sencillo, mi querido amigo. Lo que le pasa a usted es que lleva el halo demasiado apretado. Lo único que hay que hacer es aflojarlo un poco”.

Lo malo de los ideales es que, si vives con arreglo a todos ellos, resulta imposible vivir contigo.

Una vez que henos descrito los diferentes perfiles psicológico-espirituales, tendríamos que añadir lo siguiente: resulta muy frecuente comprobar en la vida diaria, en nuestras comunidades, que conviven juntos en la misma persona tanto el principio del placer como el principio del dolor. Y como podéis suponer, esta realidad conduce con gran facilidad a llevar una vida dividida, cuando no, una doble vida. Lo que suele ocurrir es que estas personas, movidas por lo que venimos llamando, el principio del dolor, se ponen un techo demasiado alto, hasta excesivo; son metas para superhombres y supermujeres. Encima, para colmo, creen encontrar en la vida consagrada la horma de su zapato, suponiendo que en la vida religiosa tienen que reprimir toda su dimensión lúdica. Estas mismas personas, por el principio del placer, se sienten escindidas ya que para atender a las demandas de la parte lúdica tienen que hacerlo de una forma oculta. Por otra parte, como lo normal es que no puedan responder a las demandas porque la imagen que dan hacia afuera es la de ser religiosos observantes, intachables e impecables, todo eso saldrá hacia afuera en forma de amargura, envidia, comparación, prepotencia, dominio, implacabilidad, intransigencia, intolerancia, falta de misericordia, etc. En definitiva, una vida triste, que es una triste vida.