jueves, 2 mayo, 2024

Salir

El Evangelio del hijo pródigo (como se suele denominar) es uno de los que recogen mejor la esencia de nuestro Dios Padre. Jesús dibuja una historia para hacernos caer en la cuenta de que el Padre siempre está más acá de lo que nosotros nunca llegaríamos a intuir siquiera.

Es ese Padre que sale. Y lo hace por dos veces: una (realmente ya está fuera esperando) cuando llega su hijo pequeño, el desgraciado que le pidió la herencia matándolo en vida. Y otra cuando el otro hijo, el fiel y cumplidor, no quiere entrar en la casa porque está celoso y dolido con su padre.

Son dos maneras de salir.

La primera en la angustia de dejar la casa atrás (físicamente) y aventurar la vista para poder vislumbrar a un hijo que quiso dejar todo, a su padre también. Es una salir esperanzado, cargado de perdón anticipado y de abrazos y besos que no piden cuentas sino que acogen. Es salir todos los días sin saber si el otro va a volver, si va a querer (en los dos sentidos: querer de voluntad y querer de amar). Es salir del dolor lógico de quien se siente abandonado y desamado por su pequeño, por su alegría, por el que a pesar de lo que tiene (una inmensidad) quiere buscar lo que hay fuera. Es esperar no solo el regreso sino, sobretodo, la necesidad de tenerlo de vuelta, en casa, sea como sea, venga como venga.

La segunda salida es la que provoca los celos y la envidia del hermano mayor. Ese que no quiere entrar en casa y le pide cuentas al padre de la fiesta y la acogida que hace al que un día se marchó para no volver. Ese que saca las cartas de la fidelidad, los méritos, las buenas acciones, el compromiso,  para echarle en cara a su padre su injusticia. Y es cierto. El Padre es injusto, porque restituye al pequeño la filiación y hace fiesta, la más grande. Porque ni siquiera lo castiga un poco para darle una lección, porque no da valor a la fidelidad del que permanece en el hogar para hacer lo que el padre le pida, siempre, sin rechistar (quizás el Padre no «pida», quizá sólo necesite la presencia de sus hijos). Y el Padre sale de la casa, esta vez sin abrazos, porque ya son cotidianos y porque serían rechazados por su hijo dolido, y le dice que se alegre porque su hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida.

Y no sabemos qué pasó con el mayor.

Ojalá que haya entrado, ojalá que él también abrazase a su hermano sin pedir explicaciones o sin ofrecer reproches, ojalá que percibiese la resurrección (el paso de la muerte a la vida) en el aquí y ahora de una fiesta inesperada pero imprescindible en su inutilidad. Ojalá que entienda que el Padre, el suyo y el nuestro, siempre tiene que salir en esa espera esperanzada y gratuita porque todos los días hay algún hijo o alguna hija fuera que decidió marcharse. Ojalá que se diese cuenta que lo cotidiano fiel no anula el perdón desmesurado de una infidelidad incluso caprichosa. Ojalá que hubiese entrado con el Padre a casa, a su casa, a la nuestra.

Y si no hubiese entrado, si su orgullo de bueno lo hubiese mantenido clavado a las puertas, seguro que su Padre (el nuestro) saldría todos los días a pedirle, por favor, que entrase, que entremos. Es nuestra casa

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