Cuando me dispongo ante el ordenador para dejar que me vengan las palabras, aparecen ante mí los rostros de Osama y su pequeño y, con ellos, esas imágenes que nos han acompañado dolorosamente en este tiempo de miles de seres humanos sumergidos en un anonimato solamente alumbrado por enormes desgracias, hasta que sus nombres y sus historias tocan nuestro corazón para despertarlo y casi no podemos creer lo que está ocurriendo. Entonces de nosotros emerge lo peor y lo mejor: la patada y el abrazo. De pronto caemos en la cuenta de que el techo, la comida, el caminar seguros por la calle, el poder dormir tranquilos, el no temer por las vidas de los que queremos… todo lo que cada día nos parece normal, y quizás ni agradecemos, se convierte para una gran mayoría en su principal anhelo.
“Antes, encontraba a Dios en la naturaleza, en el silencio y en la armonía. Pero con el tiempo, he tenido la gracia de descubrir a Dios donde parece que no está. Allí donde hay miseria, violencia, pobreza…. donde hay un gran vacío. Pues cuanto más grande es el vacío, más grande es el Amor de Dios que llena ese vacío”. Quien expresa esto es una hermana italiana, Paola, que tras dos años en el Congo, trabajando en los campos de refugiados con JRS (Jesuits Refugees Service), comienza este mes una nueva experiencia en Sicilia con los migrantes, en una comunidad internacional e intercongregacional promovida por la UISG. Agradezco saber que estará allí, junto con otras hermanas de Francia y de Polonia.
Muchos de nosotros tendremos la sensación de no hacer nada en lo concreto, después de lo que está ocurriendo seguiremos en nuestros lugares de misión, en nuestras rutinas cotidianas… pero algo tiene que ser transformado en nosotros, algo que nos ponga de rodillas, que abra nuestras fronteras interiores, que nos deje más agradecidos y expuestos, más doloridos, más felices cuando los vemos sonreír… El impacto de estos rostros no puede ser en vano.
Me compartía una amiga que le acompañaba la imagen de una película: “La historia de Marie Heurtin”. El modo que tiene la protagonista sordo-ciega de reconocer a los que están a su alrededor es palpándoles la cara: “así siento que hace Dios conmigo: palpa mi cara, mis contornos, mis aristas, mis huecos… para que en ese reconocerme de Dios pueda yo reconocerme a mí misma. Lo hace con delicadeza, como cuando se toca a alguien herido o asustado”. Siento que así también nos palpa Dios en nuestras cegueras para humanizarnos, a través del pequeño Aylan y de tantos pequeños y olvidados que buscan únicamente la vida. ¡Perdónanos, Señor, y ayúdanos a ayudarles!