Robarle abrazos a Dios

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“No desprecian a un profeta más que en su patria”: Este evangelio deja una sensación de tristeza, y no por Jesús, que no es reconocido, sino por sus vecinos, que no lo reconocen: ¡Tan cerca y tan lejos! ¡Tan cerca el bien! ¡Tan cerca el cielo! ¡Tan cerca Dios! ¡Todo tan cerca y tan lejos!

Porque están cerca, aquellos hombres y mujeres saben que Jesús es el carpintero, saben que es el hijo de María, conocen por su nombre a sus hermanos, y saben que entre ellos viven también sus hermanas.

Pero están lejos, tan lejos que no saben de dónde saca eso que va diciendo, no saben de dónde le viene ese poder que tiene para hacer milagros, no saben que ese carpintero es buena noticia de Dios para ellos, no saben que en sus palabras lleva luz para que ellos vean, fuerza para que ellos se levanten, gracia para que ellos queden limpios, vida para que ellos resuciten.

Están lejos de Jesús, y lo están también de sí mismos, pues no han caído en la cuenta de que son ellos los ciegos que necesitan esa luz, los enfermos que necesitan esa fuerza, los leprosos que necesitan esa gracia, los muertos que necesitan esa vida.

Aquellos vecinos de Jesús tienen hambre, y no ven el pan que Dios les da; tienen sed, y, sin beber, se alejan del manantial que Dios ha abierto en su camino; necesitan milagros, y no tienen la fe que los hace posibles.

Sin el asombro que los hubiese dejado disponibles para acoger la revelación del amor de Dios en Jesús, aquellos vecinos se quedaron con el escándalo que los llevó a despreciarlo.

La luz, la salvación, la gracia, la vida, Dios, todo tan cerca, y tan lejos que no supieron abrazarlo, no supieron robarle milagros, bendiciones, perdones…

Ahora ya no hablo de Nazaret sino de nosotros, de nuestras comunidades eclesiales, hombres y mujeres que decimos saber de Jesús –como si fuésemos vecinos-, pero que no saciamos en él nuestra hambre de justicia, no apagamos en él nuestra sed de Dios, no reconocemos en él el don que Dios nos hace para que tengamos vida.

También para nosotros, el amor y la gracia, la fuerza y la vida, el vino y el pan, Dios, ¡todo puede estar tan cerca y tan lejos!

Cuando la palabra de Dios, la eucaristía, la Iglesia, la comunión, dejan de ser misterios en los que entrar, y se convierten en saberes almacenados, ritos que hay que practicar y normas que hay que cumplir, obligaciones que hay que respetar, también nosotros nos estamos quedando lejos de Cristo Jesús.

Si los misterios no nos asombran, nos escandalizarán y los despreciaremos.

En Jesús, Dios nos dice: “Aquí estoy para ti”.

Se supone que el creyente es una mujer, un hombre, de ojos abiertos para entrar en ese misterio: para vislumbrar en Jesús a Dios; para reconocer en Jesús la bendición de Dios sobre nosotros; para honrar en Jesús a Dios que nos visita, que nos enriquece, que nos diviniza.

Se supone que el creyente es una mujer, un hombre, de ojos abiertos para ver a Jesús allí donde él nos sale al encuentro: en el carpintero, en el hermano, en el compañero de camino, en el pobre, en el otro…

Se supone que el creyente es una mujer, un hombre, de ojos abiertos que, ante Jesús, dicen un confiado: “aquí estoy”, para ver remediada la propia necesidad; y dicen un igualmente confiado: “aquí estoy”, para manifestar la propia disponibilidad.

Dios nos abraza en Cristo Jesús.

En Cristo Jesús, en los pobres, nosotros abrazamos a Dios.

Feliz encuentro. Feliz asombro. Feliz abrazo. Feliz domingo.