En algún sitio leí que cuando el papa Pablo VI escribió, de su puño y letra, por tanto, en italiano, la que algunos consideran la encíclica más decisiva del siglo XX: “Evangelii nuntiandi” (1975), se refirió al concepto “riforma”, en su lengua natal; sin embargo, al ser traducida al latín su exhortación apostólica, los traductores romanos tradujeron “riforma” (italiano) por “rinovatio” (latín). De este modo, el término “reforma” no apareció traducido del latín a las lenguas modernas, sino su “afín”, “renovación”. La Iglesia debía “renovarse”, pero se evitaba expresar que la Iglesia debía “reformarse”. Puede parecer curioso, pero hasta donde me es dado entender, los documentos del Concilio Vaticano II apenas hablan de “reforma de la Iglesia”, excepto cuando se refieren a la “reforma litúrgica” (SC 1, 21, 43, etc.). Sí habla el Concilio de “renovación eclesial” en la Lumen Gentium, en el Decreto sobre Ecumenismo, en el Decreto sobre la actividad misionera, etc. Así dice, por ejemplo: “La Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y siempre necesitada de purificación, avanza por la senda de la conversión y la renovación” (LG 8). Es en el Decreto sobre el ecumenismo donde, en el original latino, se habla de “perennem reformationem” (UR 6), si bien suele traducirse al castellano por “perenne renovación”(al menos en las primeras ediciones de la BAC). Bueno, no es cuestión ahora de profundizar excesivamente en el asunto, no se trata de eso, simplemente de resaltar una especie de miedo ancestral al concepto “reforma” aplicado a la Iglesia, como si de una palabra maldita se tratara.
Cuando el gran teólogo francés Ives Congar escribió a finales de 1950 su ya clásica “Verdadera y falsa reforma en la Iglesia”, no podía intuir toda la fuerza y actualidad que esta obra conservaría sesenta años después. Es triste recordar cómo su libro fue sometido a censura previa por parte de Roma y cómo sufrió, juntamente a su profesor Chenu, una auténtica persecución que le llevó al exilio hasta que fue rehabilitado durante el Concilio. En el prólogo a la reedición de esta obra capital, en 1968, escribe el teólogo dominico: “En unas cuantas semanas, Juan XXIII y después el Concilio crearon un nuevo clima eclesial”. Congar fue un teólogo decisivo en la eclesiología conciliar y su obra sobre la Iglesia “semper reformanda”, como decían algunos Padres de la Iglesia, sigue siendo imprescindible. Pero vamos a lo que vamos: el término “reforma” levantaba (¿levanta?) susceptibilidades y hasta anatemas. Especialmente si se escribía con mayúscula: “Reforma”; entonces, las mentes que se consideran custodias de una “sana doctrina” se retrotraían al siglo XVI y emparentaban el concepto con Lutero, con los protestantes, con Calvino, con Zwinglio y con todos los “reformadores” que dieron lugar al concilio de Trento y a la reacción católica “contrarreformista”. Decir “Reforma” era -tal vez lo ha sido hasta hace muy poco- decir “herejía”, o “progresía luterana y modernista”.
Por todo esto, me llena de alegría oir y leer tanto, en estos últimos meses, hablar de “reforma” (aunque se reduzca -lamentablemente- a la famosa “reforma de la curia romana”). Parece que ya no es tabú hablar de “reforma”; que no te cuelgan el sambenito de “progre” si se te escapa la palabra de marras. Pero yo sigo meditando: “¿qué entendemos por reforma?” En roman paladino: “ésta es la madre del cordero”. O como dicen en la tierra donde nací: “ésta es la negrita del dulce”…