REFORMA INTEGRAL (1)

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Los portales inmobiliarios nos ofertan varios tipos de propiedades, para vender o comprar, también para reformar. Encontramos, desde suntuosos palacetes recién fabricados o en franca decadencia, hasta pequeños áticos de una habitación, un baño, y poco más. En sus catálogos hay casas de nueva construcción y viviendas de «segunda mano» (o múltiples manos) que nos advierten, honestamente, la necesidad de reformas, más o menos intensas… hasta poder «entrar a vivir». Algunas de esas edificaciones, normalmente a precios bajos, nos advierten de la necesidad de una «reforma integral», sin la cual es inviable la habitabilidad. En algunos casos nos avisan de una «demolición total» y una nueva construcción, prácticamente desde los cimientos: «¡aquí no hay quien viva»… ¡demoler para rehabilitar!

Las «reformas» no siempre son fáciles, ni a la postre, suelen concluir afortunadamente. Algunas no tienen nada que ver con el edificio anterior; otras, se han limitado a un «lavado de cara» que promete un tiempo breve de nuevas grietas, goteras, o inestabilidad estructural completa. Los arquitectos suelen ser los artífices de estas reconstrucciones. Después de presentarnos un presupuesto (a veces muy abultado), lo primero que hacen (supongo yo) es analizar bien el edificio, su estructura fundamental, la estabilidad y suficiencia de los cimientos, las causas de posibles grietas verticales u horizontales, las paredes más dañadas, el entorno donde se erige el edificio. Por supuesto, los propietarios de la vivienda tienen mucho que decir, y los técnicos en el asunto deben tener en cuenta las preferencias, los deseos, los gustos, de quienes les han encargado la obra.

Imaginemos un edificio antiguo, que pertenece al patrimonio nacional o incluso universal, del inmueble en cuestión. Normalmente, en estos casos, el casoplón no tiene un propietario particular: el edificio, patrimonio artístico e histórico, «pertenece» a la humanidad, a la colectividad. Un buen arquitecto debe «conservar meticulosamente» los elementos más singulares e intocables de la construcción, aquellos que suponen la estructura, el estilo, la idiosincrasia de la edificación, su historia y tradiciones, su mobiliario aún válido y útil, los enseres más valiosos que se han conservado durante siglos, en definitiva, aquello que le otorga identidad al edificio, y que no puede trastocarse o destruirse a pesar del paso de los años, del deterioro de algunos elementos suntuarios que tengan un valor añadido, indiscutible y consensuado no sólo por técnicos y expertos sino también por esa «humanidad» a quien «pertenece» el edificio: puede haber un «concurso de ideas» para conservar lo fundamental y perenne, y transformar o eliminar lo que fueron añadidos, anexos, o novedades en boga en los estilos arquitectónicos o estéticos de épocas ya pasadas que no significan nada para la «reactualización» del edificio. Los «pastiches» exentos de arte o valor histórico que se añadieron sin criterios técnicos o estéticos suficientes.

En la «reforma» de la Iglesia, edificio de piedra vivas, nos encontramos en un momento histórico en que parece inevitable «una» reforma. Pero, ¿cómo ha de ser esa reforma? ¿quién decide cómo hacerla: en qué va a consistir? ¿cuándo se va a afrontar decididamente? ¿qué es «lo que hay que reformar», eliminar o conservar? La Reforma de la Iglesia no es un tema menor para los cristianos de estos albores neo-culturales confusos e impredecibles del siglo XXI. Hace mucho tiempo que se habla de «reformas»;  ha habido varias a lo largo de la Historia: algunas más fallidas que otras, algunas más propicias que otras. Unas han sido verdaderas reformas, otras han sido falsas reformas. (Recordemos el conocido e histórico libro de Congar, que tanto influyó en la eclesiología del Concilio Vaticano II: «Verdaderas y falsas reformas en la Iglesia» (1950) y, asimismo, la obra espléndida «Cambio estructural de la Iglesia» (1972) de Karl Rahner, reeditada en castellano por PPC en 2014).

El Papa Francisco aboga por una reforma eclesial. Los «conservadores», pero también los «progresistas», claman por una reforma o por una contra-reforma…  ambos, tristemente, en las antípodas de un entendimiento, un consenso, una convergencia; más bien enfrascados -en ocasiones- en el disenso, la confrontación y hasta en aires y neblinas de un no descartado nuevo cisma eclesial. No, la reforma eclesial no es ciertamente «un tema menor» para nadie que ame a su Iglesia, la Iglesia de Jesucristo.