Lo que más llama la atención es la insistencia en la búsqueda de la sencillez. Sin demasiados medios, con poco artificio y con la encomienda principal del anuncio de un Reino cuyo signo es la paz.
Una paz que se regala a raudales y que crea acogida o rechazo. Una paz que nos convierte en corderos que caminan entre lobos en esa vulnerabilidad bendita que no significa idiotez sino confianza básica.
En tiempos como los actuales en los que las personas y las instituciones, también las religiosas, recurren al artificio y al disfraz complejo para intentar convencer en beneficio propio, esta llamada de Jesús sigue siendo válida.
De ahí la necesidad de una vuelta a lo esencial, a lo sencillo, a lo auténticamente liberador de las relaciones personales sin caretas institucionales ni disfraces imposibles que intentan dibujar lo sagrado en contraposición, una vez más, a lo profano.
En la normalidad del que sabe que la alegría de lo bien hecho y del éxito tiene mucho que ver con la autoafirmación, individual o grupal. Que la verdadera alegría no está en el sometimiento de los espíritus sino en que nuestros nombres están inscritos en el cielo, como puro regalo que transciende cualquier mérito “ombliguero”
Sencillez pacífica, siempre renovada, que se aleja de los propios lobos interiores que nos susurran al oído que todo depende de nosotros.
Tengamos cuidado con el fulgor de ese rato que cae del cielo y que deslumbra y atemoriza por un instante y que es viento y nada.