Me hizo recordar algunos aprendizajes que hice cuando vivía en Gran Canaria, un amigo me enseñó lo importante que es en la vida saber cerrar y abrir. Cerrar periodos, etapas, situaciones vividas… Reconocer internamente lo recibido, lo que necesita perdón y poder agradecer y soltar, entregar todo, para recuperar ese espacio de receptividad en nosotros.
Ahora, que muchos acabamos el curso, nos hará bien pararnos para “recoger cosecha” y entregarla. Recolectar tantos gestos de amor recibidos a lo largo de estos meses, recogerlos para que nada se pierda, para agradecerlos y que puedan así multiplicarse. Tomar la vida vivida y depositarla en nuestras manos, como en un recipiente, como un cuenco que la contiene para poder ofrecerla, y hacer el gesto que hizo Jesús con la suya: levantar ese cuenco, exponerlo a Aquel que lo bendice con todo, y poder soltar, poder dejar ir lo que hay en él; hacer espacio adentro para poder abrirnos a lo que viene sin resistencias y sin saturación.
En la tradición judía Pentecostés, o la fiesta de la semanas, era la fiesta de la recolección, un tiempo de recolectar y de ofrecer las primicias, una fiesta de abundancia, de alegría, y de acción de gracias. Posteriormente se añadió a ese día la conmemoración de la alianza y celebraban la fidelidad de Dios, y su permanencia en medio de su pueblo. También Pentecostés quiere ser para nosotros la fiesta de las relaciones, “aunque hablaban en lenguas distintas todos se entendían” (Hch 2, 8), y un tiempo para celebrar los frutos que el Amor va cosechando en nuestras vidas en medio de su pobreza.
El místico sufí Rumî escribía:
Sultán, santo, ratero;
el amor a todos nos tiene
asidos de las orejas y nos arrastra por secretos caminos hacia Dios.
No sabía que
Él también nos anhela