jueves, 25 abril, 2024

Avanzar entre los conflictos que ocasiona la reestructuración

Es probable que el sentimiento que aflora entre todos, ante el tema de la reestructuración o reorganización, sea aquel que manifestaba San Pablo: “Luchas por fuera, temores por dentro” (2 Cor 7, 5). Nos vemos sometidos a apremios en doble dirección: de dentro a fuera y de fuera adentro; de arriba abajo y de abajo arriba. Se siente el imperativo de que hay que cambiar y se echan encima los obstáculos que hay que salvar. Los jóvenes empujan y los mayores se resisten. Los capítulos deciden, pero surgen las dificultades. Vemos lo positivo de cuanto se propone, al tiempo que no acabamos de decidirnos por los interrogantes que se acumulan. En este amplio y enmarañado mundo de puntos de vista, sentimientos y emociones, deseo reflexionar con vosotros sobre cómo avanzar entre los conflictos que todo proceso de reestructuración conlleva.
I. CONFLICTOS EN EL PROCESO DE REESTRUCTURACIÓN
1. El complejo mundo de los conflictos
El tema es amplio y complejo, porque la conflictividad extiende sus raíces y ramas en todo el conjunto de la vida humana. “Nacer es entrar en conflicto” (Marc Oraison). El conflicto anida en el interior de las personas, en sus relaciones interpersonales (grupos y comunidades) y en sus vínculos con las instituciones (estructuras). La historia humana está llena de conflictos. Según la tipificación establecida por psicólogos y sociólogos, las formas y dimensiones de los conflictos pueden adoptar un carácter intrasubjetivo, intersubjetivo e intergrupos (clases sociales, naciones, etnias, culturas). Y los motivos se multiplican, ya sea por intereses económicos, sociales, religiosos, como por pretensiones de poder, prestigio, revancha, etc. Los filósofos, los teólogos y los moralistas también emplean los términos “conflicto” y “conflictividad” como categorías habituales en sus tratados.
En el proceso de reestructuración no se excluyen ni conflictos personales interiores ni interpersonales, pero se dan, sobre todo, a nivel de grupos: comunidades entre sí; comunidad local y Provincia, Provincias entre sí y Provincia y Congregación generándose toda una casuística en la que cada caso requiere tratamiento específico.
El conflicto tiene carácter disyuntivo y disociativo. Puede entenderse como contraposición de percepciones o de intereses. Brota de la pretensión de lograr objetivos incompatibles por diferentes personas o grupos, aun a costa de eliminar al rival. Se manifiesta en la desarmonía y en la tensión, en una constante contraposición sea latente, abierta, directa o indirecta. El conflicto revela la contraposición y choque de valores, de creencias, de intereses, de sentimientos.
Cuando se examinan las causas de los conflictos, aparecen el egoísmo, el orgullo, la cerrazón mental, la soberbia, el afán de dominio, la defensa de la propia situación, el abuso de poder, la imposición, la queja ante la carencia de libertad… Hay momentos especiales en la historia, y el que nos toca vivir es uno de ellos, en los que los conflictos afloran con mayor virulencia. Influyen los profundos cambios sociales, económicos y religiosos. Nuestra cultura es conflictiva por la amplitud que nuestro mapa de relaciones tiene, no sólo entre seres humanos, sino también con todo el mundo biológico y la misma naturaleza. Con los nuevos modos de ver y de afrontar la vida emerge la contraposición: entre lo viejo y lo nuevo, reino del mundo y reino de Dios, ley y libertad, pasado y futuro, anticuado y moderno, obediencia y autoridad, tradición y progreso, institución y profecía, paz y violencia, viejos y jóvenes, permanente y caduco, estable y cambiable, mayorías y minorías, etc.
La oscilación pendular se hace presente en los acentos sobre los conflictos. Mientras que hace unos años, en la década de los setenta, la conflictividad a nivel mundial, social y eclesial tenía un acento favorable por todo lo que fuera el cambio, el futuro, la libertad, la novedad…, hoy, se busca el bienestar, la satisfacción, y, si se mira al futuro, es para crecer en esa dicha, en esa felicidad. En los institutos religiosos, dada la media de edad tan elevada y porque nos dejamos contagiar de la cultura del consumo y satisfacción personal, el acento recae sobre lo estable y lo que se posee. Nos hallamos en una sociedad que, a pesar de los grandes cambios técnicos, se mantiene indiferente, anestesiada, ante los ideales trascendentes. Hay motivos para indignarse.
2. En los escenarios del proceso de reestructuración
2.1. Bloqueos, resistencias y conflictos
En las comunidades y provincias, cuando se ha planteado o iniciado el proceso de reestructuración, es fácil que nos encontremos con bloqueos y conflictos. La propuesta de una reestructuración conlleva novedad, vitalidad, creatividad. Para llevarla a cabo se requiere libertad y cooperación, en orden a gestionar y combinar los recursos de que disponemos, con organizaciones originales. Lo que se pretende es hacer vivir toda la riqueza que llevamos dentro como don y tarea; generar y transformar con nuevas expresiones los valores evangélicos y carismáticos en los que creemos.
Curiosamente, ante este mundo interior de posibilidades no faltan quienes se pliegan, se inhiben, se bloquean, y otros se niegan a transformar la situación. Ponen resistencia a todo lo que ellos no habían imaginado. Por lo cual, se hace imposible la regeneración que cabría esperar en la vida consagrada.
Los bloqueos se manifiestan como parálisis de las personas o de los grupos frente a la propuesta de cambio que se les hace. Son mecanismos de defensa, generalmente de tipo emocional. Van rodeados de desconfianzas, temores y miedos ante lo que se les propone, o de aversiones y conductas negativas (manipulaciones, desprecios, maledicencias) hacia quien lo propone. Por el contrario, dichos bloqueos han de ser asumidos con serenidad, y discernir el alcance que éstos tienen en el conjunto comunitario sea local, provincial y congregacional.
En este contexto, los conflictos presentan un carácter ambivalente. Por un lado son verdaderos riesgos que ponen en peligro la comunión fraterna y carismática y entorpecen la misión. Por otro, son oportunidades de crecimiento. Paul Ricoeur se preguntaba hace años sobre el conflicto como signo de contradicción y de unidad. Todo depende de cómo nos manejemos ante ellos. Lo importante es saber abordarlos, potenciar los positivos y contrarrestar los negativos. Es preferible alejarse de todo alarmismo y apuntarse a la teoría del conflicto como fenómeno funcional que, aunque no deja de reconocer los problemas iniciales que origina, da, a la postre, resultados positivos. Quien sabe interpretar los conflictos demuestra una gran madurez y calidad de vida. Aparte de que no siempre percibimos la conflictividad, porque la vida nos ofrece recursos inmediatos para la superación de los mismos, también es cierto que el entrenamiento genera serenidad a base de contactos amigables, condescendencia, comunicación bien encauzada, disponibilidad en la ayuda, etc.
Examinando cuanto está sucediendo en los institutos o provincias en su proceso de reestructuración, podemos distinguir lo que emerge en las expresiones cotidianas y la problemática de fondo subyacente. Creo que a nadie se le oculta la tragedia que puede suponer, para una persona que ha pasado 30 ó 40 años en una comunidad, pedirle que se traslade a otra porque se va a cerrar o va a transformarse en centro de otras actividades. Son situaciones dolorosas, pero inherentes a la vida consagrada. Quizá esté faltando preparación para estos momentos. Habría que meditar más en las palabras de Jesús a Pedro: “En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras” (Jn 21, 18).
2.2. Expresiones comunes que reflejan conflictos
He escogido estas expresiones coloquiales, que surgen en la conversación ordinaria y que revelan la situación conflictual.
1) “Así no podemos seguir”. Es la expresión de quien se da cuenta de su insatisfacción, bien por lo que aspira y se podría lograr, bien por lo que ya no puede hacer debido al síndrome de desgaste (“burnout”). No faltan quienes desean vivir más radicalmente el propio carisma y agilizar la misión.
2) “Pero, ¿qué sentido tiene todo esto?”. Nos encontramos con personas que no quieren remover sus conciencias. Prefieren no hacerse preguntas últimas de por qué y para qué siguen en la vida consagrada. Se sienten abatidos por la incertidumbre en torno al futuro del propio instituto o de la vida consagrada.
3) “No se ve claro dónde nos quieren llevar”. Así hablan quienes no han captado de lo que se trata y les falta perspectiva. Miran desde fuera, no se implican y son meros espectadores de la vida y misión del instituto o de la provincia. Acostumbrados a vivir desde lo más inmediato y con las necesidades básicas cubiertas, han perdido el ritmo de los acontecimientos sociales y eclesiales y llevan tiempo sin preocuparse de la evolución de las comunidades, de la Provincia y de la Congregación.
4) “Y todo lo que hemos acumulado…”. La economía ocasiona frecuentes rivalidades. Como si el valor decisivo fuera el dinero, el patrimonio histórico, el prestigio adquirido. Las diversas formas de hacer uso de los bienes generan contiendas. Hay quienes no soportan que otros, que no se han esforzado ni ahorrado, sean ahora los beneficiarios de los bienes adquiridos con el trabajo ajeno.
5) “Ahora que estamos haciendo tanto bien en este servicio… con lo bien que estamos aquí”. El conflicto se establece entre estabilidad e itinerancia. Refleja el apego al lugar donde se está y la dificultad ante un nuevo destino. Sólo se mira lo que está en el propio entorno y no la misión universal del instituto, que se ve obligado a reconsiderar las presencias y servicios. Se magnifica la tradición, minimizando las exigencias de novedad en la misión y se cree que bastarían retoques de lo que se tiene, pero sin necesidad de dejar aquella obra. Es común recurrir a los pareceres de las autoridades civiles y eclesiásticas para prolongar la permanencia.
6) “Son unos avasalladores”. Expresión de quienes tienen problema, por la razón que fuere, ante el ejercicio de la autoridad. No faltan quienes discrepan o se oponen a la forma de llevar adelante el proceso. Entran en conflicto dos visiones y dos formas de proceder en la reestructuración.
7) “Si no estuviéramos tan mal…”. Así hablan quienes creen que se les está engañando cuando oyen que la reestructuración es una urgencia de la misma renovación de la vida consagrada, tanto si hay muchas, como si hay pocas vocaciones. Para ellos, la vida religiosa va mal porque, en la vieja Europa, va disminuyendo el número de miembros y son de mayor edad, pero no son capaces de reconocer la bendición divina en las vocaciones provenientes de otros continentes.
8) “Pero si sólo van a unir debilidades…”. El conflicto surge ante la contraposición entre gratuidad y eficacia. Como si, en la reorganización, tuviera sólo que ver la energía, el vigor, la eficacia, los resultados económicos y de prestigio. También es decisivo cuidar de los mayores y concentrar esfuerzos para llegar a otros ámbitos donde no estamos y debemos estar.
9) “¡Que nos dejen en paz! ¡Ya no estamos para estas cosas!”. También añaden: “hemos entregado lo mejor de nosotros mismos en tantos años de trabajo y merecemos descanso y que nos cuiden”. Ha llegado la hora de la jubilación y puedo vivir desde la pensión que me corresponde. Este lenguaje revela una forma de desentenderse, en los últimos años de la vida, del compromiso apostólico de la provincia y del instituto. Se ha confundido la misión con la actividad y no se tiene en cuenta que misión también es contemplación, oración y pasión. No podemos doblegarnos al funcionalismo, ni dejar de cultivar el sentido de pertenencia. Es lamentable preferir una muerte digna a entrar en una dinámica de innovación.
10) “Pero ¿quién se va a fiar de estos?”. Aquí el conflicto surge ante la supuesta intromisión de lo diverso: sean los jóvenes que llegan a nuestras comunidades, sean los laicos en nuestras obras, sean las vocaciones procedentes de otras culturas. No hay confianza en los jóvenes en los que sólo se ven deficiencias, no se valora la misión compartida con los laicos porque nos quitan el poder y los puestos; ni se acogen plenamente a quienes provienen de otros contextos culturales, a quienes se les ponen tantos reparos para ocupar puestos de responsabilidad. El conflicto está entre lo semejante y lo diverso, tan difícil de encajar si no nos entrenamos en la interrelación, la reciprocidad y la implicación.
2.3. Las cuestiones de fondo
Hay religiosos y religiosas que, por su autoridad moral, influyen en la comunidad o en la provincia y con sus opiniones o actitudes desencadenan bloqueos y conflictos. Los más preocupantes son los que ocasionan quienes han perdido la imagen de sí mismos y ven desmoronada su identidad. Estos hechos individuales hay que abordarlos en contacto directo con mucha comprensión y no menor claridad.
Al repasar las expresiones, u otras parecidas que todos hemos escuchado, podemos ver que solo la primera muestra exigencia y pretensión de superación. Revela anhelo de cambio para incentivar la misión. Las otras manifiestan cierto desarraigo vocacional, comunitario y apostólico. En estas expresiones subyacen algunos conflictos. Intentaré dar una respuesta de conjunto fijándome en estos cinco aspectos:
1) La situación ante el proceso. Una buena parte de los malentendidos y conflictos han surgido por no haber explicado suficientemente los objetivos y la dinámica a seguir en la reestructuración. Algunos se oponen porque quieren mantener la situación actual o quieren realizar el proceso de modo que favorezca sus intereses. No falta quien, estando de acuerdo con que hay que cambiar, trasladan el compromiso hacia los demás: “Que cambien los otros”. Pero hay que pensar que los cambios, antes de ser desplazamientos geográficos, requieren análisis crítico de la situación eclesial, social y congregacional; exige, al mismo tiempo, una conversión a lo esencial y una conversión a la misión.
Probablemente nos hallemos ante conflictos por el modo en que se ha planteado la restructuración y el ritmo, acaso acelerado, de los tiempos propuestos. No basta con saber lo que hay que hacer, sino acertar con el modo de hacerlo. Hoy las personas son sensibles a la consulta, a la participación y a la corresponsabilidad y, en algunos institutos, se ha procedido demasiado vertical y precipitadamente. Se han querido ver con demasiadas prisas los resultados para exhibir trofeos.
Otro conflicto, o al menos decepción, lo está causando la diferencia entre lo que se esperaba y lo que se ha logrado. No se han alcanzado las metas propuestas y, ante los resultados, se ha producido frustración y desencanto. Ha decaído el entusiasmo inicial y ahora es más difícil reencender la llama.
2) Misión y desfase estructural. Las estructuras, sean formativas, de espiritualidad, de gobierno, de gestión económica o de apostolado, están supeditadas al origen carismático y a la misión que ha de cumplir en la Iglesia y con la Iglesia. Cuando las estructuras engordan y asfixian a las personas portadoras de ese carisma, no hay más remedio que revisarlas y resituarlas. Quedan en segundo plano las delimitaciones territoriales, las disposiciones jurídicas, los reglamentos, las obras o construcciones, los medios de evangelización.
3) La espiritualidad. ¿Por qué la vuelta a los orígenes carismáticos, a los escritos fundacionales y al fervor inicial del instituto, están siendo insuficientes? Porque no han tocado fondo. Porque nos hemos acercado al calor del hogar, pero no nos hemos dejado quemar por el ascua viva del Espíritu. Porque no hemos acabado de entrar en la dinámica de la salvación que el Padre señaló enviando a su Hijo Jesucristo, ungido por el Espíritu para anunciar la Buena Nueva a los pobres (cf. Lc 4, 18), y no nos hemos puesto en autentica disponibilidad ante el Espíritu. Las raíces trinitarias de nuestra vocación consagrada nos llevan a vivir con intensidad la filiación, la fraternidad y la misión. La vida teologal, la oración, la escucha de la Palabra, la atención a los más desfavorecidos y excluidos, la vivencia del misterio de la reconciliación y de la eucaristía, es lo que nos introduce en el fuego y enciende en nosotros los deseos de caminar y trabajar por la gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y esto, con todas las fuerzas, con todos los medios, con toda aquella mística que provoca la comunión de carismas y ministerios.
Los objetivos que muchos institutos se propusieron alcanzar al iniciar la reestructuración fueron: la calidad de vida evangélica y el mejor servicio al evangelio. Pero es muy difícil lograr estos objetivos sin tocar fondo en las motivaciones profundas de las personas en la vida consagrada. No se trata de pequeños retoques, sino de llevar a cabo una profunda conversión (personal, comunitaria, congregacional…), que nos haga ver con los ojos de Jesús y nos impulse a amar como Él, que entregó su vida sin reservas.
4) Relación persona-obra. La relación entre las personas y la obra suscita hoy no pocos problemas, pues inciden en ella el hecho de ser menos y con mayor edad y tenemos tantas o más obras que cuando éramos muchos y jóvenes. Es verdad que hemos ensanchado nuestra misión con los laicos, que disponemos de medios más especializados (actuamos en red) y que se arbitran otros sistemas de colaboración económica, pero el hecho es que el esfuerzo de llevar adelante las obras que tenemos, recae sobre un pequeño grupo de personas que se cansan, sufren y acaban agobiándose sobremanera.
5) Gestión o forma de llevar el proceso. Los institutos religiosos tienen un componente estructural. Los suscita el Espíritu en la Iglesia, se inspiran en la Palabra de Dios, asumen un estilo de vida y de santificación que les propone el Fundador y, como son realidades eclesiales, reconocidas y custodiadas por la Iglesia, se mueven a semejanza de la Iglesia.
Esta premisa nos lleva a asumir la realidad de las comunidades, provincias e instituto en un todo coherente y nos incita a subrayar que la organización de las obras es parte integrante de su proceso de crecimiento. La calidad de vida y la adecuada organización se interrelacionan, no se contraponen.
La gestión del proceso de reestructuración comporta unas prioridades que están encaminadas a superar los obstáculos que todo instituto experimenta en el cumplimiento de su “sueño originario” fundacional; es decir, la visión carismática y profética de los fundadores. Cuando la reorganización se plantea como objetivo la subsistencia o va buscando seguridades, tarde o temprano se quiebra, porque no será más que el principio del fin. Los institutos han de mantener la confianza en el futuro desde el radicalismo evangélico y desde la reafirmación de los valores carismáticos. A la vez, han de apostar por la mejora de las estructuras corriendo el riesgo inherente a la creatividad. Lo cual supondrá conflictos, pero serán conflictos de crecimiento. Es el caso de, cuando se dejan obras propias o se buscan otras instituciones que las gestionen; o si se pide un desplazamiento a las personas para traspasar fronteras y atender otras necesidades; o si se propone un estilo de vida más sencillo y en compañía de quienes son excluidos por la sociedad.

II. ¿CÓMO AVANZAR EN LOS CONFLICTOS?
Si queremos afrontar creativamente el futuro de nuestras comunidades, de nuestras provincias y de nuestros institutos, hemos de volver a los criterios que nos ofrece el ejercicio de la innovación y de la responsabilidad. De ahí la necesidad de hacernos preguntas radicales como estas: ¿Hacia dónde vamos? ¿Qué es lo que, de verdad, hace avanzar en la esperanza nuestra vida consagrada? ¿Dónde me sitúo en este proceso que intenta responder a los desafíos de nuestra misión en la Iglesia y para el mundo actual?
No son problemas internos los que nos deben entretener, sino salir al paso de los grandes retos de la cultura, de la convivencia en la justicia y la paz, de las nuevas pobrezas, de las fuerzas anti-Reino. Lo que necesitamos no son paños calientes, sino una cura interna y radical: la caridad de Jesús crucificado.
Los criterios que voy a indicar suponen esta perspectiva de mirada larga. Sólo desde ella pueden surtir efecto estas sugerencias, aparentemente, inmediatas.

1. Ante todo, reconocer los conflictos
Es la primera y más obvia condición para avanzar. No arreglamos nada cerrando los ojos y creyendo que todos pensamos, sentimos y nos movemos por idénticos motivos. Las diferencias y las contraposiciones, las pretensiones y los intereses, el afán de seguridad y los egoísmos, se hacen presentes en el proceso y es preciso convertirlas en oportunidades de crecimiento.
Los conflictos nos devuelven nuestra imagen, lo que somos y por lo que luchamos; nos permiten reflexionar sobre dónde estamos y la distancia de lo que aspiramos; nos descubren nuestras grandezas y nuestras miserias. Sobre todo, en nuestro caso, nos llevan a hacer un viaje a lo profundo de nuestras motivaciones vocacionales y a preguntarnos a quién servimos.

2. Revisar las actitudes
Como medida cautelar, procede separar la persona del problema creado. Ante los conflictos en este proceso podemos adoptar diversas actitudes. Es obligado discernirlas y revisarlas. Unas para reafirmarlas y otras para obviarlas. No sólo las de los demás, sino también las nuestras propias. Fijándome en quienes tienen la responsabilidad de guiar el proceso, se han de evitar actitudes como las siguientes:
1) Huída, inhibición, debilidad y victimismo. Ante la complejidad, la incertidumbre, el miedo a no acertar o ser infiel al carisma fundacional, puede provocar huída o inhibición. Otras veces es la debilidad y el victimismo el que se apodera de los superiores o de los consejos y no afrontan los conflictos. Siempre hay una excusa ante la instancia superior para justificar la dilación, por ejemplo, que no se ha podido o que algunas personas no acaban de verlo, que sería mejor no tocarlo porque va a soliviantar los ánimos. Habrá que discernir cuánto hay de objetivo en la excusa.
2) La confrontación. En ella se pone de manifiesto la hostilidad, más que el acercamiento. Es una actitud negativa ante los conflictos, que brota de posiciones ideológicas y emocionales, cargadas de orgullo y egoísmo. Es una forma de competir y de doblegar al otro por imposición o creando mala conciencia. Unas veces se invoca la autoridad y otras veces la injusticia por no ser debidamente atendido. El conflicto queda más enconado, sin resolverse y habiendo creado distancia y, tal vez, división. Las relaciones de cooperación, que hasta entonces eran buenas, quedan llenas de sospechas o se suspenden. Hay que evitar las “batallitas” inútiles.
3) Diferir y condescender. Ante las dificultades, en vez de asumir los riesgos y entrar en discernimiento, aplazan y difieren los encuentros. Orillan el planteamiento. Otros optan por entrar en un simple arreglo a base de contemporizar, cediendo en valores irrenunciables. No se piensa en el bien común del instituto o la provincia y se condesciende en arreglos de límites geográficos para que se incorpore esta o aquella obra, para poder contar con tales personas cualificadas, para estar en zonas donde hay vocaciones, para disponer de estructuras más sólidas económicamente. Los valores centrales de nuestra vida quedan entre paréntesis.

3. Vías de salida
1) Pensamiento positivo y actitud constructiva e integradora. Si partimos de lo que tenemos, debemos ser conscientes de que estamos capacitados para superar los conflictos. Poseemos una misma vocación, un carisma en el que coincidimos, una conciencia de grupo comunitario, una historia compartida, un mismo compromiso en las misiones, unas orientaciones que hemos confesado como camino de evangelio –las Constituciones–, unos medios que nos ayudan: el ordenamiento espiritual y los momentos excepcionales para el discernimiento (capítulos, asambleas, retiros).
2) Atentos al viento del Espíritu. Sopla donde quiere y sólo el que nace del agua y del Espíritu entrará en el Reino de los cielos (cf Jn 3, 5). El Espíritu pasa en estos momentos y nos hace sentir, como a Jesús, la unción y la urgencia del envío del Padre para con los más pobres y necesitados. Bulle en nuestro interior y nos hace clamar “Abba, Padre” (Mc 14, 36; Rom 8, 15; Ga 4, 6). Quiere hacernos vivir su dinamismo y no cerrarnos. Nos ayuda a jerarquizar los valores según sus dones y frutos. Y, por lo mismo, somete a crisis nuestra forma de pensar, de sentir y de obrar para hacernos converger hacia el proyecto de la voluntad de Dios hoy.
No podemos desaprovechar la oportunidad que vivimos. Aún tenemos personas que pueden dar lo mejor de sí mismas para emprender nuevos compromisos misioneros.
Estamos experimentando precariedad y fragilidad, pero el Señor está con nosotros y abre las puertas a nuevos modos de participar en la misión de la Iglesia con los laicos y con los hombres y mujeres de buena voluntad.
La docilidad al Espíritu desarma todo litigio, deshace todo equívoco, abre toda frontera, ajusta nuestras aspiraciones al querer de Dios, disipa las sospechas, pone dulzura en las relaciones… Donde se hace presente el Espíritu, que es vida en comunión, no hay cabida para los conflictos. Él, que es luz divina, desenmascara las falacias y las inconfesables pretensiones.
3. El testimonio. Mostrar las propias convicciones de que estamos en un cambio renovador. Es imprescindible mostrar transparencia de aquello en lo que uno cree y espera como lo mejor para la comunidad. Expresar sin ambigüedades las propias convicciones. La fe viva en lo que creemos contagia seguridad y entusiasmo, reaviva la identidad y favorece la pertenencia. Nos viene bien meditar, de vez en cuando, los capítulos 11 y 12 de la carta a los Hebreos, donde se evocan los modelos de la fe y el papel único de Jesús, en quien está la promesa cumplida, en quien se reafirma la alianza. También nuestro tiempo está bajo la promesa del Dios vivo.
Puede ser que haya habido errores en la propuesta del proceso y en este caso, lejos de desprestigiar a la autoridad, la enaltece el reconocimiento y la humildad al expresarlo.
4) Serenidad, relativizar lo que acontece y dejar entreabiertas puertas y ventanas. No dar por absoluto lo que es tan relativo, pasajero y de menor alcance. Afrontar con serenidad los conflictos tiene valor terapéutico y rebaja la tensión. A veces va bien repetirse: “No adoréis a nadie, a nadie más que a Él”.
Efectivamente, hay que evitar la tentación de hacer componendas y de jugar a las ambigüedades. Pero también hay que pensar que toda propuesta de reestructuración suele encerrar varias alternativas. Podemos organizarnos de diversos modos y, por eso, se han de dejar entreabiertas las puertas y las ventanas a otra posibilidad que, integrando las posturas contrarias, permita avanzar en la calidad de vida evangélica y del servicio evangelizador.
Los psicólogos hablan mucho de mediación y arbitraje a la hora de superar los conflictos. Ciertamente todas las ayudas son buenas con tal de superar lo que nos enfrenta y nos haga mirar y caminar juntos hacia delante. Lo nuestro, en lo que hemos de poner mayor intensidad, es en extremar la caridad, tal y como la describe San Pablo en 1 Co 13.
5) Diálogo y comunicación. Suele indicarse como el primer camino para gestionar o resolver los conflictos. No es de extrañar, ya que la crisis de lenguaje y de comunicación es la que está a la base de toda crisis de gobernabilidad. Esta constatación tan elemental está destapando un mayor problema y es que los mecanismos de transmisión en nuestro mundo han privado al individuo del pasado, quien vive intensamente el presente y le cuesta mucho hacer previsiones de futuro. Está aumentando la distancia entre el individuo y la institución, entre lo privado y lo social. Nos hallamos en un mundo “en red” y la comunicación pasa por vías horizontales con contactos inmediatos y directos. Por eso, se hacen hoy más urgentes la presencia física y la palabra hablada.
Ante un conflicto no es suficiente informar, que es unidireccional; por el contrario, se hace imprescindible la comunicación que favorece la convivencia, la comunión y el crecimiento en la identidad corporativa y apostólica. La comunicación trasciende lo meramente funcional y, por estar fundada en la alteridad y la donación, busca la reciprocidad y nos redime de los propios límites. Cuando establecemos verdadera comunicación emerge la verdad que nos juzga a todos y se hacen presentes la transparencia, la sinceridad, el respeto, la confianza y la cooperación. La comunicación nos sitúa en el centro del misterio que envuelve nuestra vida y nos hace converger en el común sentir, pensar y querer.
Hay momentos en los que son propicios para el discernimiento, la convergencia hacia el bien común en los que puede establecerse una auténtica comunicación: la lectio divina, los encuentros de acción de gracias, los actos penitenciales, la oración comunitaria en retiros y sesiones de reflexión. Son ámbitos propicios para la participación y el intercambio; donde se pueden explicitar contenidos y esclarecer dudas; donde se pueden hacer contrapropuestas en la misma dirección.
6) Reproponer y concordar el Proyecto de vida y misión. Hay propuestas que no se comprenden la primera vez que se oyen y suscitan sentimientos y juicios opuestos. Por eso es recomendable usar la pedagogía de la insistencia. Es todo un arte saber insistir. Reproponer el proyecto y destacar los objetivos, los medios y las etapas del proceso favorece el esclarecimiento en los puntos de vista y la convergencia en las posiciones y actuaciones. Conviene destacar el por qué y para qué nos vamos a reestructurar. Esto no hay que darlo por supuesto, porque, si no está en el primer plano de la conciencia, nadie se moverá y se habrá perdido la oportunidad de crecimiento.
La vuelta al Proyecto de vida y misión de una provincia o de un instituto, que quieren reorganizarse, en torno al cual surgieron las discrepancias y contrariedades, es una buena forma de que las partes se acerquen y se comuniquen. Obliga a aportar sugerencias, a intercambiar pareceres y a establecer nuevos acuerdos. Si las relaciones son respetuosas y confiadas y los mensajes claros y precisos, es fácil que surja la empatía, se ajusten las emociones y sentimientos y comience la coordinación de esfuerzos y una nueva colaboración de modo creativo.

III. LIDERAZGO PARA HACER AVANZAR EN LOS CONFLICTOS
1. Observaciones previas
1) El liderazgo en la Iglesia y, en concreto en la vida religiosa, tiene poco que ver con los parámetros que, en el ejercicio del poder, ofrece el mundo secular. El liderazgo en la vida religiosa tiene un referente irreemplazable que es la persona de Jesús, capaz de entregar su vida para darnos vida en abundancia (Jn 10,10). Es el servicio del amor hasta el extremo (Jn 13, 1-16). A partir de aquí podemos asumir todas las sugerencias que nos ofrecen las ciencias humanas para hacer más efectivo el servicio de hacer avanzar, en medio de los conflictos, el proceso de reestructuración.
2) Sin personas entregadas a la causa, es imposible que el proceso siga adelante. Y no hablo en singular, sino en plural. ¿Cuántas veces un capítulo decide hacer un plan de reestructuración, sea a nivel general o provincial, y encontramos que las personas que tienen que llevarlo adelante se hallan divididas o incluso son las causantes de los conflictos, por intereses locales o provinciales? El liderazgo en este proceso requiere comunión y coordinación. Máxime cuando se trata de superar conflictos.
3) El gobierno en la vida religiosa es ordenado. Admite niveles y en cada nivel hay una responsabilidad. Pero estos niveles (local, provincial, congregacional) no están inconexos, porque tienen como presupuesto que los garantiza y estimula: el principio de comunión en la misma vocación y misión. El proceso de reestructuración pide que, en fuerza de estos dos principios, cada superior o superiora, a su nivel, asuma la propia responsabilidad (cf. CdC 14).

2. Confesar los valores esenciales
Superamos los conflictos cuando, entre todos, encontramos la forma de dar prioridad a lo esencial en nuestra vida, superamos la tentación del mantenimiento y de la supervivencia, y juntos nos arriesgamos a revitalizar nuestra misión en la Iglesia y en el mundo actual.
Pero a todo superior, cualquiera que sea el nivel en que ejerza su servicio, se le pide que confiese los valores esenciales en los que está fundada la reestructuración.
-El carisma del instituto como don del Espíritu a la Iglesia.
-La misión que da razón de ser al instituto y empapa todas las áreas de su expresión: espiritualidad, formación, gobierno y gestión de bienes.
-La primacía de la persona, ser en relación y ser para los demás, sobre las obras.
-La espiritualidad y el estilo de vida, en los que resplandezca la gratuidad y la gratitud, la inconfundible experiencia de la vocación y de la convocación.
-La comunidad en la que se logra ser hermanos sin condiciones de raza, pueblo y lengua y en la que se disfruta la pertenencia a todos los niveles.
La confesión de estos valores viene exigida por razones más profundas que el mero recordar las formulaciones presentes en los textos constitucionales. Tiene la fuerza dinámica propia del testimonio de quien sintoniza con sus hermanos, los aglutina y los llena de entusiasmo. Porque no se trata de huir, sino de resolver los conflictos, es indispensable que contagie aquel espíritu en el que comulga con los hermanos y que le hace estar dispuesto a entregar lo mejor de sí mismo para que crezca el Reino de Dios. Cuando los valores resplandecen, palidecen los conflictos.

3. Liderazgo carismático y ético ante los conflictos
Dos aspectos del mismo servicio a la misión y a la comunidad. Quien es elegido o nombrado para un servicio en un Instituto ha de saberlos conjugar.
Liderazgo carismático. Dice Francesco Alberoni: “La expresión ‘líder carismático’ fue usada por primera vez por el sociólogo Max Weber para hacer referencia al jefe que emerge de la nada, del estado naciente de un movimiento, al que sus secuaces reconocen propiedades extraordinarias. Tiene capacidad de hacerse escuchar, sabe mantener unida a la gente del grupo, concreta las metas, articula las expresiones del orden, suscita entusiasmo, pasión. De ahí que plasme y guíe al movimiento y lo transformen institución capaz de durar”1. Cualquiera que lea este texto, se echa atrás porque aquí esta dibujada la figura de personas excepticonales. Sin embargo, también se puede hablar del liderazgo carismático del superior.
Hay que cambiar de óptica y pensar desde lo que es un carisma en la Iglesia. Es difícil que un superior sea elegido o nombrado sin que se haya descubierto en él características del líder carismático; sin que se hayan percatado de su sabiduría y capacidad de animar. Dentro de la comunidad, toda ella carismática, es elegido o nombrado quien sintoniza con el carisma del fundador, quien ama su proyecto de vida evangélica, quien tiene a los demás miembros como hermanos y es capaz de establecer entre ellos una verdadera fraternidad, signo y anuncio de Jesús.
A partir de esta base, es decir, de la acción del Espíritu en la comunidad y cada uno de los hermanos, se puede y debe esperar de un superior que sintonice, concuerde, dialogue, motive y promueva aquello que une y da esperanza a la comunidad. La figura de Jesús, el Evangelio, el ejemplo y los escritos del Fundador animan su corazón.
Liderazgo ético. No se insistirá suficientemente en la ética ante los conflictos. Tan condicionados están los superiores como cualquier otro religioso a la hora de afrontar los vaivenes que produce esta cultura del cambio rápido, donde el espacio y el tiempo se ven alterados por los avances tecnológicos y es tan notoria la disgregación. Por eso, se pide a los superiores una autoridad de calidad ética, es decir, de integridad personal y de mayor responsabilidad en su liderazgo en la comunidad, provincia o congregación, fomentando la espiritualidad, la unidad y la misión. El liderazgo ético sirve de ejemplo.
CONCLUSIÓN
A medida que va pasando el tiempo, se hace más urgente llevar adelante una reestructuración de los institutos. No es una moda, es una exigencia interna de fidelidad a nuestra vocación evangelizadora. La precariedad, lejos de ser un freno, es un estímulo para transformar e innovar nuevas presencias y servicios y, por lo mismo, otro tipo de reorganización. Los conflictos que se generan, a unos les retraen y les asustan. Otros ven una oportunidad para mostrar que, desde la fe, la esperanza y la caridad, hay otro modo de vivir y trabajar por el Reino de Dios. No son las obras las que están en crisis, sino las formas de llevarlas: Son pocas las personas que perciben hacia dónde nos quiere llevar el Espíritu.
Al concluir esta reflexión, sólo quiero subrayar la conveniencia de asumir, desde el liderazgo carismático y ético, la tarea de la reestructuración. Hay superiores que dirigen las comunides como si fueran meras instituciones o empresas. Su mirada es de corta distancia. Son especialistas en percibir los detalles. Organizan, planifican y administran bien, pues están capacitados para hacer análisis y vigilar el cumplimiento del plan propuesto. No se hacen preguntas últimas. Son conscientes de su posición y tratan bien a los subordinados. Controlan bien los tiempos, los espacios y los trabajos que hay que hacer. Estas personas, cuando tienen conflictos, buscan la negociación, el arbitraje y la mediación.
Pero hay otro tipo de superiores que trabajan como líderes, cuya mirada es más larga, saben sacar partido de todas las situaciones, tienen visión de futuro, conjuntan mejor las personas y las motivan para trabajar comunitariamente. Por eso le siguen. Es creativo, busca la innovación y se mueve cómodamente en la complejidad y la interdependencia. Ante los conflictos, acentúa aquel programa entusiasmante que la mayoría puede corroborar, intenta que todas las energías vayan en dirección de lo que es común y promueve la participación de todos. Es quien más relieve da al diálogo y a la comunicación. No le importa tanto lo que hacemos, sino lo que deberíamos hacer. Por eso, procura implicar a todos en la visión y en la tarea.
No son dos tipos contradictorios, pero hay rasgos que les diferencia. Las escalas de valores no coinciden, pero pueden ser complementarias. En cada momento histórico conviene más un tipo que otro. Y, frecuentemente, se van sucediendo en el gobierno de los institutos o sus Organismos mayores. En la reestructuración hay que hacer prevalecer los rasgos de un líder carismático que infunda valores, que entronque las vidas de las personas con sus orígenes carismáticos y las mueva con una visión convincente en torno al futuro del instituto. No por estrategia funcional o supervivencia, sino por vivir el hoy de Dios y la misión que nos confía. Lo cual supone liberar las energías creativas que los miembros de la comunidad religiosa llevan dentro.

1 Francesco Alberoni, El arte de liderar, Gedisa, Barcelona, 2003, pp. 31-32.
 

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