Más acá de Sócrates, en nuestro tiempo, segunda mitad del siglo pasado, un pedagogo brasileño, poco conocido y con un pensamiento reducido a sectores muy concretos y limitados, recogió, nuevamente, el guante de la distinción importante entre las “opiniones” sin fundamento pero con mucho populismo detrás, y las “certezas”, ideas lógicas, filosóficas, meditadas y contrastadas, y tamizadas siempre por el filtro de la Razón, la inteligencia y el pensamiento serio, “el lógos”, que decían los griegos y retoman los primeros pre-modernos desde el Quattrocento italiano. Las “ideas y creencias”, de que hablaba Ortega. Se llamaba Paulo Freire, (y recientemente hemos recordado un siglo de su nacimiento) y se le incluye -quizás sin mucha razones- en la corriente filosófico-teológica de la conocida como “Teología de la Liberación”, iniciada a finales de la década de los 70, a partir, sobre todo, del teólogo, actual dominico exiliado fuera de su Perú natal, Gustavo Gutiérrez, junto a un amplio sector de pensadores que, en distintas disciplinas teológicas, históricas, filosóficas, etc. conformaron esa importante corriente de pensamiento cristiano, asfixiado desde la Congregación para la Doctrina de la Fe en los ya lejanos años 80 del siglo XX.
En su obra principal, “Pedagogía del oprimido”, Freire habla de “varios tipos de conciencia”: “conciencia ingenua”, “conciencia oprimida”, “conciencia crítica”… Para el pedagogo brasileño, la dependencia y opresión, no sólo la política, sino también, la cultural, la antropológica, son estructuradas e insertadas en las conciencias de los seres humanos según los intereses de las clases dominantes, las clases que ostentan el poder, ya sea político, mediático, económico, religioso, etc, “los opresores”. Así, quienes han sido modelados, sutil e inconscientemente en muchas ocasiones y por mucho tiempo, por una ideología, religión o argumentario determinado, terminan asumiendo el “mensaje transmitido” y poseyendo una “conciencia ingenua”, incapaz de una reflexión crítica, de una apertura dialógica, de las incertidumbres propias de cualquier pensamiento que se precie. Algo así como lo que pasa con la propaganda y el marketing. La conciencia ingenua termina muchas veces convirtiéndose en una “conciencia fanática”, intransigente, en definitiva, irracional, incapaz de asumir o aceptar un discurso intelectual que no se adecue a sus “opiniones” introyectadas desde fuera. La conciencia ingenua, y mucho más, la conciencia fanática, es siempre una conciencia “oprimida”. El opresor, preso también de una ideología fanática y, a su vez, fanatizado, manipulado y repetido reiteradamente, construido a base de eslóganes atrayentes y breves consignas irracionales, es un fiel reproductor de sus “ideas sin ideas”, de sus “lugares comunes” emponzoñados como un virus seductor y totalizante con ínfulass de universalidad, unicidad, y teñido siempre de un dañino dualismo maniqueo que considera errático, agresivo, peligroso, inútil o “mercenario” a quien no piense, sienta y crea como él. Sólo ellos tienen “la verdad absoluta y fanática”, todos los demás están equivocados, conscientemente o no. ¿Algo parecido al conocido como “síndrome de Estocolmo”? Freire apuesta por una conciencia crítica, objetiva, realista, científica, pedagógica, de las razones y sinrazones de lo que ocurre.
No es nada nuevo. Apurando las cosas podríamos decir que la historia de la Humanidad es la historia del intento de convertir a los demás a mis propias ideas o pensamientos. Estas imposiciones culturales han sido causas (no todas) de muchas guerras, violencias y dominación de un pueblo o país por otro. El vencedor, después de la contienda, destruía totalmente los vestigios restantes del pueblo, religión o cultura conquistada. Quien no moría en la cruel batalla era desterrado, esclavizado. Las mujeres, incluso los niños, eran desterrados, violados, obligados a trabajar en la hera del conquistador y abusados para siempre como un fatuum trágico e inevitable. Esto es tan antiguo como la irrupción de los seres humanos pensantes en la Tierra. Nunca se ha aceptado plenamente, al menos en los primeros momentos y en la mayoría de las gentes, eso que llamamos la pluralidad cultural, étnica, sexual, lingüística, política, etc. que nos caracteriza como un ADN desde los orígenes de la Humanidad. Sentimos un miedo ancestral a la diversidad, a lo distinto, a lo que no coincide plenamente con lo que yo soy, pienso, siento o creo. En la unicidad, la reducción de culturas, etnias o religiones, nos sentimos “más seguros”. Lo demás “pertenecen a otra tribu”, en principio siempre peligrosa, sospechosa, capaz de agredirme y destruirme, al acecho, como yo he atacado y aniquilado. Así nacen todas las fobias, desde la xenofobia y la homofobia hasta los populismos y nacionalismos exaltados, tan actuales en el mundo de hoy. Es un “neo-tribalismo” excluyente y agresivo, crispante, y muchas veces violento. Como digo, es una de las causas más sobresaliente (y quizás, olvidada) del origen del colonialismo, las invasiones, las guerras, los ataques al extranjero, el bárbaro (convertido en concepto peyorativo) , enemigo más que adversario, disidente más que interlocutor, atacado “ad hominem”, más allá y más acá sus ideas, plausibles o no. Un pensamiento único, y por eso mismo, líquido, frágil, empecinado en el Uno y opuesto irracionalmente al Otro, al diverso, al diferente; al que “no es como yo”.