De ser un concepto prácticamente maldito, -”un término que asusta”, decía Congar- la palabra “reforma” está recuperando su envergadura como verdadero locus theologicus desde la proclamación de Francisco como papa. Y ha desatado, como no podía ser de otro modo, fuertes controversias, reservas y rechazos en el mismo interior de la Iglesia. Las reacciones anti-reforma no son nuevas en la historia de la Iglesia. Todos lo sabemos. Y seguramente hay “razones”, no sólo históricas, sino también psicológicas, doctrinales y disciplinares para ello.
No sería ocioso hacer un análisis objetivo de esos motivos “contrarreformistas” que pululan actualmente en discursos, tomas de postura, redes sociales, e, incluso, en declaraciones de altos jerarcas de la Iglesia. La caja de los truenos la ha abierto el papa Francisco con sus gestos y palabras. En su Evangelii gaudium, sin embargo, el papa apenas cita el concepto; lo hace solamente en siete ocasiones y otras diez refiriéndose a “renovación”, otra palabra que puede identificarse con “reforma”. En cualquier caso, estoy convencido de que la comezón que produce una posible “reforma eclesial” tiene múltiples raíces y raicillas, entre otras la conmoción doctrinal que puede provocar. Y es que, tal vez, no todos entendemos lo mismo cuando hablamos de “reforma”. A mi modo de ver las cosas, es urgente un planteamiento sereno y sincero de qué entendemos por reforma o renovación eclesial.
Vienen en nuestra ayuda dos colosos de la reflexión eclesiológica, ya clásicos, pero cimientos imprescindibles para esa profundización inevitable. Dos grandes obras teológicas de dos grandes teólogos: Yves Congar y Karl Rahner, acaban de ser reeditadas este año después de décadas de estar agotadas. Me refiero a “Verdadera y falsa reforma en la Iglesia” del dominico Congar (editada por Sígueme) y “Cambio estructural de la Iglesia” del jesuita Rahner (editada por PPC). También los dominicos de Salamanca, en su editorial San Esteban, han publicado otra antigua obra menor de Congar: “Por una Iglesia servidora y pobre”.
En una radiografía sobre las razones o sinrazones de la animadversión a la reforma eclesial, poder desentrañar lo que realmente significa la Iglesia “semper reformanda” me parece algo esencial. Incluso el Concilio omite una referencia explícita a la reforma de la Iglesia, exceptuando quizás una conocida cita de Unitatis reintegratio 6 referida al diálogo ecuménico; hay que acudir al concepto afín de “renovatio” en Gaudium et spes 21 y Lumen gentium 8; lo que no significa que el espíritu de reforma eclesial esté ausente del Vaticano II. Es el concepto “aggiornamento” tan querido y utilizado por Juan XXIII.
Congar, en su libro ahora reeditado y escrito en el lejano 1946, nos habla de que la reforma eclesial es una necesidad hondamente esperada y sentida en la Iglesia; y Rahner, que publica su obra antes citada en 1974, nos llama la atención sobre el riesgo de convertir a la Iglesia en un gueto o en una secta si no se somete a un constante “cambio estructural”. Por supuesto, para ambos teólogos, toda reforma estructural de la Iglesia pasa necesariamente por una conversión del corazón. La reforma es, siempre, metanoia, personal y estructural. Y el papa Francisco, a pesar de las críticas que recibe (“ningún papa tuvo tantas resistencias como Francisco”, escribe Andrea Riccardi), es consciente de ello: “Sin vida nueva y auténtico espíritu evangélico, sin ‘fidelidad de la Iglesia a la propia vocación, cualquier estructura nueva se corrompe en poco tiempo” (Evangelii gaudium, 26).
Bienvenidas sean, pues, las obras de Congar y Rahner, tan poco publicitadas, por cierto. Ojalá sean leídas y reflexionadas con un corazón limpio y libre. Nos vendrá bien a todos