Quiero

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Hoy un leproso sale al encuentro de Jesús. Lo hace sabiendo que no puede acercarse, que lo tiene prohibido porque su enfermedad (como todas en aquella época) era fruto del pecado, del suyo o de sus padres, tanto da.
Sabiendo que está violando la ley del mismo Dios se pone de rodillas y suplica. Lo hace desesperadamente, con la súplica que nace de la soledad, de la exclusión más lacerante. Y cree lo que le dice: «Si quieres puedes limpiarme».
Ese «si quieres» que es seguridad en aquel que todo lo puede en la fragilidad del amor.
Y Jesús hace cuatro movimientos.
El primero es el que hace nacer a todos los demás: sintió lástima. Esa lástima de unas ovejas sin Pastor, de la muerte de su amigo Lázaro que lloran sus hermanas, de la hora de los olivos y de olor a muerte…
Lástima de un Dios que la vivió desde el comienzo. Fragilidad que hace que Dios sea más Dios a los ojos de unos y deje de ser Dios a los ojos de otros.
El segundo movimiento fue extender la mano. La mano que bendice, que da de comer, que dibuja en el suelo secretos que no conocemos mientras que otros condenan a un débil sin derechos. La mano de Dios.
El tercer movimiento es el más escandaloso. Toca. Toca lo intocable, se hace pecado rozando con los dedos la culpa visible y contagiosa. Los dedos de Dios que así para muchos se hacen misericordia infinita que cura y reintegra en la vida. Para otros deja de ser Dios, porque Él nunca puede contaminarse con el pecado.
Y el último movimiento: la palabra que recrea. «Quiero, queda limpio». Como la del inicio que creaba y veía que era bueno todo lo que hoy a nosotros nos suele pasar desapercibido.
Sentir lástima, extender la mano, tocar y decir… Y amar. A un leproso que no merecía nada, condenado justamente por su propio pecado. Hermosura de un Dios que es más Dios en la debilidad del amor, aunque algunos no puedan creerlo.

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