“QUEREMOS VER A JESÚS”

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No es fácil describir el momento en que nos encontramos. Por una parte, nos encontramos en una noche: la pandemia con sus consecuencias de muerte, enfermedad y temor, la división entre nosotros -culpándonos unos a otros- como se percibe en el ámbito político, económico, social y también religioso: ¡la humanidad está muy herida y fragmentada! Por otra parte, en nuestra noche aparecen luces que brillan: no podemos negar la grandeza del bien, presente en este mundo. En medio de todo esto queremos ver a Jesús. Necesitamos un apóstol que nos lleve a Él… Y tal vez… una Voz del Cielo se escuche que nos lo explique todo.

¿Queremos ver a Jesús?

¡Queremos ver a Jesús! Esta fue la frase de unos griegos que querían ver a Jesús cuando se encontraban en Jerusalén con motivo de la celebración de la Pascua. ¿Resuena hoy también una frase semejante? Ese debería ser nuestro deseo más vivo, como seguidores de Jesús que somos. Nos encontramos en un momento crítico de nuestra historia.

Nos estamos acostumbrando a prescindir de nuestro Redentor, como si estas situaciones dramáticas de la historia humana nada tuvieran que ver con Él. Si es el Redentor universal, ¿no tendrá nada que ver con esto que nos ocurre?

¡Queremos ver a Jesús! clamamos también hoy nosotros. ¡Queremos poder proclamarlo, hoy también, nuestro Redentor! Hemos de proclamar ante el mundo la validez de su misión, el éxito de su sacrificio y muerte, la fuerza transformadora de su sangre “derramada por todos”, la validez de la Nueva y definitiva Alianza.

Sin embargo, ¡qué difícil nos resulta defenderlo, sin recurrir a tópicos y a frases vacías! ¿De qué nos sirve proclamar que sólo hay salvación en Jesús si ni la gente ni nosotros podemos mostrar que Jesús salva y libera de la guerra, de la muerte, del odio?

¿Porqué se dirigen a Felipe?

Es curioso que los griegos escogieran precisamente a Felipe para que les mostrara a Jesús.

Los griegos le piden a Felipe que les muestre a Jesús. Y en la última Cena Felipe le pidió a Jesús: “Muéstranos al Padre y ¡esto nos basta!”.

La figura del apóstol Felipe tiene que ver con los deseos humanos de “ver”, de “encontrarse” con el Misterio de Dios. Su deseo apostólico era poder mostrar a Jesús y también poder mostrar al Padre.

¡Bienaventurados los que sin ver creyeron!

No debemos olvidar lo que Jesús dijo en su última aparición a Tomás: “Bienaventurados los que sin ver, creyeron”.

La fe acontece en la oscuridad. Nuestro deseo de ver, no puede quedar cumplido del todo.

Para ver a Jesús hemos de entrar en el Misterio de su Muerte, en el ámbito de su entrega sin condiciones a la Nueva Alianza.

Jesús no se deja ver y, por eso, se compara con el grano de trigo que cae en tierra y muerte. Jesús es eficaz en su kénosis, en su abajamiento, en la pérdida de su imagen social y pública, en la pérdida de su vida.

Es el Redentor más paradójico que pudiéramos imaginarnos:

No está con los ejércitos conquistadores, ni con las armas más poderosas y eficaces.

No gana las guerras convencionales. Podríamos decir que las pierde todas, como perdió su vida en el Calvario.

Pero es en esa muerte y pérdida donde gana.

Seguir a Jesús… para verlo

Este domingo es una llamada a seguir a Jesús para verlo.

No se ve a Jesús a través de una aparición o una audiencia.

Jesús, nuestro Mesías, no puede ser contenido en una imagen, en una idea, en una experiencia transitoria.

Jesús está escondido en la pequeñez, en la pobreza, en la debilidad humana, en las necesidades que nos abruman. Jesús es Mesías desde lo último y de los últimos. Seguir a Jesús es entrar en ese mundo, submundo.

Se le ve siempre de espaldas. Lo ve quien se sumerge con Él en la tierra y muere y entrega su vida; quien entra con Él en la angostura y angustia que el mal genera en los inocentes.

La señal del cielo: la voz del Abbá que escucha nuestra voz

Vendrá, en todo caso, una señal del cielo, la voz del Abbá que declara:

“Lo he glorificado y lo glorificaré”.

No es fácil ver la luz en la tiniebla, la vida en la muerte, la salvación en la destrucción. Hay momentos en los que se afloja la confianza en el Dios fiel y uno siente la tentación de sentir que Dios nos ha abandonado.

“Aunque una madre se olvide del hijo de sus entrañas, yo no me olvidaré de ti”.

También Jesús se preguntó por el Dios de la Alianza y su fidelidad:

“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.

También Jesús sintió la noche de la fe. En los días de su vida mortal gritó, suplicó al que podía salvarlo de la muerte.

Y ¡he aquí lo más paradójico! ¡Fue escuchado! ¡Por su actitud reverente y confiada! Porque se comportó en todo momento como hijo. Ésta es la clave de la fe.

En este tiempo dramático, la oración no es inútil.

La oración es la puerta para la esperanza.

No somos nosotros los que hacemos que venga el Reino de Dios y se cumpla su voluntad.

Somos nosotros los que, con nuestro deseo intenso y nuestra oración permanente, atraemos a nuestro Dios y creamos el ámbito en el que Él manifiesta su Reinado y cumple su voluntad. El Reino llega a nosotros como una semilla –acogida en nuestra tierra– que después produce una preciosa espiga transformada, icono viviente del reino de Dios.

¿Dónde está nuestro Redentor?

¿Dónde detectar al Dios de la Alianza nueva y eterna? Nuestra relación con Jesús, nuestro Señor y Maestro, se realiza en la oscuridad, en esta oscuridad. Nuestra fe en Él está pasando por una noche. ¿Quién nos podrá salvar? Unos invocan a Alá, otros a Yahweh. Nosotros, como los griegos del Evangelio de este domingo, queremos “ver a Jesús”, queremos seguir a Jesús. Sabemos muy bien que hemos de esperar, que hemos de pasar por sombras de muerte: pero nada tememos, porque Él va con nosotros. Aun en medio del horror, sabemos que todo contribuye al bien de los que Dios ama. ¿Quién nos podrá separar de su amor?