En la sencilla celebración de Domingo de Ramos donde participé este año, me resonó de nuevo. Llovía bastante. En la capilla de un campus vacío, quizá no éramos más de 25 para la bendición de Ramos. Nada te llevaba a gritar ¡Hosanna! enfervorecida. Y tampoco escuchando las lecturas y la Pasión me surgía por dentro gritar a Jesús: ¡Grande!
Y cada año lo mismo. Aparentemente, al menos.
No sé qué tenemos en la cabeza cuando decimos que alguien es muy grande o cuando nos parece que es una meta en la vida, por mucho que repitamos frases hechas aprendidas: “no, gracias… tú sí que eres grande…, no, grandes vosotros…”
¿Grande? La realidad te devuelve la verdad, a veces como una solemne bofetada. Y entra Jesús en un burro mientras los niños (¡los niños de la calle!) le aclaman. La escena no deja de ser dantesca y dramática cuando miras el cuadro completo.
Huyo de los “grandes”. También de los “humildemente grandes”. Peor. Quizá es una etapa y se me pasará. Pero hoy me produce urticaria. Y yo misma de “grande” también me la produzco. Hay tanto “grande” admirable que no pasaría la prueba de la intrahistoria, de la bondad con los de casa, de la coherencia cuando nadie mira, de los que priorizan qué necesita el conjunto antes que su pequeño grupito de incondicionales o las propias ganas o los sueños personales…
Me quedo con el de la borriquilla. Entre el ridículo y la ternura. Supo lo que tenía que hacer y quiso hacerlo. A ver si soy capaz de quedarme toda la Semana (Vida) con Él… a un ladito.