jueves, 28 marzo, 2024

Propuesta de Retiro Noviembre

«Creo en la comunión…»

Introducción

En el tercer artículo del Credo apostólico confesamos: “Creo en el Espíritu Santo… en la Iglesia católica, en la comunión de los santos”. En este retiro vamos a centrar nuestra meditación en esta confesión de fe, resaltando, sobre todo, el “creo… en la comunión”.

El Espíritu Santo nos une con el lazo de la fraternidad a quienes concede el don de un corazón de hijos e hijas. El Evangelio es un mensaje de comunión: “Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos también a vosotros, para que vosotros estéis en comunión con nosotros. Nuestra comunión es con el Padre y con el Hijo” (1 Jn 1,3-4). El Espíritu Santo introduce en el mundo la comunión que él mismo realiza entre el Padre y el Hijo.

Creer en la comunión no es simplemente creer que podemos tolerar nuestras diferencias, respetar nuestras distintas formas de pensar o convivir manteniendo las distancias. Creer en la comunión forma parte del tercer artículo de nuestra fe.

“Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá… ¿Crees esto?, le dice Jesús a Marta cuando falleció su hermano Lázaro (Jn 11, 25-26). Nuestra fe se centra en ese “Yo” y en ese “esto”, es decir, se centra en la persona de Cristo, a la que nos adherimos y en la verdad por Él proclamada. Nuestra fe nace en la comunión, y se vive en la comunión. Es un acto de comunión con Cristo en su misterio pascual. Por la fe, el creyente “va a Cristo”: “Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba”, como dice la Escritura: “De su seno correrán ríos de agua viva. Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él” (cf. F. X. Durrwell, Cristo, nuestra Pascua).

Cuando la fe es débil, está en crisis, entonces no es fácil confesar: “Creo en la comunión”. Lo espontáneo es, entonces, no creer y dejar que nuestras relaciones comunitarias se deterioren día a día; o partir de la convicción de que con algunas hermanas o hermanos de comunidad es imposible entenderse y compartir; o desconectarse de quienes sufren en nuestro mundo; o, en última instancia, pensar que es imposible vivir en comunión permanente y creciente con Jesucristo.

En este retiro meditemos en la profundidad y la anchura del Evangelio de la comu-nión:

– La comunión fraterna: espacio humano habitado por la Trinidad.

– La comunión solidaria: el rostro doliente de Cristo.

– La comunión con los santos: “la santidad es el adorno de tu casa” (Salmo 92).

– La comunión con Dios: pasión por la santidad de Dios.

La comunión fraterna: espacio humano habitado por la Trinidad

En su primera carta, el evangelista Juan concibe la comunidad (Iglesia) como la reunión de los creyentes en Cristo que forma una comunión (koinonía) con el Padre y con su Hijo Jesucristo (Jn 1, 3) y reciben el don del Espíritu Santo (3, 24; 4, 13). Desde su origen, la Iglesia es consciente de la unidad misteriosa que actúa en ella. No sólo una unidad de espíritus, sino en el Espíritu Santo, “que funde a todos en el fuego de la caridad” (San Agustín, Sobre la Trinidad, 4, 9).

La primera carta de Juan desarrolla los criterios de la comunión en el capítulo cuarto:

– Dios es amor (4, 8.16).

– Como Jesucristo, así seremos no- sotros en este mundo (4,17).

– Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve (4, 20).

Jesús es fuente de vida, levadura de comunión: así también podemos ser no-sotros “en Él”. Vivir en las fuentes de la fe y del amor es vivir en la comunión.

Por eso podemos decir también: quien no vive en comunión con su hermano, con su hermana de comunidad, a quien ve, no puede vivir en comunión con Dios a quien no ve. En la vida consagrada “ninguno vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo” (Rom 14, 7). “A cada uno se nos ha dado una manifestación del Espíritu para provecho de todos” (1 Cor 12, 7). A la vida consagrada se le pide, en este tercer milenio, vivir la espiritualidad de la comunión en su interior1. Se cuenta de santa Teresa del Niño Jesús, que cuando en su última enfermedad le llevaron una gavilla de trigo, ella extrajo la espiga más bella y dijo: “Esta espiga es la imagen de mi alma; el buen Dios me ha llenado de gracia a favor mío y para bien de los demás”. Teresa vivió con mucha intensidad el misterio de la comunión de los santos.

La Iglesia y el mundo piden de nosotros, de los consagrados, ser “expertos en comu-nión” y que vivamos una “espiritualidad de comunión”2 . La espiritualidad de comunión hace crecer la Iglesia en hondura y extensión. La vida de comunión se convierte en un signo para el mundo y una fuerza atractiva que conduce a creer en Cristo (Jn 17, 21). Así la comunión se abre a la misión, haciéndose ella misma misión.

Quien ama vive en las personas a las que ama y desea hacerlas vivir en sí mismo: “Os llevo a todos en mi corazón –decía Pablo–, vosotros que en mis cadenas participáis de mi gracia” (Fil 1, 7).

“Nuestras existencias están en profunda comunión entre sí, entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal. Así, mi intercesión en modo alguno es algo ajeno para el otro, algo externo, ni siquiera después de la muerte. En el entramado del ser, mi gratitud para con él, mi oración por él, puede significar una pequeña etapa de su purificación. Y con esto no es necesario convertir el tiempo terrenal en el tiempo de Dios: en la comunión de las almas queda superado el simple tiempo terrenal. Nunca es demasiado tarde para tocar el corazón del otro y nunca es inútil” (Spe Salvi, 48).

Vamos a resaltar algunos rasgos de esta espiritualidad de comunión, siguiendo lo que nos dice la Instrucción: “Caminar desde Cristo”3. Vivir la espiritualidad de comunión significa ante todo:

– “Una mirada del corazón hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado”.

– “Capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como uno que me pertenece…”.

– Compartir las alegrías y los sufrimientos de los hermanos; intuir sus deseos y atender a sus necesidades; ofrecerles una verdadera y profunda amistad.

– Capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios.

– Saber «dar espacio» al hermano llevando mutuamente los unos las cargas de los otros.

– Es el clima espiritual de la Iglesia. Es el camino maestro de un futuro de vida y de testimonio.

– La santidad y la misión pasan por la comunidad, porque Cristo se hace presente en ella y a través de ella.

– El hermano y la hermana se convierten en sacramento de Cristo y del encuentro con Dios, necesidad insustituible para poder vivir el mandamiento del amor mutuo y por tanto la comunión trinitaria.

Así es como la vida fraterna quiere reflejar la hondura y la riqueza de este misterio, configurándose como espacio humano habitado por la Trinidad, la cual derrama los dones de la comunión que son propios de las tres Personas divinas. Así ponemos de manifiesto que la participación en la comunión trinitaria puede transformar las relaciones humanas, creando un nuevo tipo de solidaridad4.

– ¿Siento a mi hermano, a mi hermana de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico, como “uno que me pertenece”?

– Mis hermanos y hermanas de comunidad, ¿son para mí sacramento de Cristo y del encuentro con Dios?

– ¿Hago de mi comunidad un espacio habitado por la Trinidad?

La comunión solidaria: el rostro doliente de Cristo

La santidad es un don que el Espíritu nos concede. Pero este don no consiste en tener, no es una propiedad; es comunión. Dios mismo no posee las riquezas de la gracia, es la Gracia, es comunión. En la Trinidad no existe “lo mío”, “lo tuyo”: forman la comunión total, la donación sin límites. Vivimos en esta dinámica de la comunión cuando nos encontramos con personas en las que descubrimos el rostro doliente del Hijo de Dios y también su rostro resucitado. Como Él se hizo presente en el diario vivir, así también hoy está en la vida cotidiana donde continúa mostrando su rostro y ofreciéndose para ser encontrado. Para reconocerlo es preciso una mirada de fe que nos capacita para verlo en los rostros sufrientes de nuestros hermanos:

– “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; o sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero, y te acogimos; o desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte? Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 31-45).

El Señor, está delante de nosotros, en cada persona, identificándose de modo particular con los pequeños, con los pobres, con el que sufre, con el más necesitado. Viene a nuestro encuentro en cada acontecimiento gozoso o triste, en la prueba y en la alegría, en el dolor y en la enfermedad.

Hoy se muestran nuevos rostros, en los cuales reconocer, amar y servir el rostro de Cristo allí donde se ha hecho presente5.

Hoy estamos viviendo en nuestro mundo situaciones inhumanas, en las que vemos la falta de respeto a la dignidad de la persona. Así el Papa Francisco nos hace una llamada exigente y responsable, nos invita al ayuno y a la oración ante los últimos acontecimientos que estamos viviendo en nuestro mundo, y nos ha pedido “rezar juntos por quienes han perdido la vida, hombres, mujeres, niños y por los familiares y por todos los refugiados” y ha invitado a “unir los esfuerzos para que no se repitan tragedias similares” ya que “sólo una decidida colaboración de todos puede ayudar a prevenirlos”. El Papa, hace un llamamiento contra “la globalización de la indiferencia: la ilusión por lo insignificante, por lo provisional, nos lleva hacia la indiferencia hacia los otros, nos lleva a la globalización de la indiferencia”.

En la “comunión de los santos” “ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo” (Rm 14, 7). “Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte” (1 Co 12, 26-27). “La caridad no busca su interés” (1 Co 13, 5; cf. 10, 24). El menor de nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos, que se funda en la comunión de los santos. Todo pecado daña a esta comunión (Catecismo de la Iglesia Católica, §5, 953).

Que nos preocupemos de compartir en la caridad, las angustias y las tristezas, las alegrías y las esperanzas de los hombres, y así les mostremos el camino de la salvación6. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en el corazón de la Iglesia y de los religiosos.

– ¿Nuestras comunidades son acogedoras?

– ¿Ofrecen nuestras comunidades, experiencias concretas de comunión que atraigan la mirada desencantada de la humanidad contemporánea?

– ¿Cómo es nuestra mirada sobre este mundo contemporáneo? ¿Vemos en él una invitación de Dios a ser testigos de su nombre?

La comunión con los santos: “la santidad es el adorno de tu casa”

(Salmo 92)

“Creo en la comunión de los santos” es la explicitación del “Creo en el Espíritu Santo… y en la Iglesia”. “¿Qué es la Iglesia, sino la asamblea de todos los santos?” La comunión de los santos es precisamente la Iglesia7.

“No veneramos el recuerdo de los del cielo tan sólo como modelos nuestros, sino, sobre todo, para que la unión de toda la Iglesia en el Espíritu se vea reforzada por la práctica del amor fraterno. En efecto, así como la unión entre los cristianos todavía en camino nos lleva más cerca de Cristo, así la comunión con los santos nos une a Cristo, del que mana, como de Fuente y Cabeza, toda la gracia y la vida del Pueblo de Dios” (LG, 50). (Catecismo de la Iglesia Católica, §5, 957).

La comunión de los santos no se entiende adecuadamente con la metáfora de los “vasos comunicantes”, como si se tratara –ante todo– de compartir los bienes. La comunión de los santos es comunión de personas. La comunión de bienes es una consecuencia de la comunión de las personas. Lo que nos enriquece no es aquello que Jesús nos da, sino la entrega de su Cuerpo y su Sangre, de su persona entera. Gracias al Espíritu, Jesús es donación total. Esto es también lo que el Espíritu Santo realiza en no-sotros: cuando una persona agraciada por el Espíritu ama a sus hermanas o hermanos, los une a sí y los consagra en su propia santidad.

La comunión de los santos es de los santos, es decir, de las personas en cuanto pertenecientes las unas a las otras. Es vinculación: “la del Espíritu Santo… por el que todos los que son de Cristo crecen juntos y en Él se unen entre sí, formando un solo cuerpo”8.

El Espíritu de comunión es “Espíritu creador”, su presencia crea comunión. Él es el amor mutuo del Padre y del Hijo. Derramado en Cristo y en los fieles, los une en el único cuerpo de Cristo y en su única Persona. No hay mayor riqueza que la de la mutua pertenencia de las personas. Tal es la de Dios trino, en la que cada Persona es y vive para la otra. La comunión es vivificadora. El Espíritu vivifica unificando y creando comunión.

La Eucaristía es el sacramento por excelencia de la comunión de los santos. Es Cristo mismo quien se da y enriquece a los fieles con su misma persona. Dándose a sí mismo, atrae y une a los unos con los otros en su cuerpo (1 Cor 10, 16-17) con los vínculos del Espíritu Santo. Hace de ellos lo que es Él mismo: seres autodonantes dentro de su mutua pertenencia.

Así lo oramos y pedimos en la epíclesis de la plegaria eucarística: “Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo”.

– ¿Vivo y acojo la presencia del Espíritu en mi vida, en mi comunidad?

– La comunión es vivificadora. ¿Siento, sentimos que el Espíritu nos vivifica unificando y creando comunión?

– En la eucaristía, presta especial atención a la epíclesis: “que el Espíritu Santo nos congregue en la unidad”.

– La santidad es el adorno de tu casa, dice el salmo 92. Mi unión con Dios y con los hermanos, ¿embellece a mi comunidad, a la Iglesia?

La comunión con Dios: pasión por la santidad de Dios

En la Iglesia entramos en comunión con Dios, formamos parte de su pueblo gracias al bautismo, somos introducidos en la familia de Dios, somos hijos del Padre, hermanos de Jesús y tenemos su mismo Espíritu. Por esto podemos llamar a Dios ¡Padre! (Gal 4, 6; Rm 8, 26). Dios ha querido comunicarnos su propia vida, nos ha invitado a formar parte de su familia.

La función de signo que el Concilio Vaticano II9 reconoce a la Vida Consagrada se manifiesta en el testimonio profético de la primacía de Dios y de los valores evangélicos en la vida cristiana.

Todos nuestros fundadores han ejercido un auténtico ministerio profético, haciendo presente el amor de Dios, desde los distintos carismas concedidos por el Espíritu Santo.

La verdadera profecía nace de Dios10, nace de la amistad con Él, de la escucha atenta a su Palabra en los diversos momentos y circunstancias de la historia. El profeta siente arder en su corazón la pasión por la santidad de Dios.

Acogiendo cada día la Palabra en el diálogo de la oración, proclamándola con la vida, con los labios y con los hechos, nos hacemos portavoces de Dios.

– ¿Siento arder en mi corazón la pasión por la santidad de Dios?

– ¿Cómo es mi acogida diaria a la Palabra de Dios?

Oremos juntos

Que en este día de retiro, el encuentro fuerte y personal con Cristo en la Palabra y en la eucaristía, encienda nuestros corazones; y que el Espíritu haga brotar en no-sotros el fuego de la comunión. ¡Qué bien lo expresó san Bernardo cuando escribió: “He pasado toda la noche con el corazón encendido, y a fuerza de meditar brotó el fuego”.

Fue éste el misterio que vivió María, nuestra madre. Lo expresó bellamente el Papa Benedicto en su encíclica Spe Salvi:

“La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía. Y ¿quién mejor que María podría ser para nosotros estrella de esperanza, Ella que con su «sí» abrió la puerta de nuestro mundo a Dios mismo; Ella que se convirtió en el Arca viviente de la Alianza, en la que Dios se hizo carne, se hizo uno de nosotros, plantó su tienda entre nosotros (cf. Jn 1,14)? (Benedicto XVI, Spe Salvi 49).

Oración a partir del texto de

Efesios 4, 1-7. 11-15.

Necesitamos tu ayuda, Señor,

si queremos comportarnos como pide la vocación

con que nos has llamado a ser Iglesia tuya:

siendo siempre humildes, amables,

comprensivos,

y con una enorme capacidad

de soportarnos unos a otros con amor,

esforzándonos en mantener la unidad

del Espíritu

con el vínculo de la paz.

Formamos un solo Cuerpo

y tenemos un solo Espíritu,

como una sola es la esperanza

de la vocación

a la que hemos sido convocados.

A un solo Señor debemos lealtad,

a una sola fe, a un solo bautismo,

a un solo Dios, Padre de todos,

que lo trasciende todo,

y lo penetra todo,

y lo invade todo.

La gracia se nos ha dado a cada uno

según la medida de tu don,

Señor Jesucristo.

Porque eres Tú

quien ha querido constituir

a unos, apóstoles, a otros, profetas,

a otros, evangelistas,

y a otros, pastores o maestros.

Tú nos has equipado a cada uno

con unos dones

en función de nuestro propio ministerio,

para la edificación de tu Cuerpo.

Llévanos a ser hombres perfectos,

y no niños sacudidos por las olas

y llevados al retortero

por cualquier viento

de doctrina de hombres

que conducen al error.

Que realicemos la verdad en el amor

y hagamos crecer todas las cosas hacia Ti,

que eres la cabeza de la Iglesia,

Cristo Jesús, Señor nuestro12. n

1 Instrucción Caminar desde Cristo, 28.

2 Vita Consecrata, 46.

3 Caminar desde Cristo, 29.

4 Vita Consecrata, 41.

5 Caminar desde Cristo, 27.

6 Plegaria Eucarística V/c . Jesús; modelo de caridad

7 Catecismo de la Iglesia Católica, §5, n 946.

8 Lumen Gentium 49.

9 Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 44.

10 Vita Consecrata, 84.

11 En la festividad de Todos los Santos. Sermón primero. San Bernardo, abad.

12 Oración extraída del libro La Oración Pastoral de san Pablo. Jean Lévêque y VV. Monte Carmelo 2008.

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