DIOS ESCONDIDO
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Entrar en lo escondido
Descubrir el propio lugar como medida de la madurez y valorarlo adecuadamente es una conquista de la sabiduría de la vida.
Ese lugar nada tiene que ver con el éxito social, o el reconocimiento de los demás. Es un sitio interior, una actitud de ligereza en la asunción de todas las capas de lo que uno es, aquellas para las que ni siquiera tenemos palabras. Un lugar en el que no importa ni lo que los demás opinan de nosotros, ni siquiera la idea que nos hacemos de nosotros mismos. Un espacio íntimo, lugar de serenidad y de intimidad, desde el que descifrar los secretos de la vida.
Este lugar sólo se puede señalar como “lo escondido”. Donde aprendemos a descifrar la vida; donde buscamos que nos entregue su tesoro más preciado, aquel que no se le puede arrebatar a fuerza de puños, el que no se compra con todo el oro del mundo, el que podemos perder de un modo tan sumamente fácil.
Allí es donde debemos acudir para orar o para intentar orar, para hacer posible la emergencia del Dios escondido en nosotros y en los avatares de nuestra vida. Un lugar en donde no cuentan los reflejos, sino la realidad primera, la que queda sugerida desde el corazón, el interior de la persona, el centro vital que somos y desde el que nos nutrimos.
El texto de Mateo (Mt 6, 5-6) nos señala ese lugar al que hemos de acceder y en el que debemos protegernos del espacio público, de lo de afuera. Son dos escenarios y dos actitudes muy distintas las que se nos proponen: orar de pie en las esquinas de las calles y entrar a orar en lo escondido de la alcoba. Cada una de ellas desarrolla un itinerario diferente de dirigirse a Dios.
Orar de pie en las esquinas es propio de los fariseos, los que actúan para ser vistos y alabados por los demás. La religiosidad, aun la mejor intencionada, tiene su propio doble fondo: no es, primariamente, una devoción del corazón enamorado, sino un lugar de adquirir reconocimiento ante los ojos de los demás.
Es una forma de ganar prestigio a base de publicitar lo más íntimo: la moción del corazón. El amor verdadero no se puede ocultar, pero una devoción que tanto se empeña en mostrarse, pone por delante lo propio, se deja atraer demasiado por la figura y olvida el misterio de lo escondido. “¡Ya han recibido su paga!”: así nos ilustra la palabra del Señor.
Entrar en casa expresa una actitud de movimiento, de afuera a dentro, de la calle donde transitamos indiferentes, al lugar en donde se condensa la trama de la mutualidad. Pero, además, entrar en la alcoba tiene un signo especial de intimidad recogida: ahí es donde hay que cerrar tras de sí la puerta para aislarse del mundo de los reflejos y esperar pacientemente “al que mora en lo escondido”.
Se trata de hacer la experiencia de entrar en lo escondido, en la gruta del Horeb, en la hendidura de la peña del Sinaí, en el interior de la tienda como Sara, en el corazón y centro de la vida… Allí en donde hay una mirada nueva y diferente: la de Aquel que ve en lo escondido y sabe derramar la “paga” como una medida remecida y amplia: su propio Corazón.
La oración se hace más por unción que por especulación: no se trata tanto de pensar, cuanto de amar. Y, siguiendo la indicación de santa Teresa, debemos dejarnos mover por aquella inclinación a amar y más amar. Esta es la principal tarea que nos traemos entre manos: poner todo el deseo en Dios y en su afecto, dejarnos conducir adonde el corazón nos lleve.
Lo más sencillo es ir haciendo, poco a poco, un gran silencio en nuestro corazón, dejarlo libre de preocupaciones, no estorbarlo de ningún modo, hacer que se recoja a menudo, hasta encontrar el lugar de sosiego por el que pueda entrar la iluminación de Dios, estando libre y tranquilo. El hecho de que pocas personas puedan encontrar ese lugar de calma en la presencia de Dios, es porque no estamos suficientemente vigilantes para mantenernos en él.
Entrar en la intimidad en el juego de la libertad
Para orar en la serenidad del corazón ardiente es necesario aprender a jugar el juego de la libertad. Lo que más estorba y retarda la entrada en este tipo de oración es quererse someter a los caminos trillados. Hay personas que son acompañadas en un método demasiado estricto, en el que lo importante es la disciplina oracional, el discurrir de la inteligencia, el pensar y rumiar sobre ideas, por muy buenas que sean, pensando que de este modo alcanzarán el fruto apetecido. Pero se engañan.
La oración no nos pide una atadura corta, sino que deberemos aprender a largar sedal y dejarnos llevar por el Espíritu de Dios en la anchura de nuestro espíritu. El Señor quiere jugar con nosotros: nos atrae con cuerdas de amor, nos permite seguir la facilidad del gusto y sentimiento espiritual. En realidad jugar libremente en Dios significa dejarnos llevar hacia la familiaridad con Él, la más perfecta.
La familiaridad con Dios excluye cualquier tipo de constreñimiento y nos da la libertad que se dan los amigos para comunicarse sin trabas uno con otro, con arte pero sin un método preciso. Lo único importante es que en la amistad la comunicación aumente cada día más. Y como fruto jugoso del encuentro nacerá, no ésta o aquella consideración, sino un ir avanzando en la luz, la alegría, el gusto por Dios y las ganas de servirle en todo.
Orar en el juego de la libertad es dejar que nos prenda el deseo de su presencia y, en ella, expansionar nuestro corazón y esponjar nuestra alma. Libremente, como quien juega con su Amigo, como quien se entretiene en la dulce conversación y se deleita en su presencia. La familiaridad es un crecer en devoción, un encontrar en Dios el único tesoro y el único nutriente de nuestra vida. Abrirse ante el Señor en alabanza como ante quien nos da la libertad y refuerza nuestro afecto para vivir en la bondad de quien todo lo entrega y nada retiene.
Entrar en la intimidad familiar significa dejar que el mismo Espíritu divino nos unja con su dulce bálsamo y nos conduzca amablemente hacia una gran libertad interior, la más grande que una criatura humana puede alcanzar, no temiendo nada ni deseando nada que no sea agradar al Señor y cantar su gloria.
En este juego de la libertad cesa, de algún modo, nuestra actividad. Somos atraídos a un dulce reposo, que es el verdadero espíritu de la devoción, que nos hace cesar en el trabajo del alma para introducirnos en la consolación de Dios. Esa es la única acción en la que nos sentimos inmersos: que Él pueda continuar y perfeccionar su obra en nosotros.
Es muy importante que el alma se pueda acercar a Dios sin ningún temor ni alarma, ya que moralmente hablando, nada violento ni costoso puede mantenerse y durar indefinidamente. Lo más normal será que pronto se abandone la vida de oración si nos resulta un camino tan arduo y de una tan violenta y tediosa actividad.
Tenemos tantos y tan grandes deseos de vivir en Dios, de recurrir a su amor y su gracia, que es preciso descubrir el camino fácil y sosegado, el que nos va a cada uno; no sólo el adecuado, sino incluso el más dulce para nosotros. Sin la libertad y la audacia para acercarnos a Dios y para conversar con Él, con o sin palabras, no podríamos emprender el camino de la oración.
Por otro lado, cuando avanzamos con suavidad en el sendero de la oración fácil, en poco tiempo podemos avanzar mucho trecho, porque este proceder nos hace más esponjosos al soplo e inspiración del Espíritu y nos alienta en gran modo, al vernos tan deseosos de entregarnos a contentarle y dejarnos impulsar allá donde Él tenga a bien conducirnos. Puede el Señor tocar más de una cuerda de nuestro corazón y pueden sonar acordes y armónicas pulsadas por su divina mano.
En el límite del deseo ardiente
Que nuestra soledad más radical, ese misterio íntimo de donde se siguen todas las debilidades y complejos del ser humano, quede sustituida por una comunión de intimidad con el misterio, es algo que siempre nos desconcierta. Aunque Jesús así nos lo ha mostrado, de eso no nos cabe duda.
Dios, el misterio enigmático que nos atemoriza, se nos ha hecho Abba en Jesús, precisamente al introducir nuestra soledad en Él. Así hemos podido intuir la cercanía y la ternura exigente de su Presencia que se esconde. Ha sido el Hijo, el Amado, el que nos ha proporcionado esa entrada última en el misterio que todo lo sustenta. Precisamente es de esa intimidad de donde se desprende una fuerza sanadora muy grande.
Nuestra soledad ha comenzado a arder de deseo y esperanza; este es el núcleo del mensaje de Jesús: la irrupción de su Reino en el interior de nuestros corazones de carne. El reinado de Dios, que alcanza y renueva en profundidad toda la experiencia humana, nos reta a establecer otros vínculos con los demás.
Esta nueva experiencia de estar tan vivos es el reconocimiento de que Dios es el restaurador de toda soledad humana; es el Espíritu que nos enriquece con una promesa nueva, el que nos hace arder hasta el mismo límite de la vida, en una intensidad única del deseo.
El problema radica en que esta intensidad nueva del deseo se confronta ineludiblemente con los límites cortantes de nuestra realidad, que no se aviene a ella fácilmente, sino que más bien, nos enfrenta a otra verdad de la que no nos liberamos: nuestra impotencia ante la frustración, ante la carencia de lo inacabado, de lo incompleto, ante la muerte.
Tan radical es el desafío que la mortalidad ofrece a nuestro deseo ilimitado, es decir: a nuestro itinerario espiritual. Nuestra experiencia de la muerte nunca es plena, porque sólo tenemos de ella retazos, muertes pequeñitas, aunque no por eso menos dolorosas. No podemos conocer ya a nadie que haya muerto, porque si murió ya se rompió el vínculo que nos unía a su vida. Ya no sabemos nada de él o de ella.
Nuestro conocimiento de la muerte siempre es vicario: sabemos de otros que murieron; unos en la plenitud de la vida, otros en su curva final. Pero siempre se trata de otros, aunque su muerte nos comunique la tristeza del inevitable final también para nuestra vida. Lo que sí experimentamos es la ruptura de los lazos que nos unieron a ellos, nos sabemos, de pronto, incomunicados, abandonados: rota para siempre la comunicación con los seres que tanto amamos.
Este sentido intuitivo de la muerte sí que lo tenemos. Sabemos, por un lado, que nuestros deseos no tienen un límite preciso: nos llevan de objeto en objeto siempre insatisfechos, aunque precisamente ello sea lo que nos configura como seres de deseo y no solamente como soportes de necesidades.
También sabemos que la muerte de aquellos a quienes amamos nos limita para siempre el gozo de sabernos deseables para ellos y deseados ellos mismos por nosotros. Aún nos queda deseo por ellos cuando desaparecen, aún nos queda cariño y mucho a veces… pero ya no están. Ya no podremos nunca más sentir ese intercambio de deseos que era el fruto acabado de la felicidad.
¿Es la muerte la tumba irremediable del deseo?
La afinidad del deseo con la muerte se nos oculta siempre; estas son las dos realidades más separadas de nuestra vida. No tenemos ninguna experiencia del morir como para preguntarnos que le sucede entonces a nuestro deseo. ¿Es la muerte la tumba irremediable del deseo ilimitado del corazón? ¿O hay alguna posibilidad de experimentar alguna forma de muerte precisamente como ruptura del límite del humano deseo?
En las experiencias límite de la intensidad del deseo amoroso se suele producir un fenómeno que quizá nos pudiera acercar a la comprensión de lo que solamente intuimos. Cuando, en medio del fervor amoroso más vivo e intenso, uno de los enamorados muere de repente, se produce en el otro o la otra un tal desgarramiento del deseo que se asemeja mucho a lo que sufriremos cuando vayamos a morir.
En realidad, el amor intenso por la persona que amamos y nos abandona se convierte en una experiencia de morir estando vivos, tal es la aflicción que nos desgarra ante la inevitabilidad de la ruptura amorosa. No queremos aceptar esa quiebra del fluir de nuestro cariño, esa posibilidad, que nos parece imposible, de no volver a ver a la persona tan querida, de no poder abrazarla, de no poder intercambiar las muestras delicadas o ardientes de amor y de cariño. Llegamos a saber, ciertamente, lo que es la muerte.
La intensidad de esa llama doble del amor otorgado y recibido nos había situado al otro lado del tiempo, nos había hecho proyectar nuestro deseo más allá del tiempo y del espacio, a un estado único y especial en donde todo parecía ser posible. De ahí la irreductible soledad y el dolor de la separación que se nos impone.
Esta misma experiencia de amor y de muerte, en la que el deseo ardiente nos sitúa como referencia ineludible, siempre me ha hecho pensar que se nos regala en ella un ensanchamiento radical del alma, una capacidad de percepción del amor y del deseo totalmente nueva. Algo así como la noche oscura de los místicos, que es capaz de unir la más radical ausencia con el más ardiente deseo.
Por eso la pregunta más radical no se puede eludir: ¿es esta capacidad que experimentamos como algo nuevo, la condición de una plenitud del deseo más allá del límite? ¿Es esta experiencia la bienaventuranza de la libertad definitiva? ¿O es la manifestación de una indigencia aún mayor que nos produce un vacío total, una forma inaudita de desolación?
El dolor, cuando es extremo, siempre nos revela una verdad muy desnuda del ser humano: nos pone en un umbral, quizás indispensable, para llegar a ser verdaderamente humanos. Es como una desnudez esencial, como un vacío de lo superfluo de la vida, como un despojamiento virtual de todo lo que no somos, aunque lo hayamos sido tantas veces involuntaria o voluntariamente.
Desde ese despojamiento se nos libera, desde ese vacío se nos limpia de todas las adherencias inevitables que el amor propio ha ido coleccionando en las entretelas del corazón. Y ya nada sabemos…
Atravesar el umbral indispensable para la unión
El corazón de la experiencia de las discípulas y discípulos de Jesús del amor universal de Dios, del reino por venir, se vino abajo en el trauma de la cruz. Se encontraron con la lucha interior entre su sentimiento de culpa, y la soledad y la dispersión ante la posible amenaza de perder, ellos también, la vida. Realmente llegaron a saber lo que era la muerte.
¿Cómo se encontraron ellos ante ese tercer momento de su relación íntima con Jesús? Después de haberle vivido como el Profeta poderoso en obras y palabras, y haberle visto como el blasfemo, herido de Dios y humillado en la cruz, ¿cómo accedieron a la experiencia de retomar la relación con Él de nuevo, más allá del vacío del sepulcro, y de la experiencia de culpa por su terrible abandono?
Detrás de la experiencia de ruptura, de ese vacío total del alma desolada ante la separación del Amado de su corazón, se fueron encontrando en el umbral indispensable para la unión nueva y definitiva. Como cualquiera de nosotros, aunque de un modo único y muy especial, intuyeron que Dios es el único que es vida abundante al otro lado de la muerte. Y que Él inspiraba en ellos una especie de paz y de alegría inexpresables.
En los diversos, y misteriosos encuentros con el Crucificado vivo, se encuentran con Jesús como el ser transformado que se ha convertido en el centro de una nueva vida, del mismo modo que fue el centro del nuevo deseo en aquella vieja vida, cuando se le unieron en su recorrido por los caminos de Galilea.
La idea, que se les fue haciendo cada vez más clara, de que era necesario que el Mesías muriese para entrar en la Gloria, era una afirmación de que también Jesús tendría que ser arrancado de su lado y llevado a la muerte por su propio perfeccionamiento. Por tanto, también en la nueva vida, ese producto eucarístico de su entrega, será el centro de la reunión con ellos, desde el otro lado de la muerte.
Su trasfondo es: lo que nos humilla es lo que nos ensalza. Lo que significa que la acción del Viviente sólo será posible en aquellos que han perdido todo poder, todo recurso humano, que han tenido que afrontar la soledad de la muerte, ahora ya en un vínculo muy estrecho de solidaridad con el Autor de la Vida.
Los muertos somos todos nosotros, los que nos dejaron y los que aún vivimos, el sujeto inimaginable del poder del Ungido, las personas que están vacías de todo lo que nos llena: los pecadores, los marginados, los extrañados de este mundo hostil; aquellos que no queremos comulgar con lo inevitable de esta figura del mundo que pasa con sus fastos y seducciones.
El vacío del que estamos hablando es la impotencia de la que habla Pablo: es el estado de muerte, de desconexión, de pérdida de todo apoyo o vínculo ni humano, ni en las cosas. Aquél que llena nuestro vacío nos exige una condición: que aceptemos la impotencia radical de ser sin Espíritu, sin Amor desprendido, el único verdadero.
Se nos invita a aceptar la fragilidad como la sede del poder del amor, el único poder digno de tal nombre. Se nos apela a aceptar de una vez el fracaso primordial de querer apoyarnos, sin más, en la vida. Somos discípulos en la medida en que aceptamos la condición de estar muertos, en la impotencia que tenemos de sumergirnos en una crisis espiritual para ser elevados con Cristo al Espíritu.
Jesús resplandece en la muerte sólo para los que tienen ojos para mirar al Atravesado, y llena el vacío de sus corazones y recrea un corazón de carne, allí donde el dolor ha hecho trizas el corazón de piedra; lava y renueva desde el fondo todo el cieno y la arena que se ha ido depositando en el lugar en donde nacen las fuentes de la vida.
PLEGARIA AL CORAZÓN ATRAVESADO DE CRISTO
Corazón de Jesús, que sabes despojarte de tu rango por amor, haciéndote uno de tantos,
R/ Danos un corazón semejante al tuyo
Corazón de Jesús, que no te aferras a tu categoría de Dios, sino que asumes la condición de siervo por amor,
R/ Danos un corazón semejante al tuyo
Corazón de Cristo, entregado por nosotros, samaritano del mundo,
R/ Danos un corazón semejante al tuyo
Corazón de Cristo, grano fecundo de trigo en el surco de la historia,
R/ Danos un corazón semejante al tuyo
Corazón de Jesús, entregado en la Eucaristía como ofrenda filial de amor al Padre,
R/ Danos un corazón semejante al tuyo
Corazón de Cristo, que lavando los pies a tus amigos nos invitas con tus gestos al servicio fraterno,
R/ Danos un corazón semejante al tuyo
Corazón de Jesús, exaltado y triunfante sobre el egoísmo y el desamor de la humanidad,
R/ Danos un corazón semejante al tuyo
Corazón de Jesús, que de criador has venido a hacerte hombre y de vida eterna a muerte temporal,
R/ Danos un corazón semejante al tuyo
Corazón de Cristo, que clavado en la cruz, de tu costado manó sangre y agua,
R/ Danos un corazón semejante al tuyo
Corazón de Cristo, que en lo alto de la cruz atraes hacia ti y fascinas todas nuestras miradas,
R/ Danos un corazón semejante al tuyo
Corazón de Jesús abierto en la cruz, que nos entregas tu Espíritu, el Espíritu de la filiación,
R/ Danos un corazón semejante al tuyo
Corazón de Cristo atravesado por nuestros delitos, que nos amas y te entregas en cuerpo y sangre por cada uno de nosotros,
R/ Danos un corazón semejante al tuyo
Corazón de Jesús, manantial oculto de donde mana para todos la nueva vida,
R/ Danos un corazón semejante al tuyo
Corazón de Jesús, tesoro escondido de dimensiones y riquezas inabarcables,
R/ Danos un corazón semejante al tuyo
Corazón de Cristo, que renuevas la confianza con los tuyos y vienes a ellos con el oficio de consolar,
R/ Danos un corazón semejante al tuyo
Corazón de Cristo, amor oculto y vivo que nos abre el corazón del Padre,
R/ Danos un corazón semejante al tuyo
Corazón de Jesús resucitado, fuerza para nuestra debilidad y derroche de esperanza para todos,
R/ Danos un corazón semejante al tuyo
Corazón de Cristo, el Viviente, que nos haces tocar tus heridas para sanar en profundidad las nuestras,
R/ Danos un corazón semejante al tuyo
Padre bueno que has querido entregarnos el tesoro de tu amor en el corazón atravesado de tu Hijo, el Amado, danos “interno conocimiento” de su amor para que podamos gozar de un corazón semejante al suyo.
Por medio de María, nuestra Señora, te lo pedimos en el Espíritu del Amor.
Amén.