jueves, 28 marzo, 2024

PROPUESTA DE RETIRO EN JUNIO

21--Javier-Sancho-Junio_25---Retiro---Card.-F«ABRAZÁNDONOS CON SOLO EL CRIADOR» (C 6, 9)

La vivencia de la pobreza en Teresa de Jesús

(FRANCISCO JAVIER SANCHO FERMÍN, OCD). El tema de la pobreza siempre ha sido una realidad candente en la historia de la vida de la Iglesia. Una mirada atenta a su propia historia demuestra que muchas de las crisis y reformas han tenido mucho que ver con el enriquecimiento desmedido, así como la acumulación y mal uso de los bienes temporales.

La pérdida del verdadero sentido de la pobreza, no solo ha sido motivo de escándalo y corrupción de las instituciones, sino que también ha favorecido lecturas diversas de la pobreza y ha sido la piedra angular sobre la cual se han asentado reformas, nuevas fundaciones, y el nacimiento de órdenes y congregaciones que han manifestado una clara opción profética por la pobreza, entendida en su sentido evangélico más auténtico.

Pobreza y profetismo

Teresa de Jesús también percibió desde el inicio de su obra fundadora, cómo la pobreza era un necesario valor que debía cuidar y potenciar “pues son nuestras armas la santa pobreza” (C 2, 7). Y si bien es cierto que la dimensión externa de la pobreza siempre le preocupó, ella tuvo muy claro que lo verdaderamente importante era favorecer en la persona una auténtica pobreza de espíritu: “Sería engañar al mundo otra cosa, hacernos pobres no lo siendo de espíritu, sino en lo exterior. Conciencia se me haría, a manera de decir, y parecerme hía era pedir limosna las ricas, y plega a Dios no sea así, que adonde hay estos cuidados demasiados de que den, una vez u otra se irán por la costumbre, o podrían ir y pedir lo que no han menester, por ventura a quien tiene más necesidad” (C 2, 3). Sabia anotación la que aquí nos hace la Santa en el intento de hacernos ver la gran importancia y valor de la pobreza de espíritu, a la cual Teresa se refiere diciendo que “es un bien que todos los bienes del mundo encierra en sí” (C 2, 5).

Su opción de vida es profética, y a través de su opción “denuncia” la desigualdad, la esclavitud a la honra y a los deudos, denuncia la vida angustiada y preocupada por el qué comer, denuncia la vida orientada a buscar tan solo los intereses de este mundo, denuncia esa búsqueda de seguridad en lo material, denuncia, en definitiva, la esclavitud de cualquier tipo que impide al hombre ser auténticamente hombre, y hermano de sus hermanos.

Pero en su denuncia hay una profunda proclamación de un anuncio mayor, y que pone los ojos en el mismo modo de vivir del Cristo, a quién pretende seguir: la pobreza del Cristo es la capacidad de ser libre, de vivir despreocupado y sin angustias; la pobreza de Cristo es fruto de encuentro, conocimiento y experiencia del Dios auténtico y verdadero, es descubrir al Dios Padre de la Misericordia que nunca nos abandona, que provee lo necesario, que tiene contados hasta los pelos de nuestra cabeza. La pobreza es confesión de fe en el Dios amor.

Teresa tiene ante sí dos modelos que, sin duda alguna, le ayudan en su comprensión y opción por una pobreza evangélica: el modo mismo de vivir de Jesús, hacia quién frecuentemente se orienta su mirada; y los ejemplos de Santa Clara y San Pedro de Alcántara. Con éste último, no solo mantuvo una intensa relación fraternal y espiritual, sino que le sirvió de apoyo, orientación y confirmación en su manera de proponer la pobreza al inicio de su obra fundadora.

Pobreza y realismo

Sí, Teresa siempre busca que sus conventos sean muy sencillos, y adaptados a la realidad social de su tiempo y a la sencillez de vida que ella propone: “Muy mal parece, hijas mías, de la hacienda de los pobrecitos se hagan grandes casas. No lo permita Dios, sino pobre en todo y chica… Mas trece pobrecitas, cualquier rincón les basta”(C 2, 9). Pero no por eso se conforma con cualquier cosa. Le importa la pobreza material, pero también la salud de sus monjas, y no ceja en su empeño por conseguir lugares que aseguren o favorezcan una vida mínimamente saludable, aunque eso signifique tener que cambiar la comunidad de lugar.

Cierto es que en Teresa de Jesús se observa un dinamismo progresivo en su manera de normalizar la vivencia de la pobreza en sus comunidades. Si bien es cierto que inicialmente opta por una vida de limosna para sus conventos, también es cierto que no deja de ser una mujer muy realista, dándose cuenta de que no puede, en todas las circunstancias, dejarse llevar por una pobreza romántica, sino que tiene que asegurar la subsistencia de sus comunidades, especialmente la de aquellas que se encuentran en lugares más retirados o en localidades dónde difícilmente podían vivir de limosna. Parte de ese realismo la lleva, incluso, a pedir a alguna de sus comunidades que en caso de necesidad “pidan prestado” para no quedarse sin comer: “Busquen dineros prestados para comer, que después los pagarán. No anden hambrientas, que me da mucha pena, que así también lo buscamos acá y Dios lo provee después” (Carta 198, 9).

Estos datos son solo una muestra de cómo la dimensión externa de la pobreza no es para Teresa una norma rígida, sino siempre llevada a cabo con realismo y sentido común, sin que por ello se pierda de vista la dimensión profética de la misma, ni los otros valores centrales, que es donde su mirada se dirige con mayor atención: “ya que en tanta perfección en lo exterior no se guarde, en lo interior procuremos tenerla” (C 2, 7). Vamos a dejar que Teresa nos acompañe en este intento por ahondar en nuestra vivencia evangélica de la pobreza.

Fuente de grandes bienes

Teresa está más que convencida del valor que tiene la pobreza en la vida de sus monjas: “para vuestro bien me ha dado el Señor un poquito a entender los bienes que hay en la santa pobreza, y las que lo probaren lo entenderán” (C 2, 5). Y será algo que constatará aún con mayor fuerza y claridad en el transcurso de toda su obra fundacional, donde la pobreza, no solo se presenta como fuente de alegría verdadera, sino como un proceso en el que aprender a dejarse llevar, única y exclusivamente, por el valor que centra toda la vida: el amor de Dios. Quién se sabe amado por este buen Dios, no tendrá mayores obstáculos para ir favoreciendo en su vida la auténtica vivencia del consejo evangélico. En este sentido, bien podríamos decir que Teresa ve también la vivencia de la pobreza como un camino progresivo y dinámico, que se hace posible en la medida en que la persona va descubriendo en su propia existencia el absoluto de Dios.

De hecho, en el lenguaje teresiano es más frecuente el adjetivo “pobre” que el sustantivo “pobreza”. Posiblemente porque le interesa más la dimensión cualitativa en cuanto tal. De todos modos hay otra palabra que para Teresa encierra el verdadero valor del consejo evangélico de la pobreza: “el desasimiento”, que ella incluye como una de las principales virtudes que se nos piden en el camino del seguimiento de Cristo. De hecho Teresa no reduce la pobreza a la cuestión material, sino mucho más a la afectiva. Ella misma sabe que “honras y dineros casi siempre andan juntos” (C 2, 6), por lo que una pobreza evangélica no puede forjarse exclusivamente en atención a lo material. “La verdadera pobreza trae una honranza consigo que no hay quien la sufra; la pobreza que es tomada por solo Dios, digo, no ha menester contentar a nadie, sino a él” (C 2, 6).

No en vano la “pobreza” para Teresa conlleva la vivencia de un valor que tiene su dimensión evangélica –cuál seguimiento de Jesús–, su dimensión comunitaria –fraternidad, igualdad, solidaridad– y su dimensión eclesial –anuncio y testimonio de los valores del Reino–.

Si quisiéramos entresacar una síntesis de la pobreza teresiana no podríamos olvidar aspectos como el absoluto de Dios: “darse del todo al Todo (C 8, 1), “abrazarse a Jesús” (C 9, 5); o el “morir por Cristo” (C 10, 5). Afirmaciones que ponen de relieve que la pobreza apunta a hacer que Dios sea el centro de la vida de la persona, y que ésta aprenda a vivir desde la confianza en Cristo, “el que nunca nos ha de fallar” (C 2, 2).

Poniendo los ojos en Cristo

“Ahora vengamos al desasimiento que hemos de tener, porque en esto está el todo si va con perfección. Aquí digo que está el todo, porque abrazándonos con solo el Criador y no se nos dando nada por todo lo criado…” (C 8, 1).

La mirada de Teresa en el momento de llenar de sentido su opción de vida se centra directamente en la persona de Jesucristo, con especial atención a su humanidad. Ahí descubre, también, el valor de la pobreza como aspecto característico del modo de ser y de vivir de Cristo, a quién hemos de seguir e imitar.

La vida de Jesucristo se distingue por la pobreza. Una pobreza que es material (aunque nunca miseria), pero que, sobre todo se comprende como una gran pobreza espiritual, en el sentido que siéndolo todo, siendo Dios, se anonadó a sí mismo y se hizo hombre. Cristo haciéndose hombre, encarnándose, nos muestra el primer y fundamental sentido de la pobreza: entrega sin reservas, disponibilidad a dejarlo y darlo todo para compartir la condición de “pobreza” de los que ama. Cristo asume la naturaleza humana en su pobreza: en la fragilidad, en la debilidad y en la limitación. Pero también porque su única riqueza es el Padre.

Cristo también vivió en la sencillez de la pobreza. Quiso solidarizarse con todos, especialmente con los pobres de espíritu “porque de ellos es el Reino de los cielos” (Mt 5, 3). Su vida entera es un cántico a la pobreza. Desde su nacimiento en Belén, su vida escondida en Nazaret, hasta su dedicación al anuncio del Evangelio. Se lanza por los caminos con la seguridad de que nunca le faltará lo necesario: la Providencia de Dios nunca le abandona (cf. Mt 6, 25-34 y Lc 12, 22-31).

Toda esta perspectiva cristocéntrica pone de manifiesto el valor del desasimiento en el cual Teresa hace hincapié. De hecho, la predicación de Jesús privilegia con claridad el tema de la verdadera pobreza de espíritu, donde se subraya la necesidad de no apegar el corazón a los bienes materiales, para poder vivir libres y abiertos al Reino (cf. Mt 19, 16-22; Mt 19, 23-26; Lc 12, 13-21; Lc 16, 19-31; Mc 12, 41-44). Jesús pide no una renuncia total de los bienes a todos sus seguidores, solo a quienes invita a un seguimiento radical, a una misión especial (cf. Lc 14, 28-33): para que vivan despreocupados y centrados en su misión, y para que sean testigos del amor providente del Padre (Mt 6, 25-34). Pero la pobreza no es solo camino para la entrega: es el resultado mismo de la opción por Cristo que se convierte en la única posesión del seguidor. Lo que Teresa designa con otra palabras: “Darnos todas al Todo sin hacernos partes” (C 8, 1).

Pero donde con mayor fuerza se observa el sentido de la “pobreza” de Cristo, es en la realización de sus misterios. La Encarnación y el Misterio Pascual son realidad en el amor y desde el amor. No es renuncia, sino opción por lo único esencial. Solo podía realizarlo el Hijo de Dios, porque solo Dios es amor y libertad total. Solo puede darse en plenitud aquel que se posee totalmente, aquel que es enteramente libre. La realización de la “pobreza” en los misterios de Cristo es manifestación de la “pobreza” de la Trinidad, comprendida como absoluto desprendimiento y libertad total. Por eso para el hombre la pobreza no es solo medio para ser disponible y alcanzar su libertad, sino que es también meta de su perfección: posesión plena de su ser para poderse hacer don total.

Teresa implícitamente se hace eco de esta realidad subrayando la centralidad de la humanidad de Cristo (V 22) en el camino espiritual, pero también implícitamente haciendo referencia a los dos misterios que desvelan el verdadero sentido de la pobreza de Cristo: “Parezcámonos en algo a nuestro Rey, que no tuvo casa, sino en el portal de Belén adonde nació, y la cruz adonde murió” (C 2,9). Encarnación y Misterio Pascual representan el sentido de la pobreza que hemos de vivir.

Libertad de los hijos de Dios

La actitud de Cristo fue sin duda revolucionaria en este aspecto: un hombre que no se preocupa de almacenar bienes, sino que critica esa actitud (cf. Lc 12, 13-21), y que se acerca a los pecadores y enfermos, a todos los discriminados por el sistema. La misma percepción tiene Teresa de la pobreza como libertad, especialmente cuando toca los temas de la honra y de los deudos, que tantos dolores de cabeza le produjo a Teresa y a la vida religiosa de entonces. Quizás a la luz del valor de la “Pobreza como consejo de Cristo” se pueda entender también lo que implicó realmente el proyecto fundador de Teresa, que se salía de todos los arquetipos característicos de la época. Teresa funda a la “buena de Dios”, y se conforma con una casa, aunque pobre y destartalada, que sirva para los inicios.

Teresa, aún sin tener una formación en teología de la vida consagrada, intuye y experimenta los valores humanizadores de una auténtica pobreza de espíritu. Eso significa aprender a ser realmente pobres en la escuela de Jesús. De las cosas exteriores relativamente resulta sencillo liberarse. Por eso Teresa pone el acento en aquello que más nos cuesta y que fácilmente olvidamos, pero que posiblemente es lo que nos esclaviza con mayor fuerza. Por eso la insistencia en “desasirse de los deudos”, es decir, no tener apegado el corazón a persona alguna, sino exclusivamente orientado hacia Dios. Cierto que esto no implica en Teresa un abandono de los otros, sino todo lo contrario: es aprender a amarlos en Dios y desde Dios, y no desde los propios intereses o necesidades personales. Teresa anota: “¡Y qué olvidada parece está el día de hoy de las religiones esta perfección! No sé yo que es lo que dejamos del mundo las que decimos que todo lo dejamos por Dios, si no nos apartamos de lo principal, que son los parientes” (C 8,2).

Teresa sabe que no es un proceso fácil, pero si la persona se abraza “al buen Jesús, Señor nuestro, que como allí lo haya todo, lo olvida todo” (C 8, 5).

Pero la tarea más ardua en este camino hacia la pobreza y libertad de espíritu se encuentra en nosotros mismos: “no hay peor ladrón, pues quedamos nosotras mismas” (C 10, 1). Teresa nos toca donde más nos duele: “desasirnos de nosotras mismas”. Lo que hoy generalmente conocemos como liberarnos del propio ego. Aquí está una de las claves centrales de la verdadera pobreza de espíritu. Por eso conviene no perder de vista la razón de nuestra consagración: “qué venís a morir por Cristo, y no a regalaros por Cristo”. Teresa conoce bien la naturaleza humana y su pretensión: la obsesión por el cuerpo, por la seguridad y comodidad, por la salud: “algunas monjas no parece que venimos a otra cosa al monasterio, sino a procurar no morirnos” (C 10, 5).

Actitudes que, en el fondo, esclavizan al consagrado y no le dejan vivir en esa entrega totalitaria a Cristo. Y esto lo aplica a esas mentalidades siempre quejicas de sus dolores, de sus carencias, de sus razones, de las injusticias sufridas; de los que se pasan la vida anhelando o deseando honores, agradecimientos, reconocimientos…(cf. C 13). Son signos, para Teresa, de que aún no vivimos la verdadera pobreza, el verdadero abandono y entrega a Dios: “hasta acabar de rendir el cuerpo al espíritu” (C 12, 2). De todo hemos de desasirnos para ser los verdaderos pobres de Yahveh, incluso de las cosas espirituales (F 6, 22). El corazón, para poder dar testimonio y entregarse al amor ha de estar libre de todo.

Pobreza, libertad, entrega: “está el todo o gran parte en perder cuidado de nosotros mismos y nuestro regalo; que quien de verdad comienza a servir al Señor, lo menos que le puede ofrecer es la vida. Pues le ha dado su voluntad ¿qué teme?” (C 12, 2). Teresa era poco amiga de extremos y de penitencias, pero sí de exigir en el crecimiento en la virtud.

Confianza en el Dios Providente

En este camino de libertad que favorece la vivencia auténtica de la pobreza, se encierra, además, otra perspectiva antropológica de gran intuición. Si miramos a Adán y Eva percibimos presente esa dimensión de la pobreza. Son pobres porque saben que todo lo que tienen es don de Dios a su servicio. Dios, que les ha creado, ha puesto en sus manos todo lo necesario para que puedan vivir sin preocupaciones. Quizás aquí percibimos el verdadero sentido de la Providencia: Dios no abandona a su criatura si ésta confía en él. Esta misma dimensión la subraya Teresa cuando nos invita a “confiar en Dios”, cuya Providencia nunca nos falla si andamos preocupados de servirle y no de regalarnos. Desasimiento que lleva a poner los ojos y el corazón en el Todo, y de cuya palabra no deberíamos dudar: “Por su mandamiento venimos aquí; verdaderas son sus palabras; no pueden faltar; antes faltarán los cielos y la tierra. No le faltemos nosotras, que no hayáis miedo que falte” (C 2, 2).

Teresa no se cansa de hablarnos, especialmente en el libro de las Fundaciones, de la gran alegría que les proporcionaba a ella y a sus monjas el sentirse pobres, el saberse en las manos de Dios, en ir constatando cada día cómo Dios proveía todo lo necesario, generalmente por vías inesperadas. Incluso en relación con todas las necesidades fundamentales (salud, comida, confesor…), pero sin que todo ello suponga una preocupación o atadura constante en la persona.

Uno de los grandes descubrimientos que parecen plasmarse en la conciencia de Teresa, es que la pobreza se convierte en un lugar teológico de grandes magnitudes. Como el espacio donde el hombre va creciendo, y donde Dios va revelando su rostro más auténtico y veraz. En una ocasión, mientras oraba Teresa pidiendo la ayuda de Dios, éste –como cansado de los reclamos de ella– le dijo: “ya os he oído; ¡déjame a mí!” (F 25, 4).

Para que se haga patente el obrar providente de Dios, Él tiene que ser el verdadero protagonista, el que se manifiesta en nuestra pobreza y en nuestro desasimiento. Es proclamar desde la propia vida pobre que Dios es el Todopoderoso, y no nuestras obras o medios: “cree y espera, que yo soy el que todo lo puede”, escuchó Teresa en la oración (F 22, 23). Es proclamar desde la propia vida que Dios es el fiel y el verdadero: “¿Qué temes? ¿Cuándo te he yo faltado? El mismo que he sido, soy ahora…” (F 29, 6). Es hacer experiencia de que Dios es “misericordia”: “nunca se cansa de dar”.

Esta visión experiencial que nos plasma Teresa nos puede ayudar directamente en nuestra reflexión personal sobre cómo vivimos la pobreza. ¿Realmente es Dios mi verdadero Tesoro? ¿Voy descubriendo y plasmando con mi vida el verdadero rostro de Dios?

Donación de sí

Ser pobres en sentido evangélico y en sentido teresiano significa optar por un camino de libertad, aprendiendo a confiar en Dios, para entregarnos a Él y a los otros sin reservas.

La pobreza de Cristo es libertad frente a todo. Frente a la naturaleza, frente al poder, frente al dinero, frente a las tradiciones, frente a las leyes, frente a los condicionamientos humanos… No se deja atar ni encasillar. Tampoco vive la preocupación por el mañana. No se preocupa, pero sabe valorar las necesidades de los hombres: alimento, casa, vestido, medicina, perdón, amor… No tiene nada y ofrece todo lo que tiene, principalmente su vida. La raíz de este modo de vivir radica en su confianza profunda en Dios, en la Providencia del Padre.

La pobreza se hace realmente auténtica y radical en la medida en que surge como conquista del “tesoro escondido”. Teresa de Jesús nos apremia a vivir la experiencia de la pobreza que solo puede forjarse de manera auténtica en la experiencia de Dios. Es camino y consecuencia de hacer que Cristo se convierta realmente en el absoluto del consagrado, y de este modo la “pobreza” no sea un voto de renuncia, sino una virtud que configura la vida, la plenifica, la hace solidaria con los más pobres, y testimonia la veracidad del Amor.

PARA ORAR:

“Mirad, mirad, mis hijas, la mano de Dios. Pues no sería por ser de sangre ilustre el hacerme honra. De todas cuantas maneras lo queráis mirar, entenderéis ser obra suya. No es razón que nosotras la disminuyamos en nada, aunque nos costase la vida y la honra y el descanso; cuánto más que todo lo tenemos aquí junto. Porque vida es vivir de manera que no se tema la muerte ni todos los sucesos de la vida, y estar con esta ordinaria alegría que ahora todas traéis y esta prosperidad, que no puede ser mayor que no temer la pobreza, antes desearla. ¿Pues a qué se puede comparar la paz interior y exterior con que siempre andáis? En vuestra mano está vivir y morir con ella, como veis que mueren las que hemos visto morir en estas casas. Porque, si siempre pedís a Dios lo lleve adelante y no fiáis nada de vosotras, no os negará su misericordia; si tenéis confianza en Él y ánimos animosos –que es muy amigo Su Majestad de esto–, no hayáis miedo que os falte nada” (F 27, 12).

 

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