martes, 23 abril, 2024

PROPUESTA DE RETIRO

«DICHOSOS VUESTROS OJOS PORQUE VEN Y VUESTROS OÍDOS PORQUE OYEN» (Mt 13, 16; Lc 10, 23)
La vista y el oído son los medios a través de los que el hombre y la mujer acceden a la Palabra, ven la luz de la salvación, contemplan los milagros de Jesús y dan fe de lo sucedido… por eso son llamados dichosos. Del mismo modo, la ausencia auditiva o visual posee un significado elocuente en la Escritura; cuántas veces hemos escuchado episodios donde sus protagonistas pierden temporalmente el oído o la vista, y esta desaparición es signo de manifestación divina, de teofanía. Descubrir nuestros sentidos como cauce y conducto de comunión con Dios requiere la sabiduría rítmica de palabra y silencio, de presencia y ausencia, de sueño y vigilia…
Inclina tu oído
El lenguaje simbólico de la Biblia nos habla del oído como la disposición espiritual para abrirse al interlocutor: “inclina el oído” (Prov 22, 17). Toda la Creación está invitada a esta apertura dialogal que Dios revela por la Palabra: “Escuchad, cielos, y hablaré; oye, tierra, los dichos de mi boca” (Dt 32,1). El siervo de Yahvé reconoce que el Señor le abría y le agudizaba el oído para que pudiera oír como los discípulos (Is 50, 4ss); en el tiempo de la salvación se abrirán los oídos de los sordos y podrán oír las palabras del libro (Is 29, 18).
El propio Jesús llama a afinar este sentido cuando inicia o termina sus dichos y parábolas: “quién tenga oídos que oiga” (Mc 4, 9.23; Mt 13, 17), estimula a la escucha confiada (Jn 10, 27); abre el oído a los sordos “Effatá” para que puedan percibir la Palabra (Mc 7, 33ss).
Levanta tus ojos
En el Antiguo Testamento los ojos son el reflejo del alma, son misericordiosos (Dt 7, 16), buenos (Prov 22, 9), incluso pueden ser envidiosos (Prov 23, 6). Los ojos de Dios, sin embargo, son “mil veces más brillantes que el sol, contemplan todos los caminos de los hombres y penetran hasta en los rincones más ocultos (Eclo 23, 19). Los hombres que encuentran gracia ante Dios son protegidos como la niña de sus ojos: “lo encontró en una tierra desierta, en una soledad poblada de aullidos; lo rodeó cui-dando de él, lo guardó como a las niñas de sus ojos” (Dt 32, 10).

Jesús designa el ojo como la lámpara del cuerpo, “si tu ojo está sano todo tu cuerpo estará luminoso, pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras” (Mt 6, 22ss), los ojos del corazón han de estar iluminados por el conocimiento de la fe (Ef 1, 18).
Ya no solamente nuestros ojos ven a nuestro Salvador (Lc 2, 30), sino que nuestros oídos escuchan su palabra y el que oye la palabra de Dios y la entiende, ése da fruto (Mt 13, 23).

Lo que muchos desearon y no vieron
La creación es la libre «autocomunicación» de Dios con la humanidad, Dios no puede dejar de comunicarse con sus creaturas, y el hombre, en consecuencia, está emplazado a abrirse históricamente a esta cercanía de Dios. Los senti-dos se convierten así en medios privilegiados, en puerta de entrada que conducen su Palabra hasta el centro de nuestro ser.
El Antiguo Testamento nos evoca constantemente el deseo profundo de contemplar a Dios a través de los sentidos, de verlo “con los propios ojos” (Is 52, 8), Moisés pide a Dios: “Hazme ver tu gloria” (Ex 33, 18); Elías sólo oye una voz (1 Re 19, 13); los profetas en sueños y visiones ven algo que no es de este mundo (Nm 24, 4.6). La esperanza mesiánica de Israel se hace eco en la oración del salmista: “Envía tu luz y tu verdad, ellas me escoltarán, me llevarán a tu monte santo, hasta entrar en tu Morada” (Sal 43,3). El pueblo desea que llegue la salvación, que se manifieste la luz de Yahvé (Miq 7,8). Desde los tiempos más remotos profetas y reyes quisieron vislumbrar la irrupción Dios en la historia, lo que hizo que se establecieran luga-res de culto donde hacer palpable la presencia de Dios (Ex 20, 24).
Con Jesús de Nazaret Dios da a conocer lo prometido por los profetas (Is 52, 15; 64, 3), las cosas nunca vistas (Mt 9, 33), se hacen visibles en Jesucristo y se revelan en los que creen en Él (Jn 3, 21.36). Jesús es el nuevo templo donde encontrar y adorar a Dios (Jn 2, 19-21), es la Palabra que existía desde todos los tiempos (Jn 1,1) y que Juan Bautista tendrá que anunciar (Jn 1,29.35) y gritar (Jn 1,15).
Jesús es la luz del mundo (Jn 8, 12) y su acción iluminadora dimana de lo que Él es en sí mismo: “la Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre viniendo a este mundo” (Jn 1,9). En oposición con la luz está la tiniebla, la fractura de la comunión entre Dios y el hombre, la hora de la pasión; el momento de Judas, cuando Juan señala: “era de noche” (Jn 13, 30), y Jesús al ser arrestado dice: “Esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas” (Lc 22, 53).
En contraste con la oscuridad, una mujer, María, debe contar a los discípulos lo que ha visto y oído: “Anda, ve a decir a mis hermanos: subo a mi Padre, que es vuestro Padre; a mi Dios, que es vuestro Dios” (Jn 20, 17). La resurrección y glorificación se realizan en Jesús y la gracia pascual en los discípulos1. El Cristo iluminador2no queda oculto sino que “se aparece” y en sus apariciones descubrimos que la iniciativa la toma el propio Resucitado, Él se “deja ver”, se da un reconocimiento del “kerigma apostó-lico”, es el Cristo, por eso al verlo se postranante Él (Mt 28, 17).
Como antes la iluminación de la ley justificaba a la persona (Gál 1, 14), ahora los discípulos serán justificados por la luz del Resucitado3. La cruz se ha convertido en luz, ya no es sólo signo de muerte sino misterio de «muerte- resurrección». La salvación del hombre es la plenitud de la vida en Dios mismo, la vuelta y el acceso a la vida gloriosa del resucitado que anuncia y rea-liza el contenido de nuestra salvación4.
“En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado…

Éste es el gran misterio del hombre que la revelación cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad. Cristo resucitó, con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida para que, hijos en el Hijo, aclamemos en el Espíritu: ¡Abba, Padre!” (GS 22).
En esta nueva etapa la humanidad es testigo privilegiado de la actuación histórico-salvífica de Dios. Es así como se ha dado “cumplimiento” a la Escritura. Dichosos los que ven a Jesús por-que ven “lo que muchos profetas y justos desearon ver y no vieron” (Mt 13, 16ss). Y es así, con esta bienaventuranza, como se expresa la condición dichosa del discipulado, porque es así como se «les-nos» capacita para la misión de “testimonio”.

Los que escuchan y ven
Los discípulos, en esta bienaventuranza, simbolizan el auditorio universal de Dios, la comunidad de oyentes de la Palabra. Mateo los llama dichosos en claro contraste con la cita de Isaías (Is 6, 9-10): “Oír oiréis, pero no entenderéis, mirar, miraréis, pero no veréis. Porque se ha embotado el corazón de este pueblo”. El evangelista no pretende otra cosa que enfatizar la oposición entre los que oyen y ven y los que siguen ajenos, sordos y ciegos, a la Palabra. Es curioso que los discípulos, tantas veces aquejados de incomprensión, ahora aparecen como dichosos.
¿Qué ha sucedido para que se produzca este cambio? Recordemos lo que nos dice Mt 11, 4
5: “Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva”. Ellos están siendo testigos oculares y auditivos de las curaciones, del anuncio de la Buena Nueva, están contemplando los signos que configuran la nueva era salvífica prometida y anhelada (Sal 17, 14) desde antiguo; ellos son dichosos por-que “oyen” y “ven” el evangelio del Reino, lo que no supone entender, sin más, pero “ojos que ven” y “oídos que oyen” son el fundamento para que la adhesión a Jesús el Cristo sea iluminada. No cabe duda de que los discípulos son testigos directos y privilegiados de la revelación del Hijo de Dios, sin embargo: ¿se trata, única o especialmente, de los discípulos históricos de Jesús?
En primer lugar habría que responder que solamente los discípulos de Jesús han sido testigos oculares de una revelación: la manifestación del Hijo en su predicación, en su actividad prodigiosa, en el impacto de su personalidad sobre el ser humano y, en su relación particular con el Padre. Pero no se puede concluir que este cono-cimiento quede vedado al resto de la humanidad, más bien, el evangelista apunta al carácter global del mensaje de Jesús, exento, por tanto, de límites espacio-temporales. Los que escuchan y ven son incorporados al discipulado de Jesús, y por tanto, son declarados copartícipes en el tiempo de la salvación. También nos-otros entramos a formar parte de esta dinámica dichosa-inclusiva provocada por la escucha de la Palabra que se nos presenta en Jesucristo.
Dichosos, ¿nosotros? ¿yo?
Vivir no es pasar anodinamente por la vida, es recibir un nombre con una misión. Hombres y mujeres llevamos a cabo una búsqueda constante de la felicidad, que para los cristianos supone un caminar hacia Dios a través de Cristo, “Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llama-dos por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre” (LG 11).

Cada época y cada llamada inicia un camino sin estrenar, nuevo y diferente. La historia de la vida religiosa se ha configurado a base de novedad en la respuesta a Dios dentro de la historia. Nuestras congregaciones están plagadas de personas que han sabido ser el «tú» de Dios, y a pesar de las dificultades, el fruto siempre ha sido la esperanza5. Hombres y mujeres que han sabido “ver y oír” los signos de vida en su tiempo presente -por-que cada momento los tiene- y han palpado la vida que Dios constantemente ofrece.
Ninguna de las alienaciones y limitaciones del presente o del pasado pueden condicionar el encuentro con Dios. Creer en Dios es caminar, y ese caminar aún está necesariamente por descubrir. Es lógico que existan tensiones entre el pasado y el presente, pero no podemos aferrarnos al pasado como quien se «agarra a los restos de una nave en un naufragio», el pasado ocupa su sitio, es verdad, pero nunca puede condicionar el futuro, porque el presente requiere ser vivido como inédito. No podemos olvidar que el «hombre nuevo» no nace de la ley, ni de las costumbres y tradiciones por muy santas que sean. El «hombre nuevo» nace del encuentro con Jesús de Nazaret, del pro-ceso de vaciamiento de sí para llenarse de Dios y su Espíritu, pues toda llamada es dinámica y creadora.
El momento que nos toca vivir es un pulso a la desesperanza, una apuesta por la transformación desde el Espíritu, un reto a la creatividad6. En este contexto, sin embargo, las respuestas pueden ser variadas y no siempre garantizan la esperanza. Señalamos algunas de las “formas de afrontar” el momento presente en la vida religiosa que no son infrecuentes7:
-Los anestesiados, los que padecen raquitismo visual y auditivo. Aquellos que estando rodeados de vida quedan incapacitados para verla y oírla. Los que no oyen más que el silencio y no ven más que la desesperanza. Los que otean un horizonte de muerte y silencio seguro. Este grupo rehúsa su derecho y obligación a “darse cuenta” por donde pasa la vida. No percibe esperanza en el presente ni el futuro.
-Los paranoicos, los que ven y oyen signos de vida que en la realidad no existen, son los que identifican vida con fuerza y poder, con institución, prestigio y reconocimiento social, los del número y la cantidad… Sin duda añoran un pasado glorioso pero con su nostalgia hipotecan un presente y un futuro consciente y consistente. Niegan el presente por ser obra del maligno, olvidando que todo tiempo es tiempo de gracia, es tiempo de Dios.
-Los ajustados, los que ven y oyen signos de vida, tienen una perspectiva más ajustada de la realidad, son capaces de entretejer el amor a Dios con el servicio a los hombres en su propia realidad existencial. Avanzan todavía con tímidos pasos aventurándose a estrenar nuevos caminos… Éstos ponen el acento en la presencia que habita, en la libertad que permite el discernimiento, en la cercanía que acompaña y acoge al necesitado, en el silencio que habla de un Dios-con-nosotros. Son los que se han dado cuenta que nuestras comunidades pueden ser centros de espiritualidad y de servicio al pueblo de Dios.
La vida consagrada requiere hoy religiosos tan profundamente humanos que sean capaces de liberarse de la inhumanidad que se lleva dentro. Consagrados capaces de estar con los otros y con el Otro, dejando modelar su granítico pasado por las gráciles manos del Espíritu; sintiéndose afortunados se encuentran motivos para la dicha, ellos harán que podamos otear el camino. Estos hombres y mujeres tenemos que ser nosotros, personas de «visión» capaces de mirar lejos y mirar bien.
Para el crecimiento personal y comunitario en dos tiempos Pensamos…
«Dicen que la gran enfermedad de este mundo es la falta de fe o la crisis moral que atraviesa. No lo creo. Me temo que lo que está agonizante es la esperanza, el redescubrimiento de las infinitas zonas luminosas que hay en las gentes y cosas que nos rodean»8. Redescubrir las zonas luminosas de la vida consagrada, no es obviar las dificultades, no es huir de los conflictos, no es homogeneizar o simplificar la realidad, porque resulta demasiado compleja, redescubrir significa hacer visible lo que hemos negado, ocultado o ahogado, ¿dónde escondimos la esperanza? Sólo acercándonos a Jesús como el que necesita ser curado podremos oír “Effatá” que significa “¡ábrete!”(Mc 7, 31):
-Vivir curados en “felicidad”. Dios nos invita a comer a su mesa donde se lee y se escucha la Palabra, donde se parte y reparte el pan para todos, ¿no se nos ha cumplido ya, aquí y ahora, en Él, todo lo prometido? ¿Hemos saboreado su presencia vivificadora entre nosotros?
-Vivir curados en “unidad”. En tiempos de crisis siempre aparece la tentación de la división como única solución. Olvidamos la urgencia de la comunión, la vida comunitaria es puesta como fundamento por Dios y él nos ha unido en un cuerpo con otros en Cristo, por ello entramos en la vida común no como quien tiene derecho a exigir, sino como quien recibe lleno de agradecimiento (Dietrich Bonhoeffer). Nuestras comunidades ¿no son signo de comunión en lo diverso y símbolo real de la comunión entre hermanos? ¿Nuestra vida comunitaria es casa de unidad que habla con y sin palabras del amor que Jesús ha provocado en nosotros, en mí?
-Vivir curados en “humildad”. Cuando los datos estadísticos nos dicen que andamos por los setenta, que no tenemos futuro, que nuestras gloriosas instituciones pronto dormirán el sueño del olvido… caben dos posibilidades: lamentarnos en nuestra decadencia o aprovechar este tiempo para desplegar una creatividad liberada, soñadora y valiente. ¿No es nuestra poca relevancia una preciosa oportunidad para crear, para ahondar en nuestro deseo de “ser”?
-Vivir curados en nuestro propio “cuerpo individual y comunitario”. Nuestro cuerpo, nuestra mismidad necesita ser acogida en todo lo que es, lejos de cualquier rigorismo o laxismo, nuestro cuerpo demanda ser escuchado y evangelizado, y hacer de él lugar para la experiencia espiritual, que se deja alcanzar por la Palabra y puede ser transparencia, cuerpo visible del Dios invisible9. Pero existe también un cuerpo comunitario, entrelazado, que se resiente y se empobrece cuando no se alegra y se padece con cada uno de sus miembros, un cuerpo común, que está también llamado a la santidad10. ¿Cómo recibo lo que acontece en mi cuerpo? ¿Cómo acojo mi cuerpo comunitario?
-Vivir curados en el “misterio”. El misterio es que, la vida consagrada, es capaz de Dios. Toda nuestra persona, individual y comunitaria, puede remitirse y referirse a una realidad mayor, más significativa y que supera lo físico y sentimental, es el misterio de Dios y se llama Jesús Resucitado. Él es Palabra única y exclusiva de Dios que puede introducirse en nuestra vida, ¿Nos sabemos y nos vivimos dentro de un misterio?
Parece que la palabra “dichosos” quisiese saber poco o nada con nosotros religiosos llamados a la “extinción”, a la “irrelevancia”, a la “minoría”. Permanecer es un reto, no exento de dificultades, pero con vocación de plenitud. La Palabra, pertinaz e incansable, nos llama a la felicidad, pero también a recuperar la libertad tan necesaria para despertar la creatividad. La vida consagrada, a nivel personal, comunitario e institucional necesita encontrar el centro que polariza todo y hace feliz, con la sana tensión de lo pluriforme con lo individual, de lo global con lo local, de lo universal con lo personal. La vida religiosa ofrece carta de ciudadanía a todo lo divino que se da en el hombre pero no puede considerar ilegal nada de lo humano. “Dichosos”, porque sin ver, habéis creído, dichosos porque las cosas sencillas se os han revelado, dichosos porque…
A nosotros se nos pide retornar a la Palabra, volver a aquellas imágenes que nos evocan y hablan de Dios, de hombres y mujeres creados y recreados en la Palabra… que no aísla de la realidad, ni evita el sufrimiento, pero nos ciñe a la dicha de su amor incombustible. Esa es nuestra dicha: su Palabra, nuestra felicidad: su don.
Compartimos…
Después de leer la reflexión de este retiro y mantener un espacio y tiempo de silencio personal, nos ayudamos en la fraternidad de nuestra comunión a ahondar juntos/as en la esperanza:
¿Qué poso deja en mí la bienaventuranza “Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen” (Mt 13,16; Lc 10,23)?
¿Verdaderamente escuchar la Palabra se con-vierte en mí en motivo de dicha y alegría? ¿Cuál o cuáles son las piedras de toque que impiden o interceptan vivirme dichoso/a?
¿Cómo “escucho” y “veo” a mis hermanos/as de comunidad?
¿Me percibo como una persona sana y relativamente feliz? ¿Me perciben así los demás?
En el oratorio…
Nos disponemos en forma circular alrededor de la Palabra y del cirio pascual. Tras entonar un canto leemos el Salmo 26, después de un tiempo de silencio el animador/a de la oración invita a compartir las esperanzas que sostienen nuestra vida y lo puede hacer con algunas preguntas como estas:
¿Cómo resuenan en nosotros estas palabras que proclaman nuestra dicha?
¿De qué acontecimientos se compone? ¿Los cultivamos?
¿Dónde está nuestro gozo, aquello que nos impulsa a la vida?
¿Qué momentos habría que potenciar en esta comunidad
¿Somos una comunidad dichosa solidariamente?
¿Nos sentimos verdaderamente como miembros de un único cuerpo?
¿En qué claves leemos la situación de la vida religiosa: sociológica, psicológica, política, teologal…?
Después de la puesta en común el animador recoge todo lo compartido brevemente. Posteriormente se da gracias entre todos y se concluye con la elaboración del Magnificat de la comunidad que será como el pilar del proyecto comunitario para este año.

Materiales complementarios
Para finalizar este día podríamos visualizar la película Tierra de Ángeles del director sueco Kay Pollak. En ella un director de orquesta de fama mundial se retira a su pueblo de origen, allí le piden consejo para el coro parroquial… “He venido a escuchar” -dice él- y eso provoca en todos una transformación interior y exterior que aviva una serie de lazos invisibles de amor, perdón, comprensión mutua y solidaridad profunda entre todos ellos… El título original de la película era Así en la tierra como en el cielo.
1 Cf. E. SCHILLEBEECKX, Cristo y los cristianos, Ed. Cristiandad 1983, pp. 406-408.
2 “Hablar de Cristo como iluminador quiere decir ante todo que él nos ha traído la luz para el conocimiento, es decir, la revelación. Esta revelación se hace luz en la fe y conduce a la inmortalidad (a la visión beatífica. Lo cual supone también que Cristo, con su vida y su ejemplo, ha iluminado la vida del hombre (idea del seguimiento y de la imitación de Cristo)” A. GRILL-MEIER, El efecto de al acción salvífica de Dios en Cristo, Mysterium Salutis,T.II, vol. III., Cristiandad, Madrid 1971, pp. 387-388.
3 Cf. E. SCHILLEBEECKX, Jesús la historia de un viviente, Cristiandad 1981, pp. 355-356.
4 Cf. B. SESBOÜÉ, Jesucristo el único mediador, Secretariado Trinitario, Salamanca 1990, pp.35-38.
5 K. RAHNER de manera magistral y expresiva describe esta experiencia con estas palabras: “Por eso, ¿qué otra cosa tengo que decir de Ti, sino que eres aquel sin el cual yo no puedo ser, que Tú eres la iluminación, en la cual sólo yo, hombre de lo finito debo vivir? Cuando digo esto de ti, entonces me he dado mi nombre verdadero, que siempre repito en el salmo de David: «soy todo tuyo». Soy aquel que no se pertenece a sí mismo, sino a ti. No sé más de mí ni más de ti – Tú -, Dios de mi vida, infinitud de mi finitud”. Cf. Oraciones de vida (Publicaciones Claretianas, Madrid, 1986) p. 25
6 El teólogo colombiano Ignacio Madera, le gusta definir esta necesidad como “fantasía creadora” Cf. VIDA RELIGIOSA, mayo 2010 nº 5/ vol.109, pp.197-201
7 Cf. ARNAIZ, J.M., Por un presente que tenga futuro Publicaciones Claretianas, Madrid, 2004.
8 J. L. MARTÍN DESCALZO, Razones para la esperanza, Ed. Sígueme, Salamanca 2002.
9 E. MARTÍNEZ OCAÑA, Cuerpo Espiritual, Ed. Narcea, Madrid 2009.
10 Esta idea aparece ampliamente desarrollada por Amadeo Cencini en la XXXIX Semana de Vida Religiosa, publicada en Publicaciones Claretianas, en 2010, con el título La casa de todos.

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