PROPUESTA DE RETIRO

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21--Xavier-Quinzá-Noviembre_25---Retiro---Card.-FSIGNOS DE DIOS EN LO COTIDIANO

Volver al mundo desde el corazón

Vivimos tiempos de incertidumbre

En esta situación de fragilidad cultural de la fe en la que vivimos, de lo que se trata es de pasar de experimentar la fe como una fortaleza inexpugnable, a vivirla como el éxodo de la palabra de Dios entre los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Esta es, fundamentalmente la función de la contemplación: hacernos ver grietas en lo que llamamos la realidad, ventanas para descubrir a Dios en medio de nuestra vida.

Lo más importante de esta nueva perspectiva que nos regala la mirada contemplativa es que, respecto a la cultura de la que vivimos introduce una fragilidad, una extrañeza, una duda. Sabemos que podemos manipular la experiencia de la escucha, que podemos impostar una respuesta prestada, articulada desde moldes que no son vividos por nosotros sino aprendidos.

Esta experiencia de la fragilidad, de la herida, es una constante en la oración y en la vida cristiana. Es desde la conciencia herida de nuestras certezas, desde el saber oscuro de la fe, como miramos el mundo, y por eso nuestra mirada discernidora es especialmente inquieta para las aparentes certezas de esa misma cultura.

La verdad es que en todos los lugares humanos en donde se afirma la estabilidad y la consistencia de la cultura ambiente, en donde se legitiman los modos adecuados de pensar y de querer, es precisamente donde aquél que descubre una mirada de Dios, presume una debilidad, una sospecha.

Quizá sea así, tal y como se nos dice, como se consigue la felicidad, como se fundamenta el prestigio, como se logra la satisfacción, pero quizá no. Quizá la realidad sea solamente una figura, una construcción social cuya consistencia se percibe solamente desde el que se la presta y, en cambio, desde otro punto de vista, se presente mucho más frágil, menos estable y fundada.

Una visión de los signos de extrañeza

Vivir en el corazón de una cultura, pero con la conciencia del exilado es una prerrogativa epistemológica, porque nos aporta una mirada diferente a la de los integrados. Una visión de los signos de extrañeza que capacita para descubrir la debilidad debajo de la solidez de lo cotidiano, en los mecanismos de arraigo que se utilizan para vencer la angustia en esa cultura, como de cualquier otra.

Aquellos que, siendo de una patria, no tienen en realidad ninguna, están poniendo el fundamento de la vida en el futuro más que en el presente, en lo que esperan y sueñan más que en lo que la realidad les ofrece en esta figura del mundo, en esta ficción de la que forman parte.

Y no se trata de vivir a medias, sin entregarse a lo incidental del instante, como reservándose el compromiso con lo terreno y aplazándolo para un más allá ilusorio. El cristiano hunde sus raíces en la realidad en la que vive, y la toma muy en serio como el único lugar de fecundidad y de arraigo, pero de esa fidelidad a la tierra no nace lo definitivo.

La realidad tiene una consistencia “que no se ve” y la fe es la prueba de ello, lo que esperamos tiene una garantía en lo que sentimos y confesamos: que el único Señor de los tiempos es Jesús y que abandonar la vida en su Palabra es experimentar una pertenencia esencial que nunca defrauda.

Aprender las palabras vivas de la fe

Desde luego, si queremos proponer una calidad diferente a la vida en este tiempo de incertidumbre y desolación cultural, tendremos que aprender un nuevo lenguaje para hablar de Dios.

Las palabras envejecidas de nuestro hablar de Dios más que revelar, esconden el misterio de fuego que nos habita. A base de repetirlas se han convertido en una cáscara fría que nada encierra dentro. Nos siguen sirviendo para transmitir la doctrina, pero nada revelan del arcano. Hemos hecho con ellas lo que hace con el dinero una mala política económica: de tanto fabricar papel moneda para la circulación y el consumo se ha perdido el valor real de los billetes. Lo mismo sucede con nuestras palabras religiosas. También nosotros hemos vulgarizado las palabras sobre Dios a base de manipularlas y de usarlas de forma vacía, sin que expresen experiencias vividas, y ya no valen nada. Y como las menguadas reservas de oro devalúan el papel moneda y lo convierten en un signo vacío de lo que fue, así nos ha pasado en la Iglesia de Dios.

Las reservas de la fe son las experiencias de Dios actuales y vivificadoras. Y nos debemos preocupar más por activar la fe creyente sobre la fe creída. Es menos importante que aprendamos el catecismo que aprendamos a creer en el Dios activo y vivo.

Ello no implica ningún desprecio a la fe creída de la Iglesia que debemos conocer, confesar y venerar como verdaderos hijos. Pero necesitamos aumentar el caudal de reservas, el caudal de experiencias creyentes para que las palabras de la fe arraiguen en un suelo firme de humanidad y adquieran la fijeza de lo que importa para lo cotidiano del que las vive.

Sin actuar la capacidad humana de comunicar la experiencia interior, la cálida o de-sesperada vibración de Dios en nuestra carne no podemos pretender una circulación adecuada de las cosas que creemos. Necesitamos volver con discernimiento creyente a las experiencias espirituales, a los intentos que hacemos por escuchar la palabra interior del Espíritu, incluso a los fracasos cuando nos descubrimos oyendo solamente a nuestro propio eco.

Abrigar a Dios con nuestras pobres palabras

Necesitamos aumentar el caudal de los relatos de la fe, recuperar la tradición cristiana de narrar historias. Los símbolos narrativos del amor de Dios se reciben en un nivel muy hondo de la personalidad, que es el que cuenta para movilizar la vida.

Allí, en ese nivel profundo, en donde se arraigan las vivencias, es donde podemos rehabilitar el deseo de Dios. Donde podemos gustar y sentir la fuerza de su Palabra que nos está invitando sin cesar a restaurar nuestra humanidad y a plenificar nuestra vida.

Si escuchamos e intercambiamos las palabras vivas de la fe nos podemos confiar a ellas y abrirles el corazón a lo que prometen. Hablar un lenguaje es siempre rehacer una forma de vida: por eso saber hablar de Dios es ya una forma de conocerlo.

Aprender a ser creyente es participar en un nuevo juego de lenguaje y entrenarse en él participando en aquellas experiencias que en el intercambio de lo que escuchamos y respondemos va fructificando con una forma aún inédita de vida.

De este modo nos vamos disponiendo para acceder a la experiencia espiritual y para darle abrigo con nuestras pobres palabras en medio de este paisaje frío y desolado de nuestra cultura.

 Discernir hoy los signos de las oportunidades de Dios

¿Por qué es tan importante discernir los signos de las oportunidades de Dios? Porque vivimos en una época de crisis, es decir, de cambio, de crecimiento, porque tenemos la tentación de caminar buscando seguridades y no adentrarnos en la pasión y radicalidad de nuestra vocación.

Volver a sentir su llamada, aquí y ahora, revitalizar su presencia constante, que es un gran anhelo de la entrega incondicional que profesamos. Y el ahora es un tiempo de oportunidad: es el gran reto, el desafío, la ocasión de nuestra vida. Llamada urgente y apremiante que exige un discernimiento verdadero, una actitud activa y contemplativa, no meramente normativa y programadora.

Pero debemos aprender de nuestra historia pasada: cuántas veces hemos creído que ya estaba claro, que ya lo conocíamos y hemos descubierto con dolor errores y caminos torcidos en los que, más que escucharle a Él, nos hemos escuchado a no-sotros: a nuestros temores, a nuestras ansiedades.

Buscar los signos de Dios es escrutar sus deseos en los acontecimientos que hemos vivido y que han sido capaces de movilizar las energías dormidas, es hacer que nazca en verdad lo nuevo de Dios para nosotros.

Jesús mismo denuncia el deseo idólatra y curioso de sus contemporáneos que andaban buscando señales maravillosas y se cerraban a descubrir la verdadera señal de Dios que era la irrupción de la fuerza del Reino de Dios. Por eso el signo de Jonás que Jesús les anuncia es una llamada a la conversión y a cambiar el rumbo de sus vidas escuchando su Buena Noticia.

¿Y quiénes son los que descubren esa nueva presencia de Dios en la tierra? Los pequeños y los humildes a los que Dios tiene a bien revelar lo que oculta a los sabios y poderosos. Aquellos que saben escuchar la voz del Profeta, Signo mayor del Reino y son benditos del Padre, que los cuida y los protege. Este es el mensaje central de las bienaventuranzas, verdaderas puertas de entrada al Futuro de Dios.

 Indicaciones para discernir según el Evangelio

Podemos encontrar algunas sencillas indicaciones para discernir hoy las señales del Reino en el discernimiento de la misión a la que nos envía. El tiempo es espacio y lugar de salvación. Dios es su dueño que nos lo regala para que lo redimamos, para que lo hagamos fecundo y humano. Jesús es el amor clarividente, el de la mirada limpia, el de la lucidez fiel a los deseos del Abba. Por eso debemos recurrir a su Evangelio para descubrir las indicaciones que nos lo hacen hoy también actual y presente:

Ver en qué nos despierta Dios la conciencia

Si estamos atentos a sus indicaciones podremos descubrir en qué orientaciones Dios mismo está tirando de nosotros y nos está despertando la conciencia. Atentos a sus deseos, comprometidos con sus intereses, nos aprestamos a hacer su voluntad, a descubrirla en este presente de nuestra vida. Realizar aquello que sentimos, que intuimos como llamadas suyas.

Es muy importante que nos dejemos disponer, que no queramos manipularle, que no entremos en dinámicas de autogratificación o de autojustificación. Acoger con libertad sus indicaciones y seguirlas con sencillez de corazón. Captar los efectos de las decisiones, es decir, cómo repercute en nuestra vida, cómo nos implica, qué renuncias nos pide. Si elegimos bien, según la sabiduría ignaciana, creceremos en confianza, en amor ardiente, en deseos de más… Una lectura más íntima y atenta del Evangelio es necesaria para contrastar, para ponernos en sintonía, para bucear en las actitudes de Jesús.

Situar el discernimiento en claves eclesiales y comunitarias

Leemos los signos de Dios como lo que somos: su familia, los convocados a la alianza con Él, los reunidos por la fuerza de su Espíritu. No podemos discernir en solitario, a nadie se le concede la facultad de discernir los signos de Dios desde su único albedrío, sino siempre en comunión con los otros, en vinculación eclesial y comunitaria.

Somos una comunidad de y en discernimiento. Con gran atención a las voces de los profetas y de los oprimidos de la historia, que son siempre las mediaciones reales del querer de Dios. Y procurando ser buenos testigos de su Evangelio, en fidelidad no manipulada a sus palabras y a sus acciones, aunque nos duelan. Sintiendo con la entera Iglesia de Dios, que es la que nos asegura una orientación más segura y fiable para hallar lo que Dios quiere.

En el análisis lúcido y completo de la realidad que vivimos

Lo debemos hacer desde un serio análisis de lo que sucede, en sus tendencias y realidades más sobresalientes. Debemos ayudarnos de los instrumentos del análisis de la realidad para captar la densidad de lo que pasa, su autenticidad, lo que puede encerrar de novedad y de reto urgente. La realidad discernida en lo que tiene de más cercano al Evangelio: signos de ahora mismo que nos evocan los que Jesús anunció y realizó.

La cercanía a los signos del Reino es siempre un criterio de análisis, más que lo sociológico, lo ideológico o lo estratégico. Con el estilo del evangelio: es decir, atendiendo a lo pequeño y fragmentario, a lo débil y amenazado de la sociedad. Hay una marca evangélica en lo oculto pero fecundo, en aquello que aún no aparece pero que tiene una fuerza enorme, aunque exige atención y paciencia. Como la semilla o el grano de mostaza, o la levadura…

El tiempo presente es también tiempo de salvación. Por eso se hace necesaria una interpretación correcta de lo que vivimos. A veces podemos dar la sensación de que ya no confiamos en la capacidad del amor de Dios para evangelizar el tiempo que estamos viviendo.

¿No será que estamos olvidando que Dios es el Señor de nuestro tiempo, de nuestra cultura? ¿O nos cansamos de pensar nuestra fe en las circunstancias concretas de nuestra historia, en el enclave de lo que vivimos en este nuevo milenio?

¿Dónde buscar a Dios en el presente de nuestra historia?

En primer lugar le podemos buscar en la soberana libertad de su acción amorosa. Dios no es el mago que nos mueve como marionetas tirando de los hilos. Dios no interviene normalmente arreglando con apaños los males de la humanidad. Dios es una libertad personal que se encarna porque nos ama.

Por eso a Dios se va por él mismo, desde su atracción, desde su gracia. El sentido de Dios es, pues, una gracia y un aprendizaje que no debemos manipular. Accedemos a Él por Él mismo y desde Él mismo. Lo hacemos desde una progresiva inteligencia espiritual de su misterio de solidaridad y de perdón.

Ello implica que podemos movilizar nuestros deseos de rendirle a Él la entera confianza de nuestro corazón. Solo desde la misma relación personal que el Señor establece con nuestra historia por la encarnación de su Palabra podemos intentar una interpretación correcta de nuestro presente y de nuestro futuro.

 Dios no es el Incógnito que se esconde en la historia

Dios no es el Incógnito que se esconde en la historia como si quisiera jugar al escondite con la humanidad, al revés, Dios es el que se manifiesta en la persona y la obra de Jesús, en el Rostro del amado de su corazón, entregado en nuestras manos por amor. Por tanto también en fragilidad y en impotencia amorosa. Por eso donde podemos encontrarlo con seguridad es en nuestro corazón y en el de cada hombre y mujer que nos lo manifiesta.

Se trata, pues, de exhumarlo de su profundidad, de protegerlo en su intimidad, de defenderlo del desconocimiento y la ignorancia más o menos egoísta. Ayudar a Dios a que siga animando y preservando la libertad de cada persona, inspirando las obras concretas del amor, profiriendo esas palabras más íntimas y auténticas que constituyen su gratitud y su reconocimiento.

Cuando nos atrevemos a dejarle hablar al corazón, a escuchar sus inquietudes, estamos percibiendo sus gemidos, estamos prestándole atención a su voz. ¡No se nos anima precisamente a buscarlo en el vacío!

 Indicios de los signos de Dios en lo cotidiano

Los signos de Dios son los signos liberadores de su Reino. Y es nuestra responsabilidad actualizarlos en el tiempo concreto que nos ha tocado vivir. En esta historia nuestra dramática y desesperanzada. Por eso son signos que solicitan a nuestra libertad, que buscan seducirla para preguntarnos qué actuaciones darán forma y respuesta el amor que nos ha cambiado.

En qué decisiones se pone así en juego nuestra libertad desde el impacto que el sufrimiento de nuestras hermanas y hermanos soportan y padecen. ¿Cómo podremos hacer real la preocupación paternal de Dios por sus vidas rotas, por su futuro amenazado?

Los signos de Dios tienen un carácter de urgencia. Son, sobre todo, las interpelaciones de la humanidad que nos ponen en crisis, que nos obligan a reordenar la vida, a tomar opciones más radicales sobre su estilo y formas concretas que vivir su realización más plena.

Signos para nuestra lucidez solidaria, para nuestro vivir más encarnado, para la asunción más real de los retos que ésta o aquella dimensión o circunstancia de nuestra historia nos ponen ante los ojos. Y el tiempo apremia. Se nos acaban las oportunidades de actuar decididamente ante la vida amenazada de los más débiles.

Pero también son oportunidades de Dios para nosotros. Vivimos el tiempo de nuestra vida como el conjunto de ocasiones para que el amor de Dios se nos haga presente, para que su gracia nos plenifique. Son los “kairoi” de la salvación de Dios, para nosotros, las oportunidades de saborear su ternura y de comprometer gozosamente la vida.

Los dones de Dios son las ocasiones en donde su amor se hace transparente, en donde su misericordia nos sana y nos rehabilita el deseo. Como forman parte de las promesas del Reino, se nos mostrará en el despliegue mayor de fecundidad y de vida. La decisiones que debamos tomar con audacia son la oportunidad de Dios para cada uno de nosotros.

Por último, son también nuestro juicio a esta historia desigual e insolidaria. Al actuar evangélicamente le estamos echando en cara a la historia sus mentiras. Le estamos diciendo con Jesús que sus juicios no son los definitivos, que los que ahora ríen, a lo mejor llorarán, y que los sufridos y pacientes van a heredar la tierra.

Para llevar la historia hacia el futuro de Dios es necesario desenmascarar sus engaños y ponernos en guardia ante sus dinámicas de egoísmo o de violencia. Nosotros podemos juzgar a la historia desde el compromiso, desde la seguridad confiada en Jesús que nos dice: “¡Ánimo!, no temáis, yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33).

SEÑOR DE LA VIDA, SEÑOR DE LA HISTORIA

Tantas veces, Vida de nuestra vida, nos sentimos tentados de normalidad, de dejarnos mirar como seres cabales, recortados, a la manera de esta sociedad, que nos quiere integrados, seguros, sin desentonar…

Pero tantas veces sentimos la extrañeza, nos parece no ser de este mundo, y nos decimos los unos a los otros “Pero ¿en que mundo vives?”. Nosotros sabemos que desentonar es un privilegio de ojos despiertos, de mirada en la atalaya, de vigía en la frontera.

¡Señor de la Luz que no decae!

Danos a sentir la herida que se nos quiere hurtar de la mirada, el desfase y la fragilidad de quienes, al escuchar tu Palabra, nos quema como fuego en las entrañas!

Queremos estar atentos a tus movidas, que nos despiertan el corazón y lo hacen latir con los empobrecidos, los desposeídos, los violados en su mente y en su corazón.

Que nos lamentemos de no hacer lo suficiente, de no compartir lo que somos, de no compadecer con nuestra frágil promesa de hacernos y ser en verdad hermanas, y hermanos, y madres…

Queremos ayudarte a que no te extingas del todo de nuestro corazón, de nuestros desvalidos hermanos y hermanas.

Queremos exhumarte en la profundidad de nuestra herida historia, en sus cicatrices que no dejamos de tocar para incendiarnos los dedos y saber curar la miseria y la costra de indignidad que se nos queda pegada…

Queremos darles vida a los signos evangélicos de la alegría, de la mansedumbre, de la aceptación serena, del llanto que consuela.

Tu Hijo, tu Palabra, nos hecho ver tu verdadero Rostro, el del Padre materno que nos acoge, que nos busca dispersos, que nos abre el hogar de su corazón y nos prepara un banquete de fraternidad y de vida…

¡Danos tu Espíritu de Energía y Viento!

Que nos ponga en pie como ese montón de huesos secos que Ezequiel contempla en el valle de Akor, y que reviven y se organizan como una nueva humanidad.

Que nos refresque con el Agua viva, que brotará de nuestras entrañas muertas, al contacto creyente y adherido a Jesús.

Sabemos, Señor, que Tú has vencido al mundo!