Nuestro aprendizaje vital no siempre es como nos proponemos, nuestra historia, nuestra vida va siendo también “como se puede”, no siempre “como se quiere”. Hoy me vienen a la memoria personas ancladas en el resentimiento que no han sabido o podido salir de los prejuicios… y desde ellos se sientan plácidamente a ver la vida pasar.
Es una pena que personas entregadas, pierdan energías y renuncien a concebir la vida como lo que es; vivo, dinámico, cambiante, llena de sorpresas. Cuando no se lee la existencia así, sencillamente es que uno se ha “quedado”… y es lo más parecido a un círculo vicioso de desazón y desesperanza que son los ingredientes fundamentales del pecado.
Cuando creemos en el valor de la vida, llegamos a posibilitar que las personas den lo mejor de sí; sobre todo, abrimos puertas para que sean lo que están llamados a ser. Lo contrario es la actitud de los agoreros; éstos no tienen futuro para sí y, por tanto, tampoco para otros. Suelen ser maestros de expresiones de muerte, como: “¡qué se puede esperar de éste…!” O “ya se veía venir”. El que está ocupado en la predicción o el anuncio de la tragedia para el otro, tiene poco trabajada su propia vida. Es curioso, casi todo en su vida es negatividad que suele proyectar. Se parece mucho a los “trepas” que denunciaba el Papa Francisco hace poco, son las vidas sin fe, que se han quedado entre nosotros, sólo para juzgar y despreciar a quienes no piensan como ellos.
Cuando nos paramos a pensar qué nos pasa o qué medicina necesitan nuestros dinamismos de vida religiosa, tengo la sensación de que nos aplicamos remedios caseros o de “uso externo”. Tenemos, sin embargo una dolencia interior que, en concreto, la vida religiosa, no puede digerir; personas que tienen el corazón viciado, sin oxígeno ni luz. Desde él leen la vida, asumen la programación, anuncian y hasta parece que predican; desde él, sobre todo, viven denunciando. No se soportan y consiguen hacer difícil y cuesta arriba lo que deberían ser expresiones claras del Reino: la vida de misión y comunión. Con toda franqueza, más que los años o los pocos que somos, en la vida religiosa, la enfermedad la proporcionan quienes sólo «se han quedado». Quienes no se preguntan diariamente en quién o en qué creen; quienes tienen divido el corazón en parcelas no comunicadas entre los que aman y los que odian; quienes no están dispuestos a cambiar ni a recibir los cambios de otros. La enfermedad está, desgraciadamente, bastante extendida. No es una epidemia. Pero hay que estar atentos. No es cuestión de edad, hay mayores con el corazón muy sano y recién llegados con el corazón atrofiado.