Parece que un signo de nuestro tiempo es señalar lo que no funciona. El diagnóstico sobre la enfermedad es imprescindible, pero necesita la propuesta de curación, de lo contrario solo reafirma el dolor. Ocurre en todos los sectores, grupos y personas… Vivimos en sociedades fragmentadas, grupos divergentes, visiones irreconciliables. Posturas que, personalmente, me parece que conducen al fracaso y al fin.
Pero es posible pensar y vivir de otro modo. Es necesario que haya personas que se esfuercen diariamente por encontrar lo bueno allí donde esté. Necesitamos hombres y mujeres no acostumbrados ni adoctrinados que descubran, cada amanecer, una verdad que merezca la pena y devuelva a la vida el color del encuentro, la ayuda y la solidaridad. De lo contrario aumentamos la distancia y el rechazo. Transmitimos entre nosotros y a las generaciones venideras una gran mentira como es trazar esas líneas de muerte entre los míos y los que están contra mí; los buenos y aquellos y aquellas que considero regulares; entre la verdad absoluta y la gran mentira que, desde la miopía, considero que otros viven.
La vida religiosa es algo más que una cadena de ritos o una sinfonía de voces. Es mucho más que la ofrenda de la vida frente a un mundo que se considera no tan bueno. Es otra visión y otra comprensión. Es otro compromiso, ni mejor ni peor, diferente, que tiene una única pretensión y misión, ofrecer encuentro. La vida religiosa nace de la proximidad y amistad con Jesús. En ese círculo ni cabe el «yo más» ni el falso orgullo de «yo mejor». Porque lo que llena es estar cerca del Maestro, escuchar su Palabra y soñar Reino… Todo lo otro por añadidura, sabiendo que puede y debe cambiar.
Por supuesto que es posible otra vida religiosa. Quien no quiera verla se quedará en la ruinosa diatriba de mejores y peores, en encorsetadas líneas y fugaces triunfos… Quien por el contrario abra los ojos, descubrirá que lo que merece la pena es el amor sentido y dolido de la vocación; la llamada a la misión de anunciar el bien y el gozo de un sueño compartido para quien sufre, sin protagonismo ni manipulación. Es posible cuando no confundimos el fin con las formas, cuando acogemos el paso del tiempo sin miedo y cuando dejamos que las estructuras se rompan para anunciar novedad, sin poner andamios de miedo.
Es posible otra vida religiosa y otra comunidad. Otra oración compartida, otra misión que ofrezca lo que nadie ofrece, sin grandilocuencia y aniversarios que celebrar. Es posible la novedad porque el Espíritu, bien despierto, no se conforma con que le digamos qué debe decir, qué debe hacer y a quién ha de ungir… El Espíritu libre aletea, bendice y anuncia cielos nuevos y tierra nueva, que se hacen verdad cuando tú y yo nos acercamos al sueño del Reino, hacemos gestos íntimos de fe y comprometemos nuestra existencia con el encuentro, mucho más allá de la convención y el quedar bien.
Nace otra vida religiosa cuando tenemos anhelo de Dios y nos atrevemos a compartirlo y soñarlo… ¿Cómo sería? Cuando sin preámbulos ni cargas, sin citas a pie de página y seguros de historia, nos pongamos a vivir viviendo. Compartir, discernir y amar son los principios operativos de quienes saben que son para sí unos consejos evangélicos que nos superan pero, a la vez, nos llenan y sostienen para afirmar que, por supuesto es posible.