El momento actual de la vida consagrada, desde mi punto de vista, está pidiendo a gritos ese ingrediente de novedad. Señalar, de algún modo, la inflexión que determine el comienzo de una etapa creativa y fecunda. Y quizá la razón no sea otra que haber dedicado muchos años al sostenimiento de un paradigma que hoy ya no tiene capacidad para dialogar con el presente ni con las personas. Que las congregaciones se están haciendo mayores no nos lo dice solo los datos estadísticos, también la capacidad para silenciar y aislar todo lo que apunte a novedad. El miedo a gestos inspirados que no redunden en lo vivido es más que evidente. La articulación bien argumentada de por qué no se deben asumir otras realidades y otros estilos comunitarios no hace sino agrandar una ruptura interior que es la verdadera muerte en vida. No hay nada más triste que alimentar una supuesta pertenencia desde el desencanto o la resignación.
Para conocer el rasgo inspirador y teológico de la vida consagrada es necesaria la lectura y la reflexión teológica. Sin embargo, se conoce el rostro de la vida consagrada real en el acompañamiento, la escucha y la participación en la vida de los consagrados y consagradas. Son estos últimos quienes están haciendo un ejercicio interesante de amor, y casi heroicidad, al sostener expresiones comunitarias y pastorales en las que no acaban de creer. Se puede argumentar en contra que a la hora de la verdad es cada uno y cada una quien tiene (tenemos) que responder responsablemente. Y siendo cierto, no lo es menos que se está dando una fatal coincidencia y es que, aquellos y aquellas que, curiosamente se toman en serio su consagración viven con fuerza esta preocupación. Son ellos y ellas los que me inspiran, efectivamente, para preguntarme, en serio, si no habrá llegado el momento de crear algo nuevo.
Confundir carisma con trabajo o responsabilidad es tan frecuente como peligroso. Todos hemos conocido personas que viven apasionada y casi frenéticamente algo parecido a la misión cuando son los protagonistas de ella. Hemos conocido y conocemos aparente integración en la comunidad cuando esta bendice todo lo que haces sin preguntas ni discernimiento. Porque las realidades comunitarias son tan frágiles, que ya no es tan claro que tengan capacidad regenerativa en las personas. Una comunidad que no dice nada o que no estimule el crecimiento en la verdad de cada uno, por más que lo disfracemos, es una realidad muda, sin sentido y, por supuesto, sin horizonte. Confundir la aparente paz, cuando las vidas no se rozan, con la armonía del Reino es auténtica miopía. Entre las atrofias más graves está, sin duda, la incapacidad para el discernimiento y la búsqueda de la verdad, la polisemia ambigua que sostiene la apariencia, la dificultad para generar crecimiento evangélico, la ausencia total de principios inspiradores de oblación, los intereses, las compensaciones, las justificaciones… todo, cuanto sea menester, para que las cosas sigan como están y a nadie se le ocurra la inoportuna pregunta: ¿esto es, de verdad, comunidad? Estas visiones pequeñas o reductivas, son las que, a mi modo de ver, anuncian una crisis de calado institucional de gran envergadura.
Cuando algunos sugieren, por qué no creamos algo nuevo, no me suena a huida, sino a búsqueda. No tiene cara de subterfugio sino necesidad de verdad. Al final son personas que todavía siguen escuchando cada día de Dios un «te necesito» actual y comprometido que, hoy por hoy, no lo oyen en sus instituciones. Son personas que hacen oración, pero no siempre encuentran su eco en los espacios comunitarios creados para ella.
La protección de estilos que han perdido la inspiración nace de la incapacidad para el análisis o del temor a preguntarnos qué significan o no significan algunas palabras hoy. Entiendo que personas que busquen con madurez la configuración con Cristo no pueden quedarse satisfechas en ritmos competitivos y funcionales de vida. No es que la palabra comunidad deje de significar en este presente, todo lo contrario, es que su significado tenemos que descubrirlo y, a ser posible, encarnarlo ahora. El ciclo del desinterés destructivo de la comunidad es un círculo vicioso, no se sabe si lo rompe la persona que no participa o si el mismo desarrollo no convoca.
Hay, es cierto, un número notable de personas que por ellos o ellas no cambiaría absolutamente nada, porque confunden rutina con seguridad, la insignificancia pastoral –que es solo lamento– con misión, su soledad y soltería con pureza y hasta su visión sesgada de las relaciones, los míos y los otros, con verdad. Sí, desgraciadamente cuando una institución está gastada este clima no es un acento puntual sino, más bien, el rostro de la masa. No deja de ser elocuente que ante las posibles salidas de los círculos viciosos del desgaste, broten adhesiones de personas diametralmente opuestas, eso sí, unidas en una conjura: que nada cambie.
Me temo que la salida de tal consumo no va a ser sistémica, sino puntual. Personas con nombre y apellidos que en un gesto profético de escala muy personal, se digan: ¡hasta aquí…! y comiencen un itinerario no desnutrido. Quienes sean capaces de escuchar la crisis social y se comprometan con ella convertirán su vida en un camino posible y serán convocatoria para quienes estén dispuestos a iniciar estilos no agotados. Se encontrarán carismas personales inéditos –por silenciados– y vivos, en personas vivas que irán más allá de lo estrictamente histórico e institucional. No romperán con el don carismático de sus congregaciones, pero sí con sus «intrigas palaciegas», serán por eso personas libres, capaces de darse y dispuestas a una tarea fundamental de la vida consagrada contemporánea: escuchar y limpiar. Escuchar la realidad donde se inscriben nuevos valores de consagración y totalidad, y limpiar la parábola de la comunidad de todo término vacío, toda costumbre de soltería y toda ausencia de amor… Y eso, sí que es empezar algo nuevo. Es dar un paso al frente o a un lado; es demostrarte que crees en lo que dices creer y, por supuesto, es descubrir que ante nosotros se abre una misión inmensa, más real que los «microrelatos» a los que hemos reducido la inspiración en nuestra congregaciones.
Nos invita Jesús a una experiencia profundamente inter. En diferentes formas de seguimiento y en diferentes familias religiosas, hay hombres y mujeres que no se conforman a un relato escrito y esclavo de su historia. Necesitan escribir uno nuevo, porque el Carisma lo pide. En una era tan poblada de influencers, la nueva comunidad, necesita inaugurar un espacio limpio de verdad que permita a las personas ser libres para encarnar el «todo para Dios». Disfruten el don compartido de la gracia y la solidaridad con personas necesitadas con nombre y apellido, a quienes devuelvan la dignidad robada. Y que no se esfuercen en la tensión de contar lo que hacen porque otra de las heridas de la vida consagrada contemporánea es confundir información con vida; estética con ética o publicidad con evangelio.