Hoy nos encontramos en los alrededores de Cesárea de Filipo. Es el lugar que Jesús elige para hacerle a sus discípulos la pregunta fundamental: «Y vosotros quién decís qué soy yo?»
Ya les había hecho la misma pregunta sobre su identidad con respecto a la gente, en general: «un gran profeta», fue la respuesta. Pero Pedro toma la palabra y acierta de pleno: «Tú eres el Cristo». Un conocimiento profundo más allá de las apariencias, una confesión que nace de las entrañas de fe de este Pedro de redes y barca.
Pero cuando Jesús les comienza a contar que su «unción», su ser Cristo, supone también el rechazo de interpretan el querer de Dios y su imagen (escribas, ancianos y sacerdotes), que va a ser asesinado, todo cambia. Pedro toma la palabra y le dice a Jesús lo que nosotros mismos le diríamos, con esa confianza de amigo. Lo toma a parte y le reprocha ese futuro obscuro, esa convicción de fracaso teñida de atisbos de resurrección.
Y Jesús no lo duda. En público, delante de sus discípulos, pone a Pedro en su lugar: «Ponte detrás de mi». Esa es la plaza del discípulo, la de la toalla y la jofaina, la del seguimiento. Quien va por delante no sigue, guía.
Ese es también nuestro lugar: detrás, para poder seguir. Y recorriendo el mismo camino de olvido de uno mismo, el de dejar de ser el centro del universo. Es el lugar de la confianza en la fragilidad de una Buena Noticia que no se impone por la violencia de argumentos de bondad, sino que se desnuda en servicio amoroso y en verdad humilde. Convicción de últimos que serán primeros en cruz y en seno abierto de una tierra que nos acoge fecunda.
Camino de bienaventurados que lloran, pasan hambre, buscan la paz y la justicia en la limitación del gozo y la alegría. No es camino de Satán exitoso y poderoso, ni planteamiento humano de planes de calidad y rentabilidad.
Nos cuesta tanto… Aun así seguimos convencidos entrañablemente de que Él es el Cristo. Es lo que nos da vida.